La historia de la relación entre los trabajadores y la universidad es un aspecto central de nuestra constitución política, en la historia y en la actualidad. La educación fue un pilar identitario en los tiempos de organización constitucional: las escuelas “sarmientinas” son un sello de orgullo a lo largo y ancho de nuestra patria. Los argentinos hemos incorporado la educación pública como un ariete del desarrollo, un recurso de nuestra consolidación democrática y un proveedor de prestigio internacional.
Claro que la universidad protagonizó una prolongada etapa en la que quedó atrapada en una opción política duramente enfrentada al peronismo y sus políticas nacionales; era la clase media orgullosa de no pertenecer a los eslabones socialmente más bajos de la escala social, que en ese reconocimiento incluía la condición no peronista, o, directamente el antiperonismo. Ahora bien, aún en las peores circunstancias históricas y políticas, la universidad siguió teniendo una potente presencia política. Fue la universidad la que formó parte del acontecimiento político popular más luminoso de las últimas décadas: el Cordobazo, la unidad de trabajadores y estudiantes que marcó el comienzo del final del régimen militar que culminaría en 1973.
No puede ignorarse que la convocatoria del próximo lunes es un acontecimiento muy importante. De la larga separación histórica entre organizaciones sindicales y estudiantiles hemos ido pasando a una situación en la que la gravedad de las situaciones que estamos atravesando ha acelerado un proceso crucial: el acercamiento de ambos componentes, muchas veces fundamentales para la recuperación de las instituciones democráticas, después de experiencias políticamente trágicas. No hay representación tan fiel a la naturaleza de nuestra sociedad como la que surge de la unidad “obrero – estudiantil”. Es un dato de madurez y de aprendizaje político. Y es una fortaleza en esta muy dura situación política.
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No se trata, claro, de una cuestión solamente coyuntural como es el surgimiento de un gobierno que hace del enfrentamiento con “la política” la viga maestra de su imaginario de cambio. Pocas veces se ha visto surgir de modo tan veloz una coalición social proyectada a la política de partidos, a la política del voto. Es un hecho no pequeño que una corriente político-social surgida del “exterior” de la política logró constituirse, consolidarse… y ganar la presidencia de la república. Hoy estamos en un momento de bisagra política en la Argentina: estamos discutiendo si llegó para quedarse y consolidarse un nuevo bloque político, cuyas más evidentes señas de identidad ponen en escena la gran cuestión que está en juego: si seremos capaces de conservar y profundizar el pacto democrático que reconstituyó nuestra democracia en 1983. El nuevo “pacto” podría aprovechar las experiencias de estos cuarenta años últimos como el puente hacia un nuevo pacto constitucional en la Argentina. Un pacto de mutuo respeto, de convivencia democrática y que transite el camino de grandes y urgentes cambios en la normativa constitucional. Quien escribe se pregunta si es conciliable la convivencia política democrática con la práctica de reprimir, en algunos casos duramente las manifestaciones populares como viene haciendo el gobierno de Milei.
La defensa del funcionamiento de las universidades -podría decir un futbolero- es una defensa demasiado cerca del propio arco. Demasiado elemental como para ocupar el lugar central de la política. Sin embargo, la política no tiene su sistema de señales fijo e inamovible. En cada circunstancia histórica hay un modo que puede mover positivamente los hechos en una dirección popular. Las cúpulas sindicales, en sus diversas variantes, han coincidido en el lugar que hoy hay que ocupar. Y es el de la lucha, la del enfrentamiento político con un rumbo que crea nuevos perjuicios y amenazas a cada momento. El “neoanarquismo pintoresco” de Milei y su partido tiene una clave en su condición de utopía (o de antiutopía, según se prefiera). Las aparatosas formulaciones sobre los 100 años de fracaso populista no resisten ninguna mirada histórica seria. No se pretende contar la historia sino inventar una historia. Una historia-argumento que relate por qué una parte de la sociedad está condenada a vivir mal (por burócrata, por vago) y el resto ultra minoritario disfruta el crecimiento y el progreso. Es una utopía expresamente reconocida como tal por sus difusores, cuando se ponen a hablar en serio sobre los actuales indicadores principales.
La utopía libertaria -por lo menos en la versión que cunde entre nosotros- no tiene mucha complejidad, ni nadie se ha sentido en el caso de explicar cuáles serán las razones del resurgimiento neoliberal y cuándo tendrá lugar. El relato utópico es, en realidad, una “antiutopía”, una ceremonia público-religiosa que genera adhesiones extremadamente intensas pero que no tiene la más mínima relación con la posibilidad de achicar el grave proceso de desorganización productiva que está cundiendo entre nosotros. Un proceso que no es un mero caos: es un caos deliberado y orgánico que es la herramienta para abrir una “nueva época” política en el país. Qué forma tendría ese nuevo orden político no lo sabemos… y no es lo importante. Lo importante es destruir simbólica y prácticamente el estado nacional. Y, en consecuencia, consagrar un predominio largo y sólido de los intereses económicamente más poderosos del país, estrechamente asociados a posiciones geopolíticas que giren en torno a Estados Unidos y sus aliados. Nada de esto puede resultar novedoso, esa ha sido una marca de la política durante prolongados períodos de nuestra historia.
El lado conservador y ultraconservador ya ha tomado una decisión sobre el régimen político en el país. El símbolo más poderoso que enuncia la naturaleza de sus designios es la negación-exaltación del régimen terrorista de Estado. Esa demanda es cada vez menos “material” y más intelectual-moral como hubiera dicho Gramsci. Es decir, el objetivo es producir una revolución cultural en la Argentina, en la que están interesadas las naciones del eje atlantista con Estados Unidos en el centro.
Ahora bien, cómo se insinúa la política en el otro cuadrante, al que por ahora no le pondremos nombre. Sería bueno que la lógica de este sector tenga un fuerte componente de reparación social. Más de reparación que de “justicia”. Porque de la debacle del FMI difícilmente se salga en tales términos. El punto programático central es ponerle a cualquier próximo gobierno la obligación de restablecer la alimentación, la vivienda y las condiciones básicas de la existencia insólitamente golpeadas por la pérdida de valor adquisitivo de los ingresos. Sería muy interesante si se pudieran proponer objetivos a la vez urgentes y acumulativos en el tiempo. Esto es muy importante, porque los grandes ganadores de la economía suelen considerar sus avances políticos como bienes políticos establecidos sólidos e irreversibles.
Pero el problema no es solamente de necesidad de documentos programáticos claros y efectivos. El gran problema político argentino es el del arco político dispuesto a ponerle el cuerpo a ese rumbo. El arco de fuerzas que sostiene hoy al peronismo -en su sentido de reparación social y consolidación nacional- debe ampliarse con amplitud y generosidad. Habrá diferencias que puedan mantenerse, pero tendrá que estar clara la determinación de la defensa del patrimonio nacional, de la dignidad del trabajo, de los derechos consagrados en nuestra constitución y en los documentos sociales incorporados al texto constitucional para su última reforma. Y todo esto tendría que tomar la forma de una serie de decisiones urgentes y otras de aplicación progresiva en el tiempo.
¿Pero eso quiere decir que se da a Milei por terminado? El género de la adivinación es ajeno al universo de estas columnas. Pero no se puede dejar de decir que, para quien esto escribe no es un asunto secundario qué se haga en el tiempo cercano de la reparación. La recuperación va a resultar muy costosa y lo mejor para la patria sería que ya hubiese empezado.