El lunes pasado, Máximo Kirchner renunció a la presidencia del bloque de Diputados del Frente de Todos por no estar de acuerdo con “la estrategia utilizada” ni “los resultados obtenidos” en la negociación entre el gobierno y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Solemos exigir a nuestros políticos que respeten el verticalismo cuando hacen público un rechazo en nombre de sus convicciones, de la misma forma que les pedimos que defiendan esas mismas convicciones personales cuando, al contrario, apoyan una iniciativa que no comparten, en nombre de la disciplina partidaria. Esta exigencia capicúa se potencia en el caso de una coalición de gobierno, en la que la conducción frente a la cual sus integrantes deberían verticalizarse es colectiva o, como ocurre con el Frente de Todos, cuando su vértice institucional no corresponde al mayor caudal de votos.
También solemos exigirles a nuestros políticos que sus discrepancias se debatan en privado, fuera de la vista de la ciudadanía, olvidando que las manifestaciones privadas siempre preceden a aquellas que se hacen en público, tal como lo explicó CFK en la carta publicada luego de las PASO. Si las contradicciones salen afuera es que no hubo acuerdo adentro.
Es razonable que los desacuerdos manifiestos en el oficialismo preocupen a sus simpatizantes y, siguiendo una tenaz tradición kirchnerista, proyecten futuros apocalípticos. Pero en política los desacuerdos manifiestos son como el haka, esa danza maorí con la que los All Blacks buscan amedrentar a sus rivales antes de cada partido: no es la guerra sino su representación. Los apoyos que recibió Máximo Kirchner muestran, además, que el conflicto va más allá de una cuestión personal y, paradójicamente, puede ayudar a mantener adentro a muchos desilusionados.
¿Existe margen para mejorar el acuerdo presentado hace 10 días por el ministro Martín Guzmán? No lo sabemos, pero una parte de la coalición opina que sí. ¿Una decisión tan fuerte puede llevarse adelante sin riesgos? No, pero reducirla a un capricho personal o a una voluntad destructiva equivale a considerar que la única forma de hacer política es acordar con la propuesta anunciada por el gobierno el viernes pasado.
Tal vez la realidad sea un poco más compleja.
Esta semana, la circulación de cocaína adulterada en el partido de 3 de Febrero de la provincia de Buenos Aires causó más de veinte muertes. Como ya es costumbre, Juntos por el Cambio denunció al gobierno por esos fallecimientos. Para María Eugenia Vidal, ex Gobernadora Coraje orgullosamente bonaerense devenida en porteña orgullosa, la ausencia del Estado sería la causa detrás de las muertes. Al parecer, bajo su gobierno ese Estado controlaba la buena calidad de los estupefacientes ilegales.
El ministerio de Salud de la provincia eligió informar y alertar en lugar de juzgar o discriminar a los consumidores. Un control de daños que representa un gran paso adelante con respecto a las políticas del gobierno anterior, que llenó las cárceles de perejiles y consideraba que demoliendo taperas o decomisando plantines de marihuana con rudos gendarmes con pasamontañas estaba combatiendo al narco.
Más allá del hábito mortuorio opositor, es un caso para volver a debatir sobre la obstinada prohibición a la fabricación y consumo de estupefacientes. La guerra contra las drogas declarada en 1971 por el entonces presidente Richard Nixon sólo obtuvo victorias para los narcotraficantes. Según los reportes de Oficina de Drogas y Crimen de Naciones Unidas, el tráfico de drogas ilegales genera ganancias anuales de unos 650.000 millones de dólares, más de un PBI argentino. Cada vez son más los consumidores y mayores los recursos generados. Como ocurrió durante la ley seca en EEUU, la prohibición genera un Estado paralelo, con recursos que tienden a infinito para controlar policías, jueces o incluso territorios enteros. ¿La legalización de la producción de drogas resolvería todos los problemas actuales? Probablemente no, pero los limitaría al ámbito de la salud pública, como ocurre hoy con el consumo problemático de alcohol, y ya no al de la seguridad. Que los laboratorios Bagó o Bayer fabriquen los estupefacientes hoy producidos clandestinamente permitiría que el Estado regule y controle sanitariamente esos productos y, además, que reciba recursos vía impuestos que hoy financian el delito.
El jueves pasado, un acotado grupo de personas convocado espontáneamente por los medios se juntó frente al Palacio de Tribunales en la Ciudad de Buenos Aires, en defensa de las instituciones y coso. Cada vez que sus organizadores invocan la virtuosa defensa de las instituciones como amalgama de una marcha ciudadana, podemos estar seguros de encontrarnos frente a una iniciativa antiperonista o, como ocurre desde hace casi 20 años, antikirchnerista. No deja de ser paradójico que en esas marchas virtuosas, pletóricas de intenciones republicanas, se escuchen consignas violentas, insultos e incluso deseos de muerte en contra de los líderes kirchneristas.
La marcha multitudinaria organizada el 1 de febrero en reclamo de una justicia democrática fue, en cambio, un “embate contra la justicia” según las crónicas de los mismos medios serios.
Desde hace años, los medios serios han logrado desarrollar un léxico propio, una lengua franca que construye una realidad paralela. En ese reino de Narnia quienes conformaron una mesa judicial para perseguir opositores, en realidad defienden las instituciones; una Gestapo antisindical conformada por los tres poderes del Estado fue una simple reunión de trabajo; endeudar al país de forma insostenible equivale a lograr una “macroeconomía sana”; amenazar a la entonces Procuradora con encarcelar a su hija para lograr su renuncia o desplazar jueces amigos a dedo equivale a consolidar la independencia de la justicia, y el doctor Pepín Rodríguez Simón es un perseguido de esa misma justicia.
Asombros de una época asombrosa.
Imagen: Marcha opositora en defensa de las instituciones y coso (cortesía Fundación LED para el desarrollo de la Fundación LED)