La sociedad argentina vive un momento angustioso. No se puede decir que toda la Argentina lo viva, puesto que es muy conocido que hay un sector que conserva expectativas positivas respecto del gobierno de Milei. Pero el juicio sobre nuestra crisis no puede sostenerse desde el interior de una crisis y de los cruces de perspectiva que la atraviesan. En pocos meses la patria ha atravesado el tránsito entre un régimen democrático ocasionalmente conducido por una fracción del peronismo y una época en la que no está en juego de modo principal qué partido administra la vida en común de sus habitantes sino cuál será esa convivencia. No está en disputa solamente un gobierno. sino que lo está el régimen político que nos rige. En los últimos días el activismo internacional del presidente ha recorrido todos los aspectos que lo constituyen: la alineación incondicional con Estados Unidos y la renuncia a toda personalidad estatal independiente. “Seremos lo que el imperio quiere que seamos”, parece ser la ruta.
Hace unos años, en el gobierno de Menem pareció que un “proyecto” de esa naturaleza podía constituirse en la brújula de nuestro destino. Y duró bastante. Tuvo un apoyo explícito en cada elección que disputó. Generó una “constitución social” entre nosotros que tenía como su artículo principal, nunca escrito, que la paz social conviviría, sin límite temporal con condiciones sociales inéditas en la Argentina desde antes del surgimiento del peronismo: una clase media urbana que consideraba que el país, por fin, había adoptado el modelo de la Argentina occidental. La premisa principal de ese modelo era y es el acceso de las clases medias a un nivel de consumo interno que le permitía viajes antes demasiados costosos y ventajas en sus niveles de ingresos obtenidas gracias a la paridad del peso con el dólar. Cuando ese proyecto voló por los aires a la hora de pagar sus costos, después que los recursos provenientes de la enajenación del patrimonio nacional-estatal se agotaran y la cuenta de la fiesta pasó a ser ejercida por los administradores del imperio.
La historia reciente de la Argentina es una derivación de esa crisis terminal. El fenómeno kirchnerista surgió de ella, y también la hostilidad de las clases medias hacia ese estado de cosas. Macri fue el nombre inicial de esa rebelión burguesa y de clases medias a los gobiernos kirchneristas. Su fracaso profundizó la crisis. El gobierno surgido de la decisión de Cristina Kirchner de promover la candidatura de Alberto Fernández a la presidencia no pudo establecer ninguna hoja de ruta alternativa a la progresiva reafirmación de posiciones económicas y políticas a favor de los grandes grupos financieros: el salario real de los trabajadores es un índice esencial para medir ese desplazamiento de poder.
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El hecho es que el “anarco-capitalismo”, ese sueño de un mundo sin estados, ni sindicatos, ni conflictos sociales pasó a tener en nuestro país un peso en las decisiones estatales que no tiene en ninguna otra parte del mundo. El pasaje está, además, matizado por una ideología fundamentalista en sus prácticas y en una profunda identificación histórica con la saga de gobiernos oligárquicos, proimperialistas y conservadores previos a la revolución peronista de 1945. Los argentinos hemos aceptado nuestra condición de conejillos de india para experimentos que urden los grandes capos de las finanzas para quienes el país es un universo de negocios super-rentables, con independencia del estado de la alimentación, la vivienda y la educación de sus habitantes.
El “hemisferio peronista” del país atraviesa una etapa densa y difícil. Conviven en su interior intervenciones inteligentes y valientes como la que logró el rechazo del ajustazo neoliberal en el Senado y vacilaciones en la hoja de ruta de enfrentamiento con la motosierra de Milei. Pero no puede ignorarse el telón de fondo principal de esta coyuntura: el enorme y vertiginoso deterioro de la condición de vida de los trabajadores y del conjunto de los sectores populares. Una vez más la Argentina -como bajo la dictadura militar, como con el menemismo- vacila entre formas del rechazo de la agresión social y una forma particular de indiferencia que no es, en la práctica, otra cosa que aceptación del viraje neoliberal.
Ahora bien, la existencia de fenómenos cíclicos en la política argentina, de aquello que en los años sesenta se llamó el empate hegemónico entre los trabajadores, sus organizaciones sociales y sus aliados populares, por un lado, y los sectores del privilegio con su influencia político-cultural sobre las clases medias, no puede ocultar los signos novedosos en la actual etapa política. La mayoría electoral apoyó en octubre un proyecto de reestructuración neoliberal, explícitamente sostenido por Milei y sus aliados. No hubo falsas promesas de continuidad como las de Macri antes de ganar la presidencia en 2015. Tampoco una imaginaria hoja de ruta para la recuperación de la inmensa mayoría de nuestra sociedad.
Funciona una suerte de “promesa ideológica”. La ultraderecha filo fascista, negacionista y violenta actúa totalmente desnuda de promesas dirigidas a los sectores populares. Todo está depositado en la cuenta de una visión mesiánica y redencionista que, sin mayores argumentos, ha impuesto una especie de sanción a las “culpas de los argentinos” y sostiene que después de pagar esas culpas nos habremos ganado la oportunidad de vivir mejor. El programa es análogo al de las diferentes dictaduras y gobiernos civiles que presentaron las privaciones populares como el prólogo necesario del progreso y el desarrollo. Pero tiene una peculiaridad específica: enarbola un estatuto moral como su bandera fundamental. Y la apelación ideológico-moral ha reaparecido en la historia política en una forma y con unos alcances que nunca había alcanzado.
Lo primero en esta situación es ser conscientes de la ruta en la que se nos quiere colocar: la de borrar el pasado estatista y populista, la de retroceder en toda la línea de derechos adquiridos en las últimas décadas y poner en manos “del mercado” (de los grandes grupos financieros locales y multinacionales que estuvieron en todos los desfalcos que sufrió el pueblo argentino) una supuesta recuperación del país.
El nuevo “proceso” es tan violento como frágil. No es fácil el tiempo para una “nueva derecha” que nunca rigió los asuntos estatales y que no encuentra más remedio que buscar el auxilio de las viejas derechas, de las derechas de siempre: las caras de Caputo, se Sturzenegger y de varios funcionarios más son el testimonio central de este problema. Y el otro dilema es el del “frente político” sobre el cual pretende afirmarse este proyecto refundacional de extrema derecha. El primer problema es el de siempre: el peronismo. Por ahora, tanto en el frente sindical, como social y hasta empresarial, el paisaje no muestra la aparición de los “nuevos actores”, de los “sujetos de la libertad”. Y tampoco son tiempos muy favorables a ese surgimiento en el interior de un pueblo que sufre una agresión en sus ingresos y en sus derechos con pocos antecedentes, sobre todo por las formas en que se ha operado.
El tiempo que viene es el de la activación popular, con la movilización universitaria primero y con la central obrera en el centro de la escena en marzo. Es un dato central de la realidad en la que entramos. Y también es otro aspecto importante de la coyuntura el que aparece bajo la forma de una radicalización del alineamiento del gobierno de Milei con Estados Unidos y la OTAN. Se trata de un camino exactamente opuesto al que Argentina había emprendido en estos años, que ponía en el centro el interés nacional y su coordinación con el de Brasil y otros países de la región en un mundo que pugna por un orden distinto al de la unipolaridad que viene fortaleciéndose y del cual hasta hace poco participaba nuestro país.