Desde la perspectiva de esta columna, el país marcha en la dirección de conflictos políticos muy agudos que, probablemente, no termine de ser orientada por ninguno de los sectores que concurran en ellos. Nada desde aquí se dice a favor del derrumbe de la política, desde un deseo redencionista de que la radicalidad de la rebelión llene los vacíos de actuales dirigencias bastante desorientadas sobre cómo moverse en estas circunstancias.
Sería una simplificación absurda interpretar la situación en términos “apocalípticos”, es decir como vísperas de un acontecimiento que lo conmueva y lo transforme todo, lo pasado y lo por venir, y genere un “orden nuevo”. No es ése el relato político que pueda ser el eje de una superación del tiempo de la frustración, en el que, falsamente, nada parece tan normal y razonable como esperar y ver, sin actuar. El tiempo actual tiene en su seno la amenaza de un giro profunda y radicalmente antipolítico y antidemocrático bajo el disfraz de lírica revolucionaria. Las dirigencias políticas partidarias tienen la necesidad de revalidar sus fueros en tiempos en que insinúan situaciones altamente conflictivas. Y esa revalidación de fueros tiene para la dirigencia un componente muy complejo: la dificultad de actuar al mismo tiempo en la calle con la gente y seguir sosteniendo sobre los hombros la responsabilidad por la vida y la sociedad en la Argentina.
Esta reflexión no debería interpretarse como la espera de una utópica conversación en el interior del pueblo argentino y sus representaciones que pudiera producir una mirada única y central sobre los hechos contemporáneos. Cuando se habla de un gran debate “popular” no debe entenderse solamente como asambleas populares permanentes. Simplemente se habla de una recuperación de la palabra política. Se dirá que la palabra política no hace falta “recuperarla” porque existe. Pero entramos en una etapa crítica, surcada por los costos crecientes e injustos que nuestro pueblo tiene que pagar por una política. Que no es distinta de todas las políticas desplegadas por los gobiernos golpistas de la etapa de la proscripción, de la época del remate de la propiedad pública para “equilibrar nuestras cuentas” perpetrada por un gobierno con todos los documentos formales de pertenencia al peronismo y que decidió no ser un simple “caso” de las reformas neoliberales, sino el ejemplo a seguir por todos los países subordinados a Estados Unidos. Estamos hablando, claro, de la etapa menemista de la regresión antipopular a la que seguiría el tiempo crítico y decadente de De la Rúa que terminó con la explosión del sistema político.
Es perfectamente válido que, ante este tipo de planteos, cualquiera pueda pensar que son elucubraciones mentales y no acontecimientos reales Que se trata de mera “imaginación política” y que será en los hechos y en las respuestas políticas reales el terreno en el que se desarrollará la próxima gran crisis argentina. Ahora bien, ¿qué quiere decir ser un “dirigente político” en la Argentina de hoy? Por supuesto que el éxito de su exposición en los medios de comunicación -los antiguos, los nuevos y los ultra-nuevos- es una herramienta indispensable para cualquier pretensión de aparición y notoriedad pública. Pero estamos pensando en un fortalecimiento cuantitativo y cualitativo de la política democrática y no de un operativo de marketing. Las elecciones argentinas no podrán ser iguales después de este brutal ajuste neoliberal, puesto en marcha sobre la base la burla de muchos artículos legales y constitucionales, y exclusivamente apoyado sobre la base de la “necesidad” y la urgencia. Notable: la expresión “necesidad y urgencia” suele converger hoy con el interés de los más grandes grupos empresariales y no es empleado ni por error para referirse a las necesidades de trabajadores, jubilados y pauperizados por las políticas del gobierno. Es cierto que las necesidades y carencias vienen de antes de Milei, sin embargo, las magnitudes son muy diferentes y es diferente la cuestión de decidir “medidas de emergencia” de la de hacer de la emergencia un argumento para desarrollar sistemáticamente políticas a favor de los más poderosos. Esto último es lo que sucede y no hay signos de reflexión sobre el camino.
La inflación que estamos viviendo no es producto de un ciclo o de un accidente: es la brutalidad de un régimen que dice disfrutar de los “cambios que se dan y que, según el gobierno, vienen en la Argentina”. Lo que hasta ahora dio algunos resultados en materia de generar expectativas positivas hacia el gobierno irá entrando en una zona crítica, en la medida en que las privaciones se prolonguen en el tiempo y siga acompañándolas el discurso gélido y falsario de los Adorni y compañía.
El gobierno de ultraderecha de la Argentina desarrolla un operativo de vaciamiento sistemático de la cultura laboral histórica del país desde 1945 hasta hoy y de naturalización de las lacras del capitalismo desregulado. No es, en absoluto, una novedad. Hay abundantes registros fílmicos de la dictadura militar alentando el “compre extranjero” y de Cavallo en diferentes gobiernos prometiendo la tierra prometida después de los dolores de parto de la barbarie patronal concentrada. ¿Cómo es posible que alguien pueda creer en fórmulas que terminaron desastrosamente en el pasado? El problema no es de “memoria”: es de política y es de poder.
Paralelamente a la dolorosa crisis económica la Argentina atraviesa una delicada situación política de la que no parece haber suficiente conciencia. En la Argentina se intentan dar pasos muy intensos en la dirección contraria a los intereses de los trabajadores. “La crisis obliga a modernizar el régimen de trabajo” Planteada de este modo impersonal e impolítico, suena razonable; la cuestión es cuál es sentido general de lo que está impulsando: si consiste en regular temas y problemas nuevos de las formas de trabajo en vigencia o en bajar el salario real de los trabajadores que no consiste solamente en el pago de sus haberes sino en un conjunto de derechos que lo protegen de los abusos personales. Derechos que, aunque el presidente los insulte y denigre, constituyen un orgullo democrático de la Argentina en su relación con el mundo.
Vamos entrando en un terreno de definiciones políticas que seguramente van a crear reagrupamientos políticos. La definición principal es el “fenómeno Milei”. