Imperativos neoliberales: de la felicidad al odio

El psicoanálisis, la filosofía, las teorías de género y los estudios queer posibilitaron, cada disciplina con su especificidad, la inclusión de los afectos como dimensión fundamental en la teoría política.

23 de octubre, 2022 | 00.05

Desde hace tres décadas, existe un campo teórico que se conoce como giro afectivo, que trata de un debate en torno a la relevancia política de los afectos y las emociones. El psicoanálisis, la filosofía, las teorías de género y los estudios queer posibilitaron, cada disciplina con su especificidad, la inclusión de los afectos como dimensión fundamental en la teoría política. El giro afectivo es una corriente teórico-política que busca problematizar el rol que cumplen los afectos en la vida pública y su operatividad en la gestión, reproducción y continuidad de los dispositivos de poder que organizan las relaciones sociales. 

Además del flujo financiero, el valor del peso y el dólar, el dispositivo de poder afirma economías afectivas, instrumentaliza emociones, administra pasiones que se realizan en la vida social y configuran políticas culturales. 

Hasta hace unos años, partiendo de rígidos estereotipos identitarios, las mujeres eran consideradas “sensibles” en oposición a los hombres “racionales”. La política, cosa de machos, se caracterizaba por lo racional dejando afuera a los afectos amorosos y las mujeres. Ese orden neoliberal, voraz y apropiador, trajo una agenda anímica orientada por la lógica del mercado que convirtió casi toda la vida en mercancía, impuso afectos, pasiones e ideales: la felicidad devino un imperativo, una obligación. 

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“Hay que ser feliz” fue una guía en el camino, que venía con instrucciones y condicionamientos que buscaban la “buena vida”; obviamente se transformó en un modo de disciplinamiento social. “Elecciones felices”, “ama de casa feliz”, “cajita feliz”, “matrimonio feliz”, “vacaciones felices”, “felicidad de Coca Cola”, etc., todas metáforas que asociaban el consumo a la idea de felicidad y éxito individual, que funcionó como un goce masificado y organizó la forma de vida capitalista.

La autoexplotación consumista se fue profundizando bajo la lógica del consumidor-consumido, y, en sentido estricto, no aportó al buen vivir, atenuó angustias ni pacificó los vínculos sociales, sino que, por el contrario, produjo un crecimiento del individualismo y la agresividad; la mentada “felicidad” operó exclusivamente para el capitalista. Los afectos e ideales imperativos –como la enseñanza de la felicidad– fueron técnicas de gobierno de las almas, mecanismos disciplinadores para sostener modos de organización basados en la desigualdad, la explotación y la opresión. 

El neoliberalismo menemista se caracterizó por promover narrativas optimistas con consignas como la de “pizza con champagne”, fomentar la “tinellización” de la cultura y la autoayuda, mientras hacía desaparecer al Estado y nos convencía que la política era cosa del pasado.

Por su parte, el neoliberalismo de Cambiemos prometió la revolución de la alegría, coreografías con globos y cumbia, el taller de la alegría, la motivación, la autoayuda y hasta trajo a Sri Sri Ravi Shankar, fundador de El Arte de Vivir, para que transmita la buena onda. 

En contraposición a la obligación de ser feliz que impuso el neoliberalismo, Perón y Evita, así como posteriormente Néstor y Cristina, plantearon la felicidad del pueblo basada en el amor y la igualdad, no como una obligación ni una conquista individual, sino como un derecho. La responsabilidad fundamental por su cumplimiento recaía en el Estado, a cargo de resolver las tensiones entre los intereses individuales y colectivos. Para llevar adelante esa tarea se requería combatir el egoísmo y sustituirlo por una generosa visión ética, capaz de abrir la posibilidad del disfrute a mayores sectores de la sociedad.

Para que el derecho a la felicidad sea posible, expresó el entonces presidente Perón en la conferencia de clausura del Primer Congreso Nacional de Filosofía en Mendoza, el 9 de abril de 1949, es necesario construir una democracia integrada por miembros politizados sensibles, conscientes de lo social, y no por bestias individualistas poco solidarias.

A partir de la pandemia, la cuarentena, la guerra y el avance del fascismo a nivel mundial, el imperativo de felicidad que había reinstalado el macrismo se debilitó y fue sustituido por el empuje al odio, que reforzó toda una serie de conductas hostiles derivadas de esa tanática pulsión: racismo, clasismo, sexismo, etc.

Del mismo modo que “la solución final” fue un método científico, un cálculo burocrático para el exterminio, pensado y ejecutado por el nazismo con fines de higiene, el actual empuje al odio se impone hipnóticamente desde los discursos de odio proferidos por los medios de comunicación corporativos, y se “vende” como saneamiento racional. 

A través de fake-news, falsos relatos e indignacionismo, los “periodistas” estimulan el “odio saludable” para hacer desaparecer el peronismo y el kirchnerismo, concebidos como el mal de la Argentina. Se trata, afirman, de erradicar el virus peronista, sanar la “parte maldita” de la sociedad: Cristina, los corruptos, vagos, choriplaneros, populistas que “bancamos con nuestros impuestos”. 

En plena batalla cultural, junto con el empuje al odio promovido desde el poder que se expresa y actúa como una forma de vida fascista, está surgiendo desde abajo una resistencia popular afectiva que enarbola el amor, el cuidado y la responsabilidad, tanto del cuerpo, de lxs otrxs y del planeta, como valores comunes y prioritarios.

Tal vez constituya este fuerte movimiento contracultural otra brújula que conduzca a un nuevo orden sensible, capaz de ganar hegemonía.