Hacia el fin de dos ilusiones

13 de febrero, 2025 | 00.05
Hacia el fin de dos ilusiones Hacia el fin de dos ilusiones

Casi todos los gobiernos recientes experimentaron una ilusión, muchas veces compartida por el público: la creencia de que el nivel del tipo de cambio, el precio del dólar, depende exclusivamente de la voluntad oficial. La segunda ilusión, directamente relacionada, es que este precio de la divisa depende de una cantidad de dinero que el gobierno tendría la capacidad de manejar. Es la idea primitiva de que si “se seca la plaza de pesos” no habrá pesos para comprar dólares.

Nótese que se trata del mismo razonamiento que el monetarismo más burdo ensaya para explicar la inflación, el que dice que, si se controla la cantidad de dinero manteniéndola en un mínimo, todos los precios deberían frenarse. Lo notable, como lo saben quiénes siguen la coyuntura económica, es que no es esta la estrategia que ejerce el oficialismo. Una cosa es lo que dice y otra lo que hace. El gobierno es ortodoxo en el discurso y heterodoxo en la práctica. Parece actuar como si supiese que la inflación es efectivamente un fenómeno de costos, es decir una variable dependiente del comportamiento de los precios básicos, y en consecuencia su estrategia se circunscribe al “ancla cambiaria”, a clavar el dólar. Adicionalmente también parece actuar como si comprendiera que su capacidad de controlar la cantidad de dinero es acotada.

Ello es así por una razón teórica: la cantidad de dinero es “endógena”, lo que quiere decir que depende de la evolución del PIB, no de la impresión o no de billetes. El grueso del dinero que se crea en cualquier economía capitalista es “dinero crediticio”, es decir el creado por los bancos cuando prestan. La única decisión potente con efecto sobre las cantidades que puede tomar un gobierno, además de las decisiones fiscales, es el manejo de la tasa de interés, la que puede acelerar o frenar la creación de dinero crediticio, pero nada más. Al final del camino, la cantidad de dinero no deja de ser un dato “endógeno”. Agréguese como detalle que la teoría del dinero endógeno no es una idea puramente heterodoxa, sino también de la ortodoxia más avanzada, la que se enseña en las principales universidades del planeta. 

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En consecuencia, no es una previsión arriesgada decir que el precio del dólar no podrá ser controlado por la vía monetaria, como sostiene el discurso oficial y la suma de economistas paraoficialistas. Así como la baja “relativa” de la inflación luego del salto producto del shock devaluatorio inicial no se debió al manejo de la cantidad de dinero, sino al anclaje del tipo de cambio permitido por “la bala de plata negra” del blanqueo, un razonamiento similar se aplica al precio del dólar: no depende de una cantidad de dinero que el gobierno solo controla en el margen por la vía fiscal y de la tasa de interés. El determinante seguirá siendo, como siempre y más allá de las ilusiones, la oferta y la demanda de dólares, las que son guiadas por el resultado de la cuenta corriente del balance de pagos y por la entrada y salida de capitales. Como el balance de pagos debe estar por definición en equilibrio y dado el déficit creciente de la cuenta corriente impulsado por el dólar barato, hoy todas las fichas para no devaluar están puestas en la ampliación del crédito externo o en otra ilusión adicional que si llega se tomará su tiempo, un shock extraordinario de inversión extranjera, la “lluvia de inversiones” del RIGI.

Por todo esto el gobierno está especialmente nervioso y se pelea hasta con los economistas que se desviven por apoyarlo. Incluso con los profesionales que más experiencia tienen en sostener al peso sobrevaluado, como Domingo Cavallo, quien apenas intentó sugerir correcciones menores para evitar que el dólar recontra barato se lleve puesta la economía real. De nuevo, Cavallo sabe de lo que habla y siempre fue muy creativo a la hora de imaginar instrumentos. Quizá los más memoriosos recuerden estrategias como el Megacanje que, sin éxito, buscó reanudar el ingreso de capitales, o los planes de competitividad, que buscaban devaluaciones fiscales, o los recortes de salarios del 13 por ciento, que buscaban devaluaciones salariales.

Aunque el oficialismo insista con que “esta vez es distinto” porque hay superávit fiscal, la historia económica enseña que las sobrevaluaciones siempre terminan mal. Al principio “son ricas”, pero cuando se pasan de rosca son destructivas para la economía real y dejan un tendal de deuda. De nuevo, no se trata de previsiones de agoreros deseosos de que al gobierno le vaya mal, sino de la suma de teoría y experiencia histórica. Así como resultaba ilógico intentar sostener en el tiempo inflaciones de tres dígitos, un país con baja productividad no puede tener precios en divisas similares a los de los países de más alta productividad del mundo. Otra vez, no se trata de pertenecer al club de los devaluadores eternos, sino de tener un tipo de cambio que exprese la productividad real de la economía, antes que una manganeta pseudo estabilizadora.

La conclusión preliminar es que se pueden hacer todas las elucubraciones técnicas imaginables para legitimar la sobrevaluación, pero los cientos de miles de connacionales comprando chucherías por el mundo a precios de ganga cuando se los compara con los internos representan mucho más que una luz de alarma. Antes o después alguien deberá pagar la diferencia y el mecanismo no es un secreto, se llama deuda externa.

No es casual que la coyuntura se sintetice en una búsqueda desesperada por aumentar el endeudamiento en moneda dura para financiar un modelo insostenible hasta superar las elecciones de medio término, una película repetida hasta el cansancio que sólo durará mientras el poder económico gane dinero en el camino. El principal activo del gobierno de Javier Milei continúa siendo el cerrado apoyo de los mercados que, desde su asunción, están de fiesta. Sin embargo, el cambio de tendencia de los indicadores podría provocar la estampida de un capital volátil por definición. Uno de estos indicadores, el “riesgo país”, que depende del precio de los títulos de deuda pública, parece haber comenzado a dar la vuelta, lo que explica el aumento paralelo del nerviosismo oficial. 

Regresando a la historia económica, un segundo aprendizaje es que siempre es preferible una devaluación controlada que una hecha por el mercado. Demorar soluciones significa tensar la cuerda en exceso. Y soltarla puede provocar un chicotazo que derrumbe el principal logro gubernamental, el freno relativo en la evolución de los precios. “Relativo” porque, aunque la inflación aplacó su dinámica de fines de 2023 y comienzos de 2024, continúa siendo muy alta.-

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Claudio Scaletta

Lic. en Economía (UBA). Autor de “La recaída neoliberal” (Capital Intelectual, 2017).