Los tiempos políticos argentinos han sufrido una fuerte aceleración. Milei ha decidido seguir la línea que sostiene Macri. Cuando Vargas Llosa le preguntó al multimillonario cómo sería un nuevo período de gobierno suyo, dijo “lo mismo que el anterior pero más rápido”. No pudo ser su presidencia, pero le quedó una importante influencia en la política neoconservadora argentina, lo que grafica de modo muy claro el poder del dinero y de las influencias que éste habilita en la suerte de determinadas jugadas políticas. Para pensar: la potencia de la fortuna y las influencias empresarias del ex presidente le facilitaron la obtención de un lugar visiblemente importante en esta etapa política del país, pero no le alcanzaron en la batalla política ideológica que sostuvo contra Riquelme y que terminó en una imagen lastimosa para Macri.
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El “segundo tiempo” de Macri se puso en marcha, aunque en condiciones muy diferentes a las que él suponía y a las que hubiera deseado. Se interpuso la vertical caída de su propia intención de voto y la vertiginosa carrera política de Milei. Averiguar quién de los dos es el que ha determinado el rumbo de lo que estamos viviendo podría tener cierta importancia, pero relativa. Porque la política une o separa a sus personajes sobre la base de condiciones que no siempre dependen del proyecto ideal o de la ambición personal que los anima. Es cierto que Macri y Milei pertenecen por igual a la “casta” de los representantes de los intereses estratégicos de Estados Unidos en la Argentina; pero eso no lo explica todo: bien podría ser que la consecuencia de esa “coincidencia” fuera una pelea a muerte por la condición de “primus inter pares” del colonialismo en la Argentina. Y no puede descartarse que en algún momento esa pelea estalle. Pero los dos saben que hoy se necesitan mutuamente: el pragmatismo neocolonial y favorable a los más poderosos de la Argentina los une, sin embargo la ambición de poder personal es un reflejo condicionado de la casta con el que hay que contar.
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Lo cierto es que asistimos a un cambio de velocidad de la política: pocos días después de una elección que produjo un giro intenso e imprevisible en la vida política del país ya hay una nueva configuración de la lucha política o, por lo menos, una insinuación de ese cambio. Hay dos realidades que ayer no existían: una es el lanzamiento de un programa “institucional” del gobierno de Milei que, en la práctica tiene el huevo de la serpiente de un cambio de régimen político en el país. Es interesante la diferencia: cuando Macri asumió en 2015 también se encaminó hacia un cambio de régimen; pero lo hizo esquivando el abordaje frontal de la transformación. No hubo en ese momento un avasallamiento frontal del Congreso; el camino fue el reforzamiento del rol sistémico de la Corte Suprema a favor del desquicio institucional. Hoy de lo que se trata es de imponer una nueva constitución de facto. El decreto de necesidad y urgencia y los proyectos de ley enviados al Congreso son, de modo muy ostensible, un intento de cambio de régimen político en Argentina. Un cambio que comporta la derogación de facto de uno de los pilares de la carta magna liberal aprobada en 1853. El artículo 29 de la constitución aún vigente dice que la atribución de la suma de facultades extraordinarias y la suma del poder público al poder ejecutivo nacional llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que la formulen, consientan o firmen a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria. ¿Tiene vigencia ese artículo de la constitución? ¿Ha sido derogado de facto? Sería muy interesante una intervención de la Corte suprema al respecto.
El atropello del ejecutivo a la Constitución es, desde ya, una cuestión política grave. Pero la cuestión principal es la dinámica política que desata. No será en las sedes judiciales (exclusivamente) donde se defina la crisis institucional en la cual está entrando visiblemente el país. La decisión de amplios y diversos sectores sindicales de enfrentar en la calle el engendro anticonstitucional es un hecho de extraordinaria importancia. Estamos en las vísperas de un choque entre la voluntad del gobierno de imponer un proyecto económico a medida de los sectores más concentrados y parasitarios de la Argentina y la iniciativa del movimiento obrero -a la que se sumará, con seguridad, un amplio espacio social popular agredido por la prepotencia del gobierno y los grupos económicos por él protegidos. Es, además un momento muy oportuno para abrir y profundizar la discusión sobre el rol del movimiento obrero organizado en la vida político-institucional del país. El aparato de propaganda hegemónico viene trabajando desde hace décadas en el objetivo de situar a los sindicatos en el lugar del mal absoluto. Se ha logrado estigmatizar a sus dirigentes y, por esa vía, abrir paso a una ofensiva que modifique la vida política y social a favor de la absoluta impunidad de los poderosos. Se critican los sesgos burocráticos, personalistas y antidemocráticas de los sindicatos, como si las cámaras empresarias fueran ejemplares en las prácticas de las democracias y la “circulación de las élites”. Claro que hay que impulsar a fondo la democracia sindical, facilitar el surgimiento y desarrollo de nuevas camadas de dirigentes, castigar prácticas mafiosas y contrarias a los intereses de los trabajadores. Pero, ¿cuál es la autoridad de los dirigentes empresarios de los medios de comunicación, de los grandes monopolios que manipulan los precios y el abastecimiento como modo de agrandar sistemáticamente sus tasas de ganancias?
El hecho es que vamos a una jornada de lucha contra el atropello de los grandes empresarios protegidos por el gobierno de Milei y de Macri. Es una noticia de extraordinaria importancia en términos no solamente de los intereses de un sector sino de los del conjunto de la población. Se rompió el monopolio de la iniciativa política. Ya no es solamente la voz desaforada y enfermiza del presidente la que construye la agenda política. Reaparece la Argentina histórica. La Argentina de los ciudadanos pacíficos y respetuosos de la ley frente a la ofensiva autoritaria de los poderosos. Aparece más claro que el problema argentino no son las formas de lucha de los pobres que protestan. El problema principal son los poderosos que atropellan. Los que escriben protocolos para evitar que las protestas sociales ocupen las calles y al mismo tiempo garantizan impunidad a los que están intentando diseñar una Argentina distinta de sus tradiciones igualitarias y humanistas. No es la primera vez que se intenta este rumbo. Fue el objetivo de la dictadura cívico-militar. El del giro neoliberal de los años noventa. El del “reformismo permanente” de Macri que se perdió en el olvido.
Frenar el abuso antidemocrático es el primer paso. Y empieza bien. Porque empieza con un rol iniciático y central de los trabajadores y sus sindicatos.