Durante la desazón post 2015, tras la derrota electoral, apareció con fuerza la idea de “la autocrítica”. Se trataba de entender por qué se había perdido el gobierno y, peor aún, por qué se había perdido en manos de la peor derecha, por entonces todavía disfrazada de la “revolución de la alegría”, un panorama distinto al del presente, en el que vienen degollando sin maquillaje. Lo notable es que la “autocrítica” no era algo que se le exigía sólo a quienes habían ejercido funciones de gobierno, sino que recorría todo el espectro e incluía desde la militancia hasta la base de simples adherentes. Todos debían autocriticarse. Fueron también tiempos plagados de claroscuros, una etapa en la que muchos de quienes llegaron al poder legislativo en las listas del Frente para la Victoria acompañaron todas y cada una de las transformaciones del adversario, una tolerancia y pragmatismo hoy escasos, cuando no faltan quienes por intereses corporativos, gremiales para ser más explícitos, votan en contra de las iniciativas del oficialismo que se supone integran.
Completada la catarsis de la “autocrítica” y mientras el temporal macrista subía su intensidad se pasó a una etapa superior, la de “volver mejores”. La marcha de fondo, que se desataba en cualquier juntada, era el “a volver, a volver, vamos a volver”. “Volver mejores” era una idea simple, significaba apenas no repetir los mismos errores que llevaron a perder el gobierno. No entrañaba perder la mística de los “12 años”, tampoco negar los poderosos logros sociales y económicos de la etapa. Sólo se trataba de decir que esta vez se gobernaría mejor, que no se volverían a cometer los mismos errores económicos, que se completarían las transformaciones estructurales y que, por omisión, no se le dejaría el gobierno servido a la peor derecha.
Avanzado el tercer año de gobierno ya es posible sacar algunas conclusiones muy preliminares. Una de ellas es que quizá no todos en la coalición de gobierno volvieron mejores. Una de las dimensiones en la que parece haberse aprendió poco ocurre precisamente en el aspecto más crítico del presente, el de la formación de precios y, por extensión, la inflación.
Los cambios en el ministerio de Economía supusieron primeros pasos exitosos. Se frenó la corrida cambiaria, se reforzó el ordenamiento de las cuentas públicas y comenzaron a sumarse reservas. Sin embargo, cuando el 15 de este mes se conozca la inflación de octubre el dato habrá empeorado. Una de las reacciones desde Economía fue anunciar que habría alguna forma de control de precios a partir de diciembre.
En este espacio siempre se sostuvo que los hacedores de política económica deben manejar muy bien uno de sus principales insumos: “la lógica del comportamiento de los actores”. Dicho de otra manera: no debe esperarse nunca que los actores se comporten por fuera de su lógica. Si soy empresario y debo fijar el precio de mis productos lo que guía ese precio son mis principales costos de producción, es lo que la teoría económica define como precios básicos. Sin embargo, los costos de referencia que utiliza el empresario formador de precios no son los costos que tuvo efectivamente en su proceso productivo, sino los que “estima” serán sus costos de reposición. En contextos de alta inflación y por lo tanto de alta incertidumbre en materia de precios, resulta altamente probable que estos costos resulten sobrevalorados. Esta es una de las razones clave por la cual a partir de ciertos niveles la inflación “toma vida propia” y se acelera su inercia. En esta aceleración si un ministro anuncia que en el futuro habrá algún tipo de control, el resultado será la retroalimentación de la inercia. El empresario remarcará preventivamente contagiando su conducta a todos sus colegas.
Nótese una vez más que no se trata de un comportamiento malvado, sino defensivo. El comportamiento de los empresarios en el mercado no resulta guiado por la moral, sino por su “lógica de comportamiento como actores”. Si se anuncia que habrá control de precios, entonces los precios aumentarán. No es un fenómeno local. Ocurre en todo tiempo y lugar, en el presente y en el pasado, en la economía argentina y en la de cualquier otro país. El empresariado local es horrible, pero no por su comportamiento cotidiano en la fijación de precios, sino por su pésimo diagnóstico económico y visión de país
MÁS INFO
Luego, aunque la Vicepresidenta, desde tiempos inmemoriales, diga cada vez que puede que el peronismo no es anticapitalistra ni antiempresa, muchos de sus seguidores prefieren no escuchar esos renglones seguir atribuyendo la inflación a la maldad empresaria. Lo hacen de la misma manera que atribuyen la caída de salarios a las “ganancias extraordinarias”. Vale recordar que la tarea del economista no es encontrar dónde habita el mal, sino comprender los mecanismos de funcionamiento de la economía y actuar en base a ellos. La caída de salarios es consecuencia de la alta inflación en tanto esta genera un contexto en el que las paritarias siempre se quedan cortas y sólo compensan con retraso. Mientras, el empresario remarca preventivamente en función de los que estima serán sus costos de reposición. Cuando la estimación resulta sobrada se queda, ex post, con una ganancia extraordinaria, es decir por encima de sus costos de reposición reales. Mientras tanto este proceso acelera la inflación, lo que hace caer el poder adquisitivo del salario. Que los salarios crezcan por encima o por debajo de la productividad depende efectivamente de las relaciones de poder en el mercado entre el capital y el trabajo, pero en contextos en los que la inflación toma vida propia, depende también del proceso descripto. Es necesario retener la siguiente afirmación: “Hay ganancias extraordinarias porque hay alta inflación y no al revés”.
Y aquí aparece una segunda cuestión vinculada a los mecanismos de formación de precios. Diversos representantes de alto nivel de una de las patas de la coalición, economistas y no tanto, desplegaron una campaña en redes bastante absurda llamando a los consumidores a no adquirir los productos cuyos precios aumenten por encima del promedio. Así como no se debe esperar que los empresarios actúen por fuera de su lógica, lo mismo debe decirse para los consumidores. Luego, en cualquier economía hay precios que se moverán por encima y por debajo del promedio, es matemática. Semejante campaña abreva en la misma teoría equivocada ya descripta, la creencia de que la inflación es culpa de la maldad empresaria o, para los “más sofisticados”, de la existencia de oligopolios, dicho esto cuando oligopolios hay en toda la región y en todo el planeta. El capitalismo es oligopólico por definición, pero la inflación de Argentina no la tiene prácticamente nadie. La inflación oligopólica, a la Flacso, no se corrobora ni estadísticamente, aunque se entiende el atractivo para la lucha política que siempre tiene encontrar un malo.
Puede parecer una obviedad repetirlo, pero el principal problema de la Argentina del presente es la muy alta inflación. La persistencia de la caída del poder adquisitivo del salario es su efecto más doloroso. Pero el problema no termina aquí, sino que conduce a la incertidumbre política. Para no usar eufemismos, con incertidumbre se hace referencia a la continuidad política de la actual administración. Esta es la razón por la que los grandes proyectos de inversión en los sectores mineros y energético no avanzan a mayor velocidad. Muchos inversores no están seguros de cuáles pueden ser los cambios de reglas de juego a mediano plazo.
Mientras tanto para el elector común, es decir para el no politizado, no sirve de mucho asustar con el cuco (verdadero) de un posible regreso de la derecha más horrible. Al elector no politizado tampoco le importa si las responsabilidades del presente son heredadas o no, lo único real para al menos una de cada dos familias locales es que la inflación se come parte de sus ingresos todos los meses. El riesgo de la continuidad de este proceso es que, llegado cierto punto, podría derivar en un deterioro más o menos rápido del orden social. Si la gran burguesía local no estuviese obsesionada con destruir el Estado debería estar verdaderamente preocupada por esta causa real de anomia potencial con resultados impredecibles.
La conclusión preliminar más general es que si bien en los últimos meses logró frenarse la larga corrida cambiaria y acumular algo de reservas, aunque menos de lo que se esperaba, el riesgo de anomia demanda con urgencia un paquete antiinflacionario muy riguroso. Cuanto mayor sea la demora en desplegar este paquete, menores serán las posibilidades electorales del oficialismo. Dura lex, sed lex.