El resultado electoral del domingo pasado en Brasil confirmó una tendencia que viene siendo muy fuerte en las últimas elecciones en América del Sur: segundas vueltas electorales muy parejas, definidas por detalles, en contextos de campañas electorales en los que la diferencia de programa entre los contendientes es sustancial.
El 11 de abril de 2021 aconteció la segunda vuelta electoral en Ecuador, en la que Guillermo Lasso se impuso contra Andrés Arauz con el 52,36 por ciento de los votos, frente al 47,64 por ciento de su contrincante. El 6 de junio de ese año tuvo lugar la segunda vuelta electoral en Perú, donde Pedro Castillo se impuso a Keiko Fujimori con el 50,13 por ciento de los votos válidos, contra un 49,87 por ciento de su oponente. En Chile la distancia fue un poco mayor. En la segunda vuelta electoral del 21 de noviembre, Gabriel Boric se impuso a José Kast con el 55,87 por ciento de los votos, contra el 44,13 por ciento. Ya en 2022, en Colombia, Gustavo Petro obtuvo el 19 de junio el 51,57 por ciento de los votos, contra el 48,43 por ciento de Rodolfo Hernández. Por último, el pasado 30 de octubre Lula Da Silva se impuso contra Jair Bolsonaro con el 50,9 por ciento, contra el 49,1 por ciento de su contendiente.
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En los cinco casos, las fuerzas de izquierda (derrotadas en el primer caso, vencedoras en las siguientes cuatro) consistieron en alianzas heterogéneas, integradas por múltiples sectores y partidos políticos. En general, pero enfáticamente en los casos de Chile y Colombia, se trató de coaliciones novedosas que hicieron pie en las masivas protestas sociales de 2019, poco antes de la irrupción de la pandemia. En Brasil y Ecuador se trató de estrategias ancladas estructuralmente en las organizaciones políticas que lideraron los procesos transformadores durante la primera década del siglo XX y que, además, compartían la triste cualidad de que sus dirigentes habían sido descarnadas víctimas del lawfare. El de Perú es un caso relativamente excepcional, debido a que la conformación institucional del país, signada por un parlamento poderoso y un sistema político fragmentado, ha dado cuenta de la inestabilidad tanto de la investidura presidencial como del propio sistema de partidos. Lo que podemos afirmar con claridad es que en todos los casos se trató de propuestas de izquierdas y centroizquierdas profundamente moderadas, autopercibidas débiles, y que, en los casos en los que fueron vencedoras, decidieron consagrar las conducciones económicas a académicos también moderados o que pudieran ser bien recibidos por “los mercados”. En cierto sentido, un análisis similar podría hacerse de la experiencia electoral del Frente de Todos en 2019, con la diferencia de que esta coalición heterogénea tenía un significante político y organizativo común (el peronismo), pero la designación de Guzmán puede entenderse en la misma línea de las designaciones de Mario Marcel en Chile o José Antonio Ocampo en Colombia.
Las derechas (ganadora en el primer caso, perdedoras en los cuatro siguientes), en cambio, mostraron un recorrido más homogeneizante, aun con sus diferencias, que da cuenta del cambio político más trascendental de Latinoamérica en la última década, pero que también encuentra su expresión en otras regiones: el surgimiento de una extrema derecha que se define como rebelde o antisistema, que desconfía de los partidos e instituciones tradicionales, que es abiertamente ideológica -e incluso utiliza el mote “derecha” para autodefinirse- y que apela a una militancia popular que aleje los fantasmas del comunismo. Es una derecha que, entre otras consignas, se ha levantado fuertemente en contra de la identidad de género, la interrupción voluntaria del embarazo, la educación sexual integral -todo ello definido como ideología de género-, que ha apelado a la movilización de colectivos nucleados en las iglesias evangélicas y que se ha permitido unificar estos mensajes conservadores con una retórica económica expresamente librecambista, donde la posible tensión entre un liberalismo económico y un conservadurismo moral y político quedaría resuelta en el llamado a derribar al poder fáctico principal: el Estado, el cual incurriría simultáneamente en prácticas económicas intervencionistas ruinosas y en adoctrinamientos morales que buscan desviar los cauces sociales de los naturales. Es más: en algunos casos, estas derechas han llamado abiertamente a la movilización miliciana armada, siguiendo el camino que peligrosamente inaugurara en Estados Unidos Donald Trump.
