Habló el presidente. Hubo cortes de energía graves e insuficientemente explicados (ni el Estado ni los empresarios responsables dieron explicaciones acordes a la gravedad del caso). Y apareció el nombre central, el de Lionel Messi, un “simple futbolista”. Una foto al lado de Macri, que para algunos comunicadores populares equivalió a la traición histórica. Para “fundamentar” tamaña demasía no se dudó en usar la memoria de Diego Maradona. Una memoria -claro- despojada de claroscuros, inmaculada, inevitablemente asociada al “proyecto político” del periodista del caso. ¿Por qué la furia contra Messi? En este caso es difícil asociarla a la posición militante del número 10. Nadie sabe si existe y cuál es, en el caso de que exista. El hecho del ataque contra el negocio de la familia de su esposa no puede ser desligado de lo que claramente es un operativo de guerra psicológica desestabilizadora. Para seguir la ruta de la operación mafiosa en la Argentina alcanza con revisar dos o tres portales de noticias.
Pero el tema no es Messi sino el mito Messi. Existe un mito cuando una biografía puede ser relatada como el cumplimiento fatal de un destino, como la realización de una voluntad que nos excede en tanto individuos y en tanto sociedad. El mito Messi, el que se consumó con el penal convertido por Montiel, reúne todas las reglas del arte del mito: la singularidad, la excelencia, la belleza, el fracaso, el insulto y la agresión (que incluye a algunos periodistas “del proyecto”). Messi llegó a ser el símbolo de la frustración argentina: jugaba bien en Barcelona, pero no en la selección -aunque no haya ningún jugador de la historia de la selección argentina que pueda comparar sus estadísticas con las suyas-, perdía siempre en las finales, no tenía “garra” en los momentos decisivos.
Pero “eso se terminó” como dice la canción más representativa del pueblo argentino de las últimas -no sé cuántas- décadas. Y eso fue un golpe muy duro a la teodicea del derrotismo anti argentino. Y el fútbol no es un deporte en nuestra patria. Es un muy poderoso símbolo de nuestros orgullos, de nuestros deseos, de nuestras frustraciones. “La tercera” fue mucho más que el resultado de una competencia, fue una meta espiritual que el pueblo alcanzó. Y acá no importa que una parte de la población -sospecho que bastante minoritaria- no le dé demasiada importancia al logro de la selección de fútbol: los mitos no se dejan medir por las encuestas (dicho sea de paso, el mito más pobre e inservible del mundo en que vivimos): ¿cuánto medirían Moreno o Castelli en mayo de 1810 antes del levantamiento patriótico inaugural?, ¿cuánto hubiera medido Perón unos meses antes de octubre de 1945?
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La paradójica ventaja que tenemos los habitantes de este país es que no hay que hacer mucho esfuerzo para descubrir por dónde transita el camino de la antipatria entre nosotros. Con los titulares de un par de matutinos y sus rebotes incesantes en todos los antiguos y nuevos medios de comunicación nos alcanza. Lo que tenemos que lograr es entender de la mejor manera su trama. La foto de Macri con Lionel no es una traición de Lionel, es una construcción de poder, es un intento de usar al futbolista más grande de nuestra historia a favor de sus objetivos. Desde el cómodo sitial de la representación de un público -pequeño pero intenso- cualquiera se puede hacer el guapo y adoctrinar a sus escuchas. Pero es la reproducción de lo mismo. Es el estancamiento, cuya perfección alcanzaron las redes sociales: todo argumento, todo punto de vista, toda crítica, toda cosmovisión, puede ser reducida a una dicotomía. Estás con el kirchnerismo o en contra.
Y ese curso de las cosas pende como una amenaza muy grave para el pueblo argentino, un modo extorsivo y represivo de mirar el mundo y de juzgar nuestra realidad. Claro que para precaverse de esa amenaza no hace falta renunciar a la experiencia política más luminosa de las últimas décadas, ni revisar melancólicamente el camino recorrido. Alcanza con supeditar todo al bien colectivo: “Primero la patria, después el movimiento y después los hombres y mujeres”. Y es posible que ése sea un principio decisivo en los tiempos en los que estamos entrando.
El discurso del presidente puede y debe ser rescatado en esta perspectiva. Alberto no mintió: son muchos los logros del gobierno en muchos aspectos que no deben ser subestimados. Los salarios pierden frente a la inflación, eso no puede discutirse y es el problema principal a resolver en tiempos perentorios. Pero eso no puede ser un dictamen pensado y enunciado “desde afuera”: ¿no hubo circunstancias políticas, no hubo errores tácticos y estratégicos en las fuerzas más y mejor identificadas con la causa popular que permitieron esos retrocesos? Si se esquiva esa discusión, se puede asistir a una conmovedora enunciación de objetivos futuros, pero queda fuera de foco la naturaleza misma de la política: la táctica y la estrategia, la adecuación de los medios a los fines, el reconocimiento de la complejidad y el carácter contradictorio de cualquier discurso que se reivindique “político”. A propósito, una recomendación bibliográfica: el libro “Conocer a Perón” de Juan Manuel Abal Medina.
No sé si la historia se repite o no, aunque me siento en condiciones de argumentar por igual a favor de una u otra ponencia. De lo que estoy seguro es de que tenemos que intentar conocer y profundizar en nuestro pasado. Y probablemente la mejor manera que tenemos de hacerlo es el de no entender el pasado como la lucha de los justos contra los réprobos (cada uno de ellos siempre fieles a sí mismos) sino como una cadena de contingencias, de aleatoriedades, de las que las lecturas militantes puedan obtener fuentes de sentido y de inspiración.