Somos los sobrevivientes de la cultura neoliberal del descarte, formamos parte de su mayor triunfo: la subjetividad idiotizada, mortificada y angustiada ahora, además, por la pandemia.
El neoliberalismo nos condujo, entre otros males, al individualismo más extremo, el consumo desenfrenado, los trastornos y la medicalización generalizada. Luego la pandemia del coronavirus fue un trauma colectivo que desestabilizó las formas de vida y las identidades de una manera brutal.
Cuando se presenta un acontecimiento violento e inesperado, como fue el virus maldito, se resquebrajan los sostenes imaginarios y simbólicos que estabilizan a la subjetividad. En esos casos, inevitablemente, irrumpe una angustia que puede presentarse como un peligro amenazante o de una manera más irruptiva como una invasión excesiva que desborda al sujeto- desde hace unos años los laboratorios comenzaron a llamar ataque de pánico a esta segunda modalidad.
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En la época pandémica, a pesar de permanecer guardadxs en las casas (ASPO-DISPO), se podría decir que estuvimos a “la intemperie” en soledad, golpeados por la muerte, sin lazos presenciales que amortiguen y tomadxs por la sensación catastrófica del fin del mundo a la vuelta de la esquina. Es innecesario, todxs sabemos, reiterar el inventario de lo que se derrumbó, frustró o perdió a nivel social.
Los cuerpos hablan, la presencia constante de una vulnerabilidad sin velo condujo al actual “encierro voluntario” la desmotivación y el cansancio. Desde el 2020 padecemos la emergencia sanitaria, los muertos, el derrumbe del orden, el cambio en los costumbres y rituales, las crisis subjetivas, laborales y económicas. Aumento de la violencia doméstica, los consumos, las deserciones escolares, la desvitalización y la tristeza colectiva. Hay que sumarle ahora la pérdida de soberanía económica y política que vendrá con el “mejor” de los siempre malos arreglos con el FMI.
¿Qué haremos en un contexto de guerra y un escenario planetario en el que todo se derrumba? Un sufrimiento social desencadenado precisa ser escuchado, acogido y reparado.
El porvenir de una ilusión escrito en 1927, período entre guerras, es un texto en el que Freud refiere al valor de la religión ante el estado angustioso de indefensión. El psicoanalista vienés afirmaba que, ante el terror que provoca la experiencia del desamparo, se precisa alguna religiosidad, esto es, una serie de creencias -agregamos que ellas pueden ser laicas o no necesariamente teológicas-.
Frente a la angustia y la sensación de indefensión desarrollada por los peligros que presenta la vida, la creencia en un padre garante de la protección y estabilidad calma la angustia. Recordemos que el “padre” en psicoanálisis no es una persona ni una deidad sino una función que limita, da sentido e instituye un orden ético del deseo.
Se ha desarrollado una angustia social que debe ser escuchada y alojada, se requiere un plan urgente desde el Estado cuya centralidad esté puesta en el cuidado y la reparación colectiva. La reparación implica que la pulsión vida, el amor, predomine sobre la desintegración que orienta a la pulsión de muerte. También resulta necesario un trabajo de duelo.
Jacques Derrida enfermo, unos meses antes de su fallecimiento, en su último libro Aprender por fin a vivir, se declara un superviviente que nunca había aprendido a vivir porque no acepta la muerte, condición sostiene para lograr ese aprendizaje imposible. Solo es factible aprender del otro y por la muerte del otro. La tarea de todo sobreviviente, es decir, de quien sobrevive provisionalmente al otro, al amigo, consiste, en lo sucesivo, en sobrellevar su desaparici6n, hacer el duelo de la muerte que viene y la esperanza en una fidelidad mantenida. El duelo incluye entonces una política de la transmisión, de la memoria, y de una responsabilidad con los muertos y con las generaciones venideras
Aunque no aprendamos a vivir podemos esperar vivir juntos. Intentar enseñarnos el uno al otro a vivir, en una inquietud compartida.