Con total naturalidad se da por imposible que el juicio político al presidente de la corte termine con su destitución. ¿Qué significa este extraño consenso? Significa que para la representación parlamentaria de la derecha argentina los hechos reales no tienen importancia: una mayoría disciplinada puede perfectamente ignorarlos. No es la única complicidad que ha salido a la luz entre la coalición de derecha y el ocultamiento de graves hechos de corrupción, cuyo pleno esclarecimiento es así mismo problemático bajo la hegemonía judicial de los veraneantes de Lago Escondido.
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La experiencia histórica argentina es abundante en hechos que, negados en su momento, aparecen innegables con el tiempo: el terrorismo de Estado de la última dictadura y las responsabilidades en la matanza en pleno centro de Buenos Aires en septiembre de 1955 son casos de rescate de la verdad histórica. Claro que el reconocimiento historiográfico de los hechos no les devuelve la vida a las víctimas. Pero a lo que sí puede contribuir el esclarecimiento histórico es a construir una trama de interpretación de los hechos funcional a la conquista de una democracia más sólida y al conocimiento del tipo de comportamiento característico de las clases dominantes. De la justicia real no se ocupa la historiografía: es asunto de la política.
Parece entonces que una vez más la consigna de “verdad y justicia” reaparece en el centro de nuestra escena política. Y reaparece agravada. Porque la constelación mediática dominante en Argentina ha alcanzado un grado de dominio sobre el problema de la verdad que habilita una nueva mirada: más realista, más dramática, en definitiva, más política. En los años del actual gobierno ha habido una reivindicación sistemática de la experiencia del gobierno de Alfonsín, el primero después de la dictadura. Para matizar esa reivindicación hay que decir que ese gobierno instaló en la opinión popular la importancia de la libertad política: supo decir don Raúl que quien no distinguiera la democracia de la dictadura en América Latina no podría distinguir la democracia de la dictadura.
Esa perspectiva es un jalón importante de nuestra recuperación democrática; pero no puede obviarse que tras el objetivo declarado de no permitir una nueva experiencia autoritaria se practicó una línea de concesiones a los herederos del régimen criminal de Videla y los suyos y se terminó concediendo a sus herederos una especie de protección hacia el futuro.
El problema que la democracia -ni la experiencia de Alfonsín ni su recuperación por el actual presidente- no alcanza a resolver es cuál es el “huevo de la serpiente” de los proyectos autoritarios en nuestro país. No se llega a ese punto porque prima una crítica moral de los crímenes de esos proyectos autoritarios. No es la maldad intrínseca de los actores políticos argentinos “en general” lo que impide la construcción de un país pacífico y democrático. La razón está, como siempre, en la cuestión del poder, en quién ejerce el poder. Y es, por lo tanto, una cuestión constitucional: cómo se construye un régimen de ejercicio real y efectivo de los derechos de ciudadanía, cómo se asegura una distribución de recursos (de salarios, de ingresos en general, y también de acceso a la toma de decisiones).
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Aquí aparece la cuestión central, la de la compatibilidad práctica entre la inédita concentración de recursos en las manos de una porción ínfima de los habitantes (en Argentina y en todo el mundo) mientras la gran mayoría de las personas vive problemas que son más característicos del capitalismo de antes de la segunda guerra mundial que de este principio de siglo en el que se expanden los recursos técnicos y humanos capaces de asegurar una vida digna a todos los habitantes del planeta. Argentina forma parte de esa involución histórica: el régimen de tenencia y explotación de los recursos que vienen de la tierra ha atravesado diferentes etapas, pero el curso de esa desigualdad -medido en lapsos de tiempo relativamente largos- no ha dejado de profundizar la brecha de las oportunidades de vida de los más favorecidos respecto de los que han perdido en la puja.
Tanto en Argentina como en el mundo ha habido situaciones excepcionales que han corregido esas tendencias de largo plazo: el surgimiento de los “estados de bienestar” en la segunda posguerra (del cual Argentina formó parte desde la primera victoria peronista) y el proceso de recuperación de niveles de justicia social posterior a la crisis inmediatamente posterior al cambio de siglo vividos en el país y en la región en los que participamos junto a otros países hermanos de la región son momentos excepcionales dentro de esa tendencia. Pero tanto en el país como en la región estamos en el interior de una circunstancia crítica: el proceso de movilización popular no permitió estabilizarse a los Macri, a los Bolsonaro, ni a la corruptocracia peruana y boliviana; sin embargo, no está tan claro como en el tiempo de los bicentenarios sudamericanos nuestro rumbo histórico.
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La decisión del presidente argentino de impulsar el juicio político al presidente de la corte es una decisión muy valiente que habría tenido más sentido de ser tomada en momentos de fuerza propia y debilidades ajenas, eso difícilmente pueda ser discutido. Pero la política no permite manipular el reloj hacia atrás: estamos ante una situación nueva por la decisión del gobierno y por el tipo de respuesta de la representación política de la derecha. Las escuchas telefónicas conseguidas ilegalmente no pueden ser habilitadas como prueba suficiente de la comisión de hechos delictivos. Pero sí pueden ser profundizadas por medio de una investigación que respete todas las fórmulas del derecho de defensa en juicio (las mismas que fueron violentadas impúdicamente en el “juicio por la obra pública” contra Cristina Kirchner).
La afirmación de que el juicio político a Rosatti es un agravio a la democracia no es un error: es una desvergüenza mayúscula que revela la promiscuidad en el interior de las clases más poderosas y su representación política. Ahora, es cierto también que la posibilidad para esta desvergüenza está de algún modo habilitada por la actual constitución nacional que de algún modo permite que la ley sea aquello que los jueces digan que sea. La absurda toma del poder perpetrada por jueces pletóricos de pruebas de su absoluta falta de lealtad con la ley y la constitución exige, justamente, una mirada constitucional.
Hoy funciona un régimen político en el que cuatro ciudadanos varones se declaran en el poder de controlar la vida política del país. Les permite modificar leyes aprobadas por el Congreso e instalar otras leyes ya derogadas, convenientemente interpretadas a favor de su propio poder corporativo. Les permite tomar el poder del consejo de la magistratura (en este caso en violación de la constitución que no le da a la corte suprema ningún poder sobre ese instituto). Y también les permite manipular posiciones en la justicia federal a favor de su propia tropa. Que, en realidad, tal como lo revelan las escuchas a las que hoy accedemos, son la propia tropa del grupo Clarín y de terratenientes británicos que usurpan tierras argentinas.
El olor a podrido supera lo soportable. Es una necesidad rodear el juicio político a los usurpadores del poder de la constitución de la movilización popular. Podría convertirse así -independientemente de sus logros reales- en el comienzo de un nuevo “nunca más”. Por ahora, la derecha macri-larretista se ha arrojado sobre los explosivos (también en defensa propia por todas las marcas mafiosas de sus propios pasos que han quedado a la vista de todos). Pero la cuestión central será el clima político que rodee a la cámara de diputados en los días que vienen. De eso dependerá el futuro inmediato, no solamente del poder judicial sino de la democracia en Argentina.