El último 27 de septiembre el diario La Nación publicó una suerte de “editorial”, atribuida su redacción a “destacados periodistas” del medio. La primera palabra del título ya adelanta su contenido y su objetivo político: ¿Atentado? es esa palabra inicial. Ya sabemos que estamos frente a una mirada negacionista, que reduce -sin ningún disimulo- el fallido intento de asesinato de Cristina Kirchner a una maniobra de la propia víctima con vistas a una autovictimización para obtener ventajas en su situación procesal. Es decir, no se trataría de un intento de matarla sino de un “relato” kirchnerista; más o menos -sugieren- como el que demostró el suicidio de Nisman.
Frente a tamaña interpretación conspiración, podrían esperarse argumentos y pruebas que la fundamenten. Nada de eso: la “prueba” es que en “las encuestas” posteriores hay una mayoría de “encuestados” que opinan de esa manera. De modo que las más mínimas reglas del oficio periodístico (investigación, testimonios, hechos objetivos…) son suplantadas por la “opinión de la gente”, representada en este caso por algunas empresas que investigan la “opinión” pública. Toda una novedad para la ciencia jurídica: una encuesta en el lugar principal del juicio sobre un magnicidio. Es la consagración de algo que viene sucediendo en los últimos años en el país: una denuncia de corrupción contra un funcionario (kirchnerista, claro) se convierte en una certeza mediática que demanda el castigo aún en la carencia de cualquier procedimiento jurídico. Es la dictadura de la opinión pública. Pero resulta, además, que esa opinión no tiene nada de espontánea, tampoco de objetiva. Está alimentada por una maquinaria mediática que bombardea incansablemente las conciencias. Que tiene el semáforo rojo para diferenciar a los “justos” de los “réprobos”. Este poder no democrático de los grandes complejos mediáticos no sería, sin embargo, tan grave si sus libres creaciones de culpabilidades enemigas tuvieran el obstáculo de un poder judicial independiente que juzgara los hechos con la ley y la constitución en las manos. El sistema judicial acaba de desprocesar a D’Alesio y su banda después de que las constancias probatorias de sus delitos fueran ampliamente conocidas por todos los que tuvieron algún interés en el asunto. ¡En cualquier momento La Nación puede titular algún otro de sus libelos “la sociedad cree en la inocencia de D’Alesio”!
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El actual peso de los poderes fácticos, no reglados por ninguna ley, es tendencialmente mortal para la subsistencia del régimen democrático en nuestro país. Son poderes sustentados en las creencias sociales, como si estas creencias nacieran y se desarrollaran en un vacío de poder y de política. Las nuevas tecnologías comunicativas -absolutamente descontroladas en su acción- adquieren y acumulan un poder que está absolutamente al margen de la constitución y de las leyes. Un poder sobre la vida, la libertad, la dignidad y la seguridad de las personas. Todo eso escondido detrás del espejismo de la libertad individual de los ciudadanos.
Mucho más dramático se torna el cuadro si se agrega el interés que la principal potencia regional tiene en la política argentina. Un interés que siempre existió y que siempre actuó -según lo demuestran plenamente los documentos del pentágono norteamericano que revelan -varios años después, claro- los modos en que esta potencia actúa en el interior de lo que -pública e impunemente- llaman su “patio trasero”. A la limitación manifiesta de la vida democrática del país en estas condiciones, hay que agregarle la pérdida de soberanía nacional para que el cuadro se complete. Como nos lo recordaba siempre ese gran cientista y político brasileño, Marco Aurelio García, el proceso de integración regional y soberanía popular-democrática que se desplegó en la región a comienzos de este siglo “coincidió” con las dificultades norteamericanas para interferir en ese proceso, en el contexto de los atentados terroristas en su territorio y la subsiguiente “guerra” declarada unilateralmente por ese país contra cualquier estado que resultase sospechoso de alianzas con los grupos terroristas opuestos a sus intereses.
Hoy la “guerra antiterrorista” no está en el centro de la agenda americana. Su lugar lo ocupa -en lugar central- la competencia geopolítica con China y Rusia y la estrategia de “persuadir” a los países de su esfera de influencia para que no establezcan acuerdos estratégicos con esas potencias. A todo esto, al nuevo embajador de EE.UU. en nuestro país no se le puede reprochar que sus movimientos tácticos se desarrollen en el silencio y el ocultamiento: públicamente sostuvo que la unión de las fuerzas políticas amigas de su país debía hacerse ya. Es decir que puede haber una fuerza mayoritaria amiga de sus intereses antes de las próximas elecciones.
El presidente Alberto Fernández sostuvo, antes incluso de las elecciones que el canal y la radio estatal no debían tener programas políticos. Curiosa autorresticción en el interior de un sistema de medios privados del que podría decirse que no hace otra cosa que no sea política. La política inunda las programaciones de esos medios, incluidos los programas que no se presentan como políticos. Eso es lo que pugna por imponer un régimen político de facto, en el que la última palabra la tienen siempre las corporaciones. El género es de una intensa propaganda política presentada a través de la “inocencia” de ciertas personas que no son “de la política”. Eso es lo que está en la base de los llamados “discursos de odio”. El odio se ha convertido en el arma principal de una coalición política neoconservadora y sometida de modo manifiesto a las grandes cadenas de construcción de sentido imperial.
En nuestro país esa estrategia mediática general y mundial tiene su mira puesta inequívocamente en la creación de un clima de persecución, desaliento y erosión del fenómeno político local surgido en la época de la crisis global de principios de siglo. El kirchnerismo pudo ser tolerado por esta coalición del privilegio y la dependencia mientras transitó el camino de una incipiente recuperación económica que ya había despuntado durante el interinato de Duhalde. Cuando a la agenda local y mundial se incorporaron los temas de las políticas de alianza internacionales y las de recuperación (relativa) de grados de ejercicio de la soberanía con un sesgo claro de justicia social, entonces la tolerancia que el grupo Clarín había prestado al gobierno surgido en 2003 terminó drásticamente. Y no fue el conflicto agrario el primer episodio (aunque sí el principal y decisivo) sino el famoso “caso Antonini Wilson”, claramente utilizado como ariete contra el proceso de integración regional que tenía al gobierno venezolano de Chávez en su centro.
Ahora que ya hicimos la experiencia del macrismo en el gobierno y las graves y duraderas consecuencias que provocó en el país, corresponde que seamos conscientes de la gravedad de la amenaza ante la que estamos. El tipo de país que quiere la derecha es uno que retroceda no solamente desde 1983 (el de la democracia, el de los derechos civiles y políticos) sino que sea capaz de cerrar el capítulo peronista comenzado en 1945. Aquello que el colonialismo y el conservadorismo no consiguieron ni siquiera después de la ordalía de la dictadura de 1976 es la hoja de ruta de la derecha para el futuro próximo. Desarmar la Argentina peronista es la consigna. Y la ruta es la virtual desaparición del derecho laboral y su sustitución por el “libre juego de la oferta y la demanda” que es la superexplotación de los trabajadores. En perspectiva, el triunfo de la coalición conservadora desemboca en una Argentina más sometida al colonialismo externo e interno, aislada de la patria grande y arrojada a un proceso en cuyo interior la democracia no tenga ningún significado.