Las últimas acciones del presidente Milei son difíciles de interpretar en los términos clásicos de la política. Se supone que un presidente originalmente débil (minoritario en el Congreso, sin gobernadores que pertenezcan a su fuerza y en un país que vive una terrible crisis -parte de la cual se explica por sus propias acciones-) debería extremar sus esfuerzos en la dirección de crearse una base de sustentación. Es decir, ampliar su marco de alianzas, persuadir y acercar nuevas fuerzas, construir una escena de concordia que irradie una imagen de gobernabilidad, aun en medio de las penurias extremas que atraviesan el país. No puede dejar de decirse que una parte importante de esas penurias obedecen a las acciones de su propio gobierno: no hay ningún índice social o económico que haya mejorado desde su asunción y, más bien, todos tienden a empeorar, especialmente aquellos que reflejan las condiciones de vida de los sectores socialmente más débiles del país. Milei ha optado por el camino contrario: en estas horas ha extremado su lenguaje intolerante, provocativo y ajeno a cualquier idea de convivencia democrática. Es obligada la pregunta: ¿quiere Milei salvar su experiencia de gobierno de la deriva de una crisis terminal y de un caos generalizado del país? No hay ninguna señal que indique esa dirección. Además de lo insólito de la estrategia hay que sumar la manera insólitamente grosera y mediocre de su modo de ejecución.
No hay un modo de prever cómo seguirá la saga (insólita, por cierto) de su enfrentamiento con los gobernadores provinciales. Sin matices, el hombre ha optado por insultar de modo unánime a todos los jefes provinciales, no diferencia a ninguno, arremete contra todos. A esta altura se ha creado -con independencia de lo que realmente decidan y produzcan los actores del drama- una situación de aguda crisis institucional. Las provincias argentinas no son dibujos administrativos a los que se pueda atender o ignorar, son el origen mismo de la república tal como lo señala la constitución, no le deben su legitimidad y su poder legal a un inquilino circunstancial de la presidencia de la república. Por otro lado, da la sensación de que una buena parte de esos gobernadores estarían dispuestos -probablemente más que los habitantes de sus provincias- a respaldar al gobierno pero es la intolerancia y la incapacidad política de éste lo que los obliga al enfrentamiento.
Milei no se asume como un presidente circunstancial y envuelto en una densa trama crítica de alcance nacional. Su modo de entender la política es providencial. Se considera un enviado de fuerzas ajenas al escrutinio de los simples mortales, fuerzas “celestes” de las que él es el portavoz. No es un “político religioso” se considera a sí mismo como un profeta, como un ser providencial con una tarea que no le ha dado ninguna institución democrática sino una conexión -ciertamente difícil de demostrar- con otras dimensiones cósmicas. El problema con el que se va a encontrar – con el que ya se está encontrando- es que el presidente no es un proveedor mágico de sentidos humanos colectivos: es un funcionario, que ejerce su tarea en el contexto de leyes, de historias, de tradiciones. Que él las niegue, las provoque y las ofenda, no quiere decir que automáticamente desaparezcan. Y, por el contrario, la pretensión de situarse por fuera de las condicionalidades de la política democrática no produce, ni producirá, otra cosa que su rápido deterioro. Que ya ha empezado y tiende a desplegarse con velocidad y con efectos destructivos muy visibles.
MÁS INFO
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
No es cierto que la situación previa del país -difícil y crítica como era antes de su asunción- hiciera necesaria la política que se puso en marcha. No es cierto que fueran las restricciones a la libertad del mercado la causa de la difícil situación de estos años. Eso funciona como argumento importante solamente en el contexto de un presidente de formación fundamentalista, incapaz, en consecuencia, de tratar con la realidad concreta. No puede aceptarse que la “ley ómnibus” constituyera un programa de salvación nacional. No era sino un compendio sistematizado de los reclamos del “mercado”, es decir de las fuerzas que desde hace mucho monitorean las políticas públicas y, en más de una ocasión han volteado gobiernos democráticos y aupados dictaduras para impulsar a las “fuerzas productivas”, como las calificó uno de sus personajes emblemáticos, el economista Martínez de Hoz, allá por 1976.
De todos modos, los argentinos y argentinas estamos viviendo una experiencia novedosa: el triunfo de un liderazgo y una fuerza política casi sin antecedentes históricos. Claramente enrolada en las filas de la “nueva derecha” mundial. Que tiene de nuevo la agresividad de su conducta política, su dudoso compromiso con la democracia (aún con la más liberal de las democracias). Una derecha que ha captado con mucha inteligencia la disconformidad con la democracia que se ha desarrollado en sectores muy amplios del pueblo, muchos de ellos ajenos a la clásica derecha. La doctrina que unifica la vastedad y diversidad del descontento es el rechazo al Estado. La sensación de que el estado es la negación de la libertad individual, la permisividad con los que no trabajan, la protección de sectores parasitarios (que, curiosamente, no son los grandes ganadores en el interior del capitalismo concentrado, sino los pobres que se organizan para frenar el proceso anarco-capitalista de conversión de nuestra sociedad en una selva, en una guerra de todos contra todos).
En los hechos de estas horas hay novedades importantes y promisorias. La amplia unidad entre los gobiernos provinciales para ponerle fin al abuso. La valentía de algunos protagonistas que ha permitido pensar el avance “anarco-capitalista” como un avance -y un abuso- contra nuestras leyes y contra nuestra constitución. Acaso la brutalidad -sazonada con estupidez- de algunas de nuestras máximas autoridades termine por ser una fortaleza para nuestra democracia. Acaso esa brutalidad y ese desenfreno fuera una necesidad para blanquear un estado de cosas político. De manera de trascender y superar viejas -y en muchos casos legítimas- querellas políticas en el interior de las fuerzas democráticas y poner en escena la posibilidad de grandes y novedosos acuerdos políticos transversales entre nosotros. Acuerdos que no son doctrinas ni certezas infalibles. Que son una dramática necesidad de retomar un curso democrático y de justicia social contra la barbarie que hoy usa el novedoso término de “anarco-capitalismo”- pero no es otra cosa que la tradición antidemocrática de un sector importante de nuestras clases dominantes. Quien quiera encontrar el núcleo orgánico de los poderosos enemigos de la existencia de nuestra nación puede visitar el documento emitido por la APEGE (Asociación Permanente de Entidades Gremiales Empresarias) con la que muchos de los parientes de los economistas del establishment que dieron “letra” al terrorismo de Estado en 1976. La sola lectura de ese documento revela que no hay nada nuevo bajo el sol.