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Desde ya, estas nuevas derechas no son hegemónicas ni mucho menos aglutinantes de todas las derechas latinoamericanas. El neoliberalismo en la región fue promovido por dirigentes, partidos, instituciones y organizaciones que conformaron un discurso que se volvió dominante a partir de la desideologización y la desmovilización política y que, al mismo tiempo, elevó el carácter ético de las organizaciones no gubernamentales y las grandes corporaciones empresarias, supuestamente ajenas a la política. Es decir, se caracterizó por generar una simbiosis entre el mundo empresarial y el mundo de la política, enfatizando en la idea de que un buen gobernante es aquel que sabe gestionar, y quién mejor para esa tarea que quien tiene experiencia gestionando el capital privado. Algunos referentes de ello son Sebastián Piñera, Mauricio Macri o el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso.
Durante el último lustro -y potenciado por una pandemia que permitió darle más visibilidad a la derecha antisistema que, entre otras consignas, rechazó las campañas de vacunación- las derechas se han visto envueltas en una importante tensión entre sus ramas institucionales y extremas -también, a veces, definidas como populistas-. En países con derechas institucionales consolidadas, las extremas no tuvieron otra opción que negociar espacios en frentes electorales o gobiernos que no comandaron (como el caso de Uruguay). En países con derechas fragmentadas, o con tambaleantes experiencias de gobierno (como Brasil, Bolivia o Chile) las extremas se impusieron. En el caso de Bolivia, el medio fue un golpe de Estado que nunca pudo legitimarse socialmente y cayó duramente derrotado en las elecciones del año siguiente. En Brasil y Chile las candidaturas de Jair Bolsonaro y José Kast se impusieron, en el primer caso a la fragmentación de los partidos tradicionales y en el segundo a la debacle de la popularidad de estos tras la segunda presidencia de Piñera. En 2018 Bolsonaro obtuvo la presidencia contra una oposición de izquierda muy debilitada. Esta semana se frustró su sueño de reelección contra una oposición mucho más organizada y encabezada por su líder más popular.
La ciencia política tradicional suele dividir los sistemas de partidos polarizados en dos variantes: cuando se trata de una polarización de extremos, donde el centro es ocupado por fuerzas debilitadas, la dinámica política tiende a ser centrífuga y tiende a una polarización cada vez mayor y a diferencias irreconciliables; cuando, por el contrario, se trata de una polarización de moderados, esta se vuelve centrípeta, en tanto los distintos partidos buscan captar al votante medio y las diferencias entre ellos tienden a hacerse más pequeñas.
El escenario sudamericano de los últimos años da cuenta de una situación extraña, que no se ajusta a ninguno de los modelos descritos en el párrafo anterior. Se trata de una polarización asimétrica, donde uno de los polos juega al extremismo y el otro a la moderación. La primera consecuencia, apelando a figuraciones geométricas, es que el centro se ha corrido a la derecha. Pero es el centro del sistema de partidos expresado en las contiendas electorales el que se ha corrido, no la política en general ni mucho menos la sociedad civil. O al menos no en todos los casos o de la misma manera,
Es decir, en los últimos años vienen ganando las elecciones coaliciones de izquierdas moderadas, plurales, condicionadas, contra derechas extremas y recalcitrantes, Claramente la alternativa filofascista se ha vuelto atractiva para una parte significativa de la ciudadanía, y esto se ha generalizado en toda la región. Sus derrotas son alivios necesarios, pero el devenir sigue siendo una incógnita. El desafío de los gobiernos progresistas o de izquierdas ha de ser la consolidación de proyectos capaces de disputar no solo las elecciones, sino también los sentidos comunes y legitimidades sociales, a fin de desarticular el avance de fuerzas políticas abiertamente violentas, discriminatorias y muchas veces antidemocráticas.