El periodista tensó su puño como cuando se grita un gol, en el exacto momento en que salía al aire el dato de un aumento alarmante de infectados y muertos por coronavirus en nuestro país. Después dijo que al unísono recibía datos alentadores sobre el rating del programa; tranquilamente podemos creerle (o no). Por alguna razón, sin embargo, hubo muchísima gente que lo interpretó como un festejo de la dura situación en que entra la pandemia entre nosotros. ¿Podría interpretarse de ese modo en otro periodista? ¿No encaja perfectamente el gesto en la habitual línea editorial de este periodista?
El hecho es que más allá de la intrascendente anécdota, todos sabemos que los grandes medios juegan a favor del desmadre de la situación sanitaria argentina. Del mismo modo que jugaron a favor del fracaso de las negociaciones con los acreedores privados de la deuda argentina. Y a favor de cualquier interpretación sobre cualquier hecho que actúe en perjuicio del actual gobierno; exactamente lo contrario de lo que hacían en los tiempos de Macri. Esta cuestión no ha sido objetada por el comité de ética de la Academia Nacional de Periodismo, a pesar de que entre sus miembros figura el impecable periodista Daniel Santoro.
Si a alguien se le ocurriera una iniciativa legal para regular la ética periodística, rápidamente caerían sobre esa persona los rayos y centellas de la defensa de la libertad de expresión y la libertad de prensa. Es decir la idea muy extendida de que al periodismo, que en teoría consiste en proveer información real sobre lo que ocurre, le fuera permitido usar ese lugar para denigrar, para descalificar y operar políticamente, a través del rumor o de la falsa noticia, a favor o en contra de determinada corriente política. O sea, en lugar de una deontología particular en el ejercicio de tan delicada función, existe algo así como una absoluta inmunidad, un permiso para cualquier cosa.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Todos recordamos la acusación que hace algunos años circulaba contra el programa televisivo 6 7 8. La queja corporativa del periodismo bendecido por los oligopolios del ramo consistía en que allí se “escrachaba” a otros periodistas, algo que la “ética” de la profesión tácitamente prohibía. Es decir, se apelaba a una suerte de omertá, según la cual un periodista podía criticar, denunciar o repudiar cualquier cosa, menos a otro periodista. Para “un periodista no hay nada mejor que otro periodista”, podríamos decir retorciendo la famosa frase de Perón, una de sus veinte verdades. ¿En qué consistía ese escrache? En revelar sobre la base de documentos estrictamente reales -más aún, mayoritariamente sacados de escenas de los propios medios- la existencia de una llamativa sincronía en la defensa de una determinada posición política. Era también mostrar contradicciones históricas, falacias argumentativas. Y no en último lugar, abiertas mentiras y tergiversaciones. Eso era (y es) imperdonable a los ojos del establishment y de sus empleados mediáticos. Fue traducido como insulto, como agravio, como deslealtad profesional. ¿Por qué? Porque ponía en crisis esa impunidad de la que estamos hablando. Que no es solamente para los periodistas, lo que queda claro cuando se ve cómo tratan los medios y la parte venal del poder judicial, por ejemplo, a Macri y a sus funcionarios.
El problema, claro, no es el periodismo. Tampoco está en el hecho de una determinada preferencia política en quien lo practica. El problema está en el derecho a la información. Es decir a una información veraz, que no excluye el punto de vista parcial de quien la expone, sino que al contrario obliga a revelarlo para que no se mezcle perversamente esa opinión con la veracidad de lo que se dice.
Por supuesto que no hay periodismo sin audiencias. Es absolutamente equivocado que algo así como un tribunal de ética o una legislación reguladora (la actualización normativa sería claramente necesaria) pudieran resolver el problema. Porque no se trata (solamente) de un problema de información o de comunicación, sino que es un problema esencialmente político. Podría decirse, un problema político central de nuestras democracias. Es el problema de los monopolios. El problema del dominio del capital sobre la política, un dominio que siempre existió, pero en las últimas cuatro décadas –los tiempos del capitalismo neoliberal globalizado- alcanzó alturas extremas. El prestigioso teórico político Sheldon Wolin lo llamó, en un trabajo que data del año 2008, “totalitarismo invertido”. Es decir un dominio sobre los cuerpos y las conciencias que no se ejerce desde el poder político constituido como tal, como en el caso de las dictaduras del siglo XX, sino a través de formas más ocultas y refinadas de formatear las conciencias individuales, en la que los grandes emporios mediáticos ocupan el lugar central. De modo muy inteligente y atractivo lo muestra la película mexicana llamada “La dictadura perfecta”.
A esta altura conviene aclarar que no se postula una especie de capacidad para inventar realidades “desde la nada” que tendrían los nuevos y viejos formatos comunicativos. El poder de los medios es el poder del capital. El capital entendido como una maquinaria de la que todos participamos. Una maquinaria que funciona automáticamente privilegiando la competencia, exaltando el consumismo y el individualismo más extremo. Nadie vive fuera de esa maquinaria. Las falsas verdades mediáticas no son, en realidad, más que la reproducción ampliada y sistemática de un ethos que existe “fuera” de los medios y que consagra la consigna del sálvese quien pueda. El anterior gobierno alentó ese modo de vida como verdad definitiva a través de la exaltación del “capital” humano, de la idea de que cada uno de los seres humanos es un “empresario” de sí mismo. Un átomo que tiene que salvarse en competencia –o directamente en guerra- contra todos los demás. Lo sintetizó como nadie Margaret Thatcher: “la sociedad no existe”. Para ese ethos neoliberal, el mundo se derrumbaría sin la codicia ilimitada de los seres humanos.
Asistimos a una situación que envuelve esa filosofía de vida en un profundo interrogante. Ha dicho Boaventura Sousa que el mundo se encuentra en un enorme parteaguas. No habrá, dice el pensador portugués, una pospandemia. Si el mundo no modifica los paradigmas en los que se organiza, la solución del coronavirus no será más que el prólogo de una sucesión de pandemias globales, que no serán otra cosa que una respuesta de otro ecosistema, el de la tierra, frente al modo de ser capitalista neoliberal.
De modo que no hay nada raro en que algunos puedan festejar el aumento del número de infectados o de muertos: es una consecuencia natural de la idea de que todo debe ser subordinado a que no se frene la maquinaria automática y destructiva del capital.