La palabra “traición” vuelve a ocupar un lugar en la discusión política argentina. Es normal que así sea cuando en la discusión de cuestiones cruciales para nuestro futuro colectivo vuelven a aparecer los argumentos de la “gobernabilidad” y de la “razonabilidad” política frente a un gobierno que ganó en términos constitucionalmente válidos su derecho a ejercer como tal. Sin embargo, la apelación al argumento de la traición encierra un grado importante de negación de la naturaleza de la política, tal como ella se muestra en las llamadas “democracias parlamentarias”. La nuestra no lo es, sino que es presidencialista; sin embargo, la división de poderes tiene como consecuencia necesaria la exigencia de un poder legislativo con capacidad de control respecto del presidente. Y el control es siempre un argumento de poder. Los protagonistas, en consecuencia, pasan a ser diputados y senadores que actúan bajo su propia responsabilidad: no son ejecutores de programas partidarios sino actores políticos legitimados por el voto que no tienen obligación legal alguna de atenerse a programas o mandatos colectivos. En palabras fuertes: el legislado vota “como quiere”. Quien rechace esta realidad está obligado a militar por una constitución “parlamentarista”, en algunas de cuyas variantes el voto negativo a una moción gubernamental puede activar el movimiento de la caída del gobierno y el llamado a nuevas elecciones. Es decir que en la materia no hay soluciones perfectas: quien quiere evitar el manoseo de la voluntad popular por la vía de la “libertad” del voto de los parlamentarios tiene que estar dispuesto a un régimen que tiene muchos problemas a la hora de asegurar la “gobernabilidad” de un sistema político.
Pero más allá de estas cuestiones politológicas hay una cuestión esencial de orden político. La lucha política no obedece a razones estrictamente “morales” en los términos en los que solemos hablar. Suena muy fuerte, pero es un hecho que la política no funciona “sin traiciones”. Digámoslo fácilmente: es difícil imaginar la independencia nacional sin la “traición” de San Martín a su condición de militar de la corona española. Es igual de difícil imaginar el tiempo “kirchnerista” sin la negación a cumplir los comproisos con Duhalde. Y ningún cambio trascendente es imaginable sin la autonomía de la política en su relación con la ley: por lo pronto la “prohibición de la traición” es incompatible con la revolución, sin la traición el viejo régimen tendría moralmente prohibido el pasaje histórico al nuevo.
El argumento moral llevado a sus extremos es profundamente conservador en su esencia. Toda la cuestión política puede llegar a resumirse en este problema. ¿Tienen los partidarios de un cambio profundo en la Argentina que adoptar una posición irreductible a favor del cumplimiento de los compromisos? ¿Puede un partido o un frente político agruparse en torno al magno principio del “respeto por los acuerdos”? Si tal cosa pudiera existir no haría falta la política. Todo se resumiría en una constancia estadística, casi reductible a la manía endiosadora de las encuestas. Si ese fuera el destino de la democracia, habría que hacerse cargo de una consecuencia profundamente conservadora y, en última instancia, radicalmente conservadora. Es decir, la publicidad reemplazaría a la política: lejos de la moralización del voto y del sistema de gobierno estaríamos consagrando el poder del dinero sobre el sistema político.
De lo que estamos hablando no es de abstracciones vacías. Estamos hablando de la discusión de las propuestas de reconversión radical de nuestra política en la dirección de un alineamiento incondicional con el rumbo que propone Estados Unidos y su frente político: el de fortalecer el mundo unipolar, el de colocar a la Argentina como un componente (en última instancia insignificante) de un orden que excluya el ascenso de nuevos actores y nuevos intereses en el interior de la organización del poder mundial. La lucha por un orden multipolar, regionalista, defensor de la soberanía y de la paz mundial es lo que está en juego. Y es un juego sin atajos: no hay orden político, constitucional y legal que pueda defenderse sobre la base de legislar en contra de la traición. El único modo de imaginar -y construir- una base de sustentación a ese nuevo lugar de nuestra patria en el mundo es a través de la política y no de las censuras “morales”. Si hoy estamos en esta instancia difícil -y muy peligrosa- no es por el “declive moral de la clase dirigente” como sugiere el escandalismo antipolítico. Lo que nos afecta es un retroceso político. Y el único modo de recuperarnos pasa por la política.
Por supuesto que esto no significa la renuncia a denunciar con toda intensidad las prácticas acomodaticias de un sector importante de la política partidaria. Claro que es justo y obligado el repudio moral intenso y sin vacilaciones de quienes hacen de sus recursos institucionales obtenidos gracias al respaldo del pueblo un coto de caza de sus negocios y de sus ventajas personales o de grupo. Pero la lucha no está exclusivamente en el terreno moral, aunque la incluya necesariamente. El fondo del problema es político. Lo que hoy permite la manipulación mañosa y mezquina de los votos sobre las contra reformas neoliberales es la debilidad de la política popular; la laxitud de los compromisos públicos de muchos actores políticos. Este proceso no nació ahora; lo precede la amarga experiencia de los años noventa durante la cual la más importante de las expresiones políticas populares argentinas devino en una maquinaria puesta al servicio de un rumbo del país que no era muy diferente a aquel al que ahora se nos convoca. Y esto debe ser asumido, porque en caso contrario la “traición” puede convertirse en una desgraciada normalidad de la democracia argentina.
En última instancia la cuestión se resume en los costos de la traición. Si estos se diluyen -o simplemente desaparecen- la política no solamente se debilita moralmente, sino, lo que es principal, pierde su condición de recurso esencial para defender un mundo digno de ser vivido. Y pasa a ser una fuente de recursos económicos como cualquier otra. La discusión en el senado del proyecto regresivo y antinacional enviado por el poder ejecutivo es un test para la democracia argentina. Y su resultado -provisorio en última instancia- tendrá como valor principal servir de test del estado de nuestra democracia. Y en cualquier caso, la lucha por la justicia, la soberanía y la independencia seguirá.