La iniciativa de abrir juicio político a los jueces de la Corte no parece destinada a conseguir las mayorías parlamentarias necesarias para su destitución. ¿Significa eso que se trata de una mera escenificación político-parlamentaria, como tal destinada a la intrascendencia? Si ese fuera el destino de la iniciativa sería una grave derrota, no del gobierno o de la fuerza política que lo sostiene sino del régimen democrático.
Pero no es fatal que ese sea el resultado. Entre lo que hoy parece imposible (el alcance de una mayoría calificada a favor de las destituciones) y el liso y llano fracaso de la iniciativa hay una posibilidad: la de producir un fuerte impacto en la ciudadanía, la de mostrar públicamente una serpiente que ha crecido entre nosotros, la de la prepotencia de los poderosos de este país puesta por encima de las leyes y de la constitución; algo así como un golpe de estado sin música militar y sin comunicados del nuevo gobierno, ejecutado por una coalición social que, como ha ocurrido muchas veces en nuestra historia, utiliza su poder fáctico para imponer su propio régimen político. El juicio a la Corte es un acto político. Se propone revelar una realidad con la acumulación de un frondoso acta de acusación que recorre pulsiones centrales de la sociedad argentina: los derechos humanos y sociales, la vigencia de la Constitución en todo su articulado (incluido el artículo 14 bis), la división de poderes, la no utilización del estado para la represión del adversario político, el derecho a la intimidad, la igualdad de los habitantes ante la ley con independencia del género en el que se incluyan (a esta rápida enumeración es mucho lo que podría agregarse).
Es equivocado pensar que el juicio político no tenga relación alguna con el nivel de vida económico de la población o con su seguridad personal y familiar. Ningún orden político puede sostener las premisas de una vida socialmente digna si uno de sus poderes (el único no electivo por los ciudadanos) habilita abusos del poder económico, político y corporativo y hasta establece lazos de connivencia y hasta de corresponsabilidad con ellos. Claro que ese interés “objetivo” por los asuntos judiciales está hoy atravesado por una realidad que es la desconfianza mayoritaria en la población sobre el funcionamiento del poder judicial en sus diferentes niveles.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La importancia política de un suceso no está escrita. Ella misma es el resultado de una lucha política. En este caso, de una lucha por la masiva difusión del acontecimiento y de un llamado al involucramiento popular en el episodio. Llegado a este punto conviene reconocer que los impulsores del juicio tienen una fuerte limitación en materia comunicativa. Es algo extraño e inconcebible en otros tiempos que no sean estos que estamos viviendo, que la fuerza de gobierno sufra una situación de acorralamiento en materia informativa. Pero es real, una realidad que debe ser transformada; no desde un proyecto legislativo que gire años por los escritorios para terminar en la nada o en un decreto ley de la derecha que declare nula la parte de la ley aprobada que molesta a los más poderosos. La transformación -en este caso y no solamente en él- consiste en la creación de nuevas relaciones de poder. En una transformación del sentido común, que en eso finalmente consiste la política. ¿Qué va a pasar con la radio, la televisión pública y todos los vastos y crecientes entramados comunicativos? ¿Qué va a hacer el actual gobierno para que este trascendente proyecto se haga realidad? ¿Qué va a hacer para que la parafernalia mediática concentrada no construya un sentido común que relegue el juicio a un entretenimiento de un mínimo porcentaje de compatriotas que lo considera un hecho político central?
Alguna vez el actual presidente dijo que él no estaba de acuerdo con la propaganda política en los medios públicos. La proscripción de la palabra política -o su drástica disminución- no incluía sino a los medios públicos. Es decir, la comunicación estatal se restringe a sí misma, quien quiera saber sobre la vida política tiene que recurrir a los medios privados -que con independencia de su orientación política- son, en todos los casos, empresas privadas. Es la novela 1984 puesta del revés: el Estado “habla de otra cosa”, mientras las poderosas estructuras empresariales mediáticas construyen minuto a minuto su propia agenda minuto, imponen el concepto de lo bueno, lo justo y lo hermoso, de acuerdo a su propio interés. Es el eje de lo que el estudioso estadounidense Sheldon Wolin llamó “totalitarismo invertido”: no es el Estado el que “adoctrina” a su pueblo, como en la novela de Orwell, sino los poderosos del mercado. Todo esto no es un fenómeno argentino sino mundial, pero Argentina es un caso de necesario estudio en el rol de los medios concentrados en la disputa del poder político. Si el Estado no modifica sus medios en la dirección de difundir asuntos de importancia central como el juicio a la cabeza de la Corte Suprema no estaría mostrando su “voluntad democrática” sino su absoluta resignación (por lo menos) frente al proceso de deterioro constitucional en marcha entre nosotros. El gobierno no tiene solamente la opción, sino que tiene la obligación -de rango constitucional- de actuar en defensa de la vigencia de las instituciones democráticas. Y de eso se tratará en estos días, no de la “defensa” de los principios y los intereses de los poderosos sino del respaldo a la democracia recuperada hace poco menos que 40 años.
Es el momento de una enorme oportunidad política democrática. La posibilidad de construir una mirada política profundamente democrática en nuestro país. En la raíz de la palabra democrática está la voz griega Kratos que significa ni más ni menos que poder. Lo que estamos viviendo es una batalla por el poder. Entre las minorías beneficiarias de la economía de mercado que han concentrado poder como nunca en los últimos años, que imponen significativamente sus intereses sobre los del conjunto de la población. No se está proponiendo el silenciamiento de nadie, lo cual no es sencillamente posible en el caso de que fuera deseable: de lo que se trata es de asegurar la plena difusión de todos los puntos de vista.
La difusión es el primer y decisivo paso de la batalla a la que se ha abierto el gobierno nacional. Y la difusión es el requisito de otro paso cualitativamente más elevado: el de la movilización. Es necesario que las fuerzas políticas populares se pongan al frente de un proceso de ocupación de las calles y las plazas del país. Entre otras ventajas, este rumbo favorecería la pelea contra el desánimo y la consecuente parálisis que de seguir avanzando confluirán en la creación de un caldo de cultivo para cualquier tipo de iniciativas desestabilizadoras. Esto no es imaginación, es lo que estamos viviendo. No es un pequeño dato al respecto la débil respuesta política a la escandalosa y obscena profusión de conversaciones delictivas a las que estamos asistiendo.
El juicio puede ser un hecho menor a ser discutido en minúsculos grupos interesados o un parteaguas histórico-político en Argentina.