La memoria corta es enemiga del entendimiento. La situación de la economía se comprende en su devenir. Los factores condicionantes de este devenir se llaman “restricciones”. Y desde el primer día el gobierno del Frente de Todos las enfrentó de todos los colores y tamaños.
Primero comenzó condicionado por el endeudamiento, no solo con los privados, sino con el FMI. El día que el gobierno precedente regresó irresponsablemente al organismo la suerte quedó echada, especialmente cuando se conoció el monto del endeudamiento. La historia que “los del 41” no quieren recordar es que entre 2015 y 2017 se montó una bomba de tiempo de deuda que luego de la crisis de los primeros meses de 2018 desembocó en atarse al Fondo. Quizá no esté claro para muchos si fue impericia o voluntad deliberada, pero el resultado final es incontrastable, la dependencia por muchísimos años con un organismo que condiciona la política económica, o dicho de manera mucho más clara: la potente restricción de los grados de libertad para hacer política económica. Se podrá decir que el endeudamiento es cosa del pasado y que ya pasaron más de 3 años de gobierno, pero la restricción es un dato del presente. El gobierno hizo lo que pudo, pero obtuvo lo máximo que podía lograr dadas las restricciones: un plazo de gracia en los pagos para todo el actual período de gobierno y un poco más.
A pesar de este logro, el acuerdo fue bombardeado desde el interior de la propia coalición con argumentos fantasmales, como por ejemplo el de comprometer nueva deuda para cubrir los vencimientos. Sería interesante que se expliquen cuáles serían las vías alternativas dentro de las reglas de juego del sistema, pues cualquier refinanciamiento implica precisamente eso. Hacia afuera, este bombardeo sirvió para que el grave problema del endeudamiento se vea como responsabilidad del Frente de Todos, la fuerza que vino a solucionarlo, y no del gobierno precedente, la fuerza que tomó la deuda irresponsable. El camino sirvió para deslegitimar al área económica, un gran favor para la inestabilidad macro. El resultado fue notable, se criticó a un ministro por izquierda para luego tener que apoyar a otro que, ahora más condicionado, se vio obligado a implementar políticas monetarias y fiscales más restrictivas.
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En el medio aparecieron nuevas restricciones fuera de agenda, los cisnes negros y los rinocerontes azules, la pandemia del Covid-19 y la guerra en el este de Europa, lo que obligó primero a demorar los planes de gobierno originales para dedicarse a lo urgente con creatividad y efectividad -impensable contrastar con lo que habría hecho la oposición, que se dedicó a jugar y especular con la muerte- y luego a enfrentar una situación externa favorable para las exportaciones, pero que le metió presión al principal problema de la economía interna: los precios. Siempre queda en el tintero el análisis de por qué no logró retenerse para las reservas del Banco Central una porción mayor del superávit externo del período, el punto más flojo de la primera parte de la gestión económica.
Por todas estas razones, así como es necesario rememorar las restricciones de inicio de la actual administración, ante la crítica zonza también se necesita recordar el abismo al que se asomó la economía hace apenas medio año y cuyo desenlace fueron los cambios en el Ministerio de Economía, con la salida de Martín Guzmán, el interregno de Silvina Batakis y la casi inmediata asunción de Sergio Massa. Fue hace tan poco como a comienzos de agosto pasado, cuando hacerse cargo del área económica era una papa extremadamente caliente.
Por entonces las reservas internacionales eran casi nulas, se había terminado el superávit comercial y las posibilidades de más crédito externo estaban agotadas frente a un índice de riesgo país que volaba. El espanto unió transitoriamente a todas las patas de la coalición mientras la oposición se preparaba para brindar con champán frente a la posibilidad cierta de una hiperinflación, el sueño del abismo que autodestruiría al oficialismo. Un programa de estabilización de shock estuvo sobre la mesa, aunque se descartó por su costo social inicial y sus resultados siempre inciertos. Lo que eligió el nuevo ministro fue un camino intermedio, un novedoso “plan de estabilización sin shock” que, a pesar de su fragilidad, avanzó cumpliendo las metas que se propuso. La primera de ellas fue bajar el sendero de aceleración por el que había comenzado a transitar la inflación.
El último informe de la consultora PxQ reseña el sendero seguido por Massa. El plan del ministro sumó políticas monetarias y fiscales ortodoxas con algunos componentes heterodoxos. Entre las primeras se destacaron la reducción del déficit primario, la eliminación del financiamiento al tesoro y la suba de la tasa de interés. Al mismo tiempo se pudieron acumular reservas internacionales, proceso en el que tuvo un rol fundamental el “dólar soja”, a la vez que se fue devaluando por encima de la inflación. El componente “heterodoxo” del plan serían los acuerdos de precios, los que persiguen bajar la inercia y con ella la nominalidad de las variables. Básicamente se acordó congelar por cuatro meses los precios de 1900 productos básicos y comprometer que el resto no crecerían por encima del 4 por ciento mensual. La contrapartida es el acceso a los dólares de importaciones para las empresas que participan del acuerdo. Hasta el presente los acuerdos se están cumpliendo.
En el camino un factor clave será coordinar con los sindicatos acuerdos salariales que vayan en el mismo sentido que la baja de la nominalidad de los precios, tarea que no resultará sencilla, lo que aparece como una de las limitaciones del programa. La segunda limitación se encuentra en el frente externo, que sin embargo jugó a favor en los últimos meses, ya que los precios de las principales commodities que influyen en los precios de los alimentos cayeron junto con el petróleo, que registró la baja más pronunciada. La suerte no siempre juega en contra. La tercera limitación es que los precios relativos, que son los que pueden acelerar la inflación cuando se corrigen, siguen distorsionados y el acuerdo con el FMI supone su corrección. Lo que se espera aquí es que el ajuste sea gradual.
Siguiendo el resumen de PxQ: “en el esquema actual el tipo de cambio corre por encima de la tasa de inflación, la tasa de interés va por encima del tipo de cambio y la inflación, y los salarios le ganan a todas estas variables. De ser sostenible, lo anterior implicaría en el mediano plazo una mejora en la competitividad cambiaria y una suba del salario real. En simultáneo, el cumplimiento del programa con el FMI implica una reducción de subsidios y, por tanto, aumento de tarifas de gas, electricidad y transporte público (…) En el mejor de los escenarios, si se coordinan todos estos factores de presión se podrá ir bajando la inflación a medida que se reordenan los precios relativos”. No parece fácil, pero es un escenario muy superior al de hace solamente seis meses. Y Sergio Massa, que no es economista, está logrando una tarea que parecía imposible, alinear a los factores de poder real. La economía siempre es política.
Acerquemos la lupa: Massa asumió con una inflación mensual de más del 7 por ciento, actualmente lleva dos meses en torno al 5 y se espera que entre marzo y abril se encuentre en el 3 por ciento. Si esto se consigue se habrán sentado las bases para la estabilización macroeconómica, lo que despejará los nubarrones más gruesos del frente electoral. Para el oficialismo se trata de una luz de esperanza que contradecirá a todos quienes tiraron la toalla por anticipado, que no fueron pocos. Sostener el modesto descenso de la inflación es la clave para que “haya 2023”. Si sucede, se tratará de una derrota interna de quienes pretendían hacer “redistribucionismo” sin dólares, pero a la vez, de una herramienta para una imprescindible mejora de los ingresos de los trabajadores en un año electoral. En el presente no aparece nada más inmediatamente redistributivo que estabilizar.