Las infancias son el futuro, pero para ser promisorio e, incluso, para sólo ser futuro necesitan de un presente en que se las considere y se las cuide, misión que corresponde por mandato constitucional al Estado y como imperativo básico -ético y moral- a la sociedad toda.
¿Tan duro e impermeable se ha vuelto el tejido social?
En una cotidianeidad azotada por una lluvia de noticias cercanas a veces a amenazar con un diluvio, que llegan por las más diversas vías hoy multiplicadas por la tecnología que nos provee una cantidad de información que no alcanzamos a procesar y, mucho menos, a tomar cuenta de -o verificar- la fuente en que se originan o la autenticidad que quepa asignarles; junto a la confusión que provocan, suman a la indiferenciación acrítica en que solemos sumirnos.
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Un fenómeno que, en verdad, no debería causar sorpresa cuando una actitud semejante se revela a diario cuando una durísima realidad pasa frente a nuestros ojos y no se registra, no conmueve, no paraliza, sino que queda naturalizada como parte del paisaje humano deshumanizado.
La pobreza extendida que paulatinamente empuja hacia a la miseria, a la indigencia, a la carencia de los bienes y servicios más elementales que provean una existencia digna, se difumina en nuestro estrecho horizonte siempre urgido de compromisos impostergables.
A la inmediato, que sabemos prevalece a lo importante, el mundo comunicacional une lo banal por sobre lo trascendente respondiendo a estrategias de mercado, comerciales cuando no a requerimientos coyunturales de toda índole, incluidos los políticos obviamente.
En esa forma pueden repetirse cien veces en un día imágenes, comentarios u opiniones de una noticia farandulera, como quedar en el rápido olvido episodios o datos conmovedores por la sola expresión en una cifra que, a nadie escapa a poco de pensarla, nos enfrenta a una tragedia inconmensurable en su materialización carnal y que excede los valores estadísticos.
Las demandas inaudibles o simplemente no escuchadas
El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, UNICEF (su sigla en inglés), dio a conocer un relevamiento reciente del cual resulta que más de un 1.500.000 de niñas y niños se van a dormir sin cenar en la Argentina. En un país que, como se jactan las representaciones patronales rurales, posee capacidad de producir lo suficiente para alimentar a 500 millones de personas, pero que no le garantiza ni provee alimentos -a menos del 4% de esa cifra- de quienes que habitan nuestro suelo y padecen hambre.
Lía Méndez, referente del Partido Humanista de Argentina, con motivo del Informe de UNICEF señalaba: “Claramente ni la niñez ni la violencia están en agenda. Vemos a diario desfilar ante nuestros ojos: niños hambreados, desprotegidos, violentados en su esencialidad; despojados del más básico derecho a la subsistencia. Sin embargo, a pesar de la estadística la violencia contra las infancias no se registra, la sociedad no la registra. No se involucra exigiendo respuesta a este gravísimo problema social. Es prioritario exigir el cumplimiento de la ley garantizando el acceso a todos los derechos de niños, niñas y adolescentes. Si la política no lo hace que la sociedad ponga en agenda reducir la brecha de desigualdad social.”
El Gobierno nacional en su mensaje por el “Día de las Infancias”, al que volvió a designar como “Día del Niño” haciendo abstracción de los avances logrados en años de lucha por una mayor inclusión con perspectiva de género y de diversidades que tanto impactan -precisamente- en las etapas de desarrollo de la niñez y la adolescencia, manifestaba el deseo de que “crezcan en un ambiente sano y seguro, lejos de quienes promueven la ideología de género”.
Un “deseo” oficial que, junto al anacronismo que supone la potenciación de la impronta patriarcal, denota un cinismo indecente en su declamado anhelo de dotar de sanidad y seguridad a quienes están fuera de toda consideración en las preocupaciones mercantilistas y fiscalistas que proclaman los que conducen -y destruyen desde adentro- el Estado.
Ninguna de las medidas adoptadas por el Gobierno nacional ha procurado ni tendido a sostener la salud y la educación pública, menos a poner freno en esos ámbitos a los aumentos dispuestos por los efectores o gestores privados que arrastran a una mayor exclusión en el acceso a servicios de esa índole.
El mega Ministerio de “Capital Humano”, vaya un nombre que revela el mercantilismo mileista, en que se fundieron ex carteras de Estado (Trabajo, Educación, Mujeres y Diversidades, Cultura y Desarrollo Social del cual depende la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia) en manos de quien ha demostrado carecer de toda experiencia y capacidad para gestionar, no registra el impulso de política pública alguna que se corresponda con los mínimos objetivos inherentes a las áreas bajo su órbita.
Sin ser la única muestra de la negligencia alarmante de la ministra Pettovello, pero sí elocuente en cuanto al nivel de perversidad que la anima en sus actos y omisiones, continúa sin ejecutar Programas básicos e impostergables a su cargo como el de la distribución de alimentos que, por millones de toneladas, acumula en depósitos sujetos al inminente riesgo de vencimiento y a pesar de los emplazamientos judiciales que recibiera por tal motivo. La excusa, inexcusable, es que se quiere dar transparencia a esos Programas y terminar con corruptelas en las intermediaciones para llegar a destino (comedores barriales, merenderos, organizaciones e instituciones civiles o religiosas de asistencia popular).
Pues bien, aún cuando así lealmente se pretendiese e incluso si estuvieran comprobadas desviaciones en los canales de distribución, no se advierte esfuerzo alguno por encontrarle nuevos cauces ni iniciativas serias para dar con los responsables de esas maniobras. Pero, mediando o no acciones de ese tipo, en ningún caso se justifica la paralización virtualmente total en la asistencia alimentaria, porque lo que está en juego es mucho más trascendente que los eventuales perjuicios -o reproches- devenidos de irregularidades o ilícitos semejantes, es la existencia en términos de -literal- sobrevivencia de personas notoriamente vulnerables.
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La inflación en julio de 2024 fue del 4 % con lo que la suba de precios alcanzó en los últimos 12 meses el 263,4 % (según el INDEC), mediciones que surgen de precios promedios de bienes y servicios ponderados, que cuando se traducen a aquellos que conforman los insumos familiares básicos denotan un incremento sensiblemente mayor que detectan nítidamente nuestros bolsillos.
La destrucción de puestos de trabajo en los últimos 8 meses supera los 350.000 en el sector del empleo formal (público y privado), que ilustra sobre el impacto mayor adicional que sufrió la desocupación en los sectores informales o informalizados (por relaciones de empleo marginales o no registradas), con los consiguientes efectos negativos en los ingresos de la población y su incidencia directa en la capacidad para satisfacer necesidades básicas de consumo.
No son los llamados “planeros” los que conspiran contra la cultura del trabajo, ya que se trata de aquellos que han sido expulsados del sistema en un momento histórico determinado y que las crisis recurrentes han ido acumulando, como una suerte de capas geológicas, creando un terreno fértil para que políticas neoliberales como las actuales insistan en constituirlos en la base de una pobreza estructural.
Se trata de los que en su enorme mayoría han sido empujados a ocupar ese lugar subalterno de exclusión social, pero que sueñan con alcanzar un ingreso regular por medio de un empleo, aunque, por pura necesidad, estén dispuestos a cualquier tipo de trabajo y que, en función de nuevos paradigmas deslaborizadores, son tentados a convertirse en precarios emprendedores alentados por aspiraciones de equipararse con los “modelos exitosos” ubicados en el vértice de la pirámide social.
Ahora bien, sin los magros “planes” vigentes, uno de cada cuatro de sus beneficiarios habría caído en la indigencia, que creció un 11% en el primer trimestre de 2024; lo que debe considerarse, teniendo en cuenta que más de un 20% de las personas que habitan nuestro suelo se hallan sumidas en condiciones de extrema vulnerabilidad.
Los “planes”, sin embargo, sólo amortiguan los impactos en los sectores de pobreza extrema, ya que sus efectos son mínimos en orden a la pobreza en general que asciende a un 55% de la población y que, se estima, sin los “planes” se elevaría a un 55,4%.
Según datos extraídos de la EPH (Encuesta Permanente de Hogares – INDEC), en la Argentina el empobrecimiento denota también una seria incidencia en las capas medias bajas, cuya caída en la pobreza se advierte en términos estadísticos y de consumo por deterioro de los ingresos, que no resulta factible compensar con más trabajo.
En realidad, son las clases dominantes y sus personeros los que subvierten la cultura del trabajo, catalogando de “emprendedores” a los que amasan grandes fortunas -con frecuencia contando con riquezas heredadas como punto de partida- y, también, a los que entusiasman con seguir sus pasos a pesar de saltar a la vista la distancia que los separa de esa meta, distancia generalmente insalvable.
Son esos mismos que ponen el mote de “colaboradores” a las personas que trabajan bajo su dependencia, tratando de reemplazar con ese eufemismo su verdadera condición e identificación social como “trabajador”.
El trabajo desde esa perspectiva ideológica deja de ser un ordenador social, el camino hacia horizontes más o menos lejanos pero que en su recorrido permite alcanzar distintas estaciones proveedoras de dignidad y disfrute (salud, educación y formación profesional, vivienda, turismo, esparcimiento, progreso laboral y mejoras salariales).
En el mientras tanto, la Política y la institucionalidad democrática se degradan a ojos vista siendo la comidilla que los medios hegemónicos de comunicación alternan con escándalos de la farándula o exabruptos pronunciados alrededor del mundo del deporte con especial centralidad en el fútbol.
Los internismos se fagocitan las ideas fuerza que deberían primar como emergentes de las doctrinas partidarias, con absoluto desdén por definir agendas que involucren las demandas ciudadanas que, por cierto, también exhiben un empobrecimiento alarmante. Todos los partidos están alcanzados por esas desviaciones que alimentan la antipolítica, sin que las oposiciones “amigables” ni, particularmente, las que asumen un rol claramente antagónico promuevan proposiciones ni renovadas dirigencias y estrategias, indispensables para constituirse efectivamente en una alternativa.
Esas prácticas canibalescas se profundizan en el partido gobernante, cuya gravedad es mayor dadas las responsabilidades que el electorado le ha confiado en las elecciones de 2023, llegando a extremos que emulan escenas propias de novelas conventilleras o prostibularias.
No se puede ser neutral y menos indiferente
El gran poeta mendocino, Armando Tejada Gómez, penúltimo de los 24 hijos que tuvieron Lucas Tejada y Florencia Gómez, supo desempeñar múltiples oficios desde su más tierna infancia, entre ellos como lustrabotas y canillita. Autor de una poesía (Canción para un niño en la calle), que Mercedes Sosa inmortalizó con su incomparable voz e interpretación en la década del 60’ y que los más jóvenes identificarán por una nueva versión, transcurridas más de tres décadas, que grabara junto a Calle 13.
Un extracto de sus versos se ajusta totalmente a esa realidad desatendida a la que se viene haciendo referencia:
“A esta hora exactamente, hay un niño en la calle...
… Es honra de los hombres proteger lo que crece, cuidar que no haya infancia dispersa por las calles, evitar que naufrague su corazón de barco, su increíble aventura de pan y chocolate
… Pobre del que ha olvidado que hay un niño en la calle, que hay millones de niños que viven en la calle y multitud de niños que crecen en la calle
… Mirándonos a todas con fábula en los ojos, un relámpago trunco les cruza la mirada, porque nadie protege esa vida que crece y el amor se ha perdido, como un niño en la calle “
Es oportuno que nos preguntemos, si pasáramos hambre, hambre de verdad no simple apetito o el efecto de un corto ayuno: ¿hasta dónde estaríamos dispuestos a llegar? O mejor aún: ¿qué no estaríamos dispuestos a hacer?
A esa interpelación como padecimiento personal deberíamos añadir esos mismos interrogantes, pero, frente a una situación tan extrema que afectara a nuestros hijos e hijas.
Cualquiera fuese nuestra postura ideológica, filosófica o religiosa y más allá de las especulaciones que hiciéramos sobre las causas y responsabilidades que deparan una realidad como la que describe la UNICEF y esas otras que se desprenden de frías estadísticas económicas, si nos respondemos con sinceridad aquellas preguntas, no puede albergarse duda sobre la urgencia de reclamar respuestas inmediatas y claramente factibles para satisfacer necesidades tan urgentes. Esas que, como el hambre, no pueden esperar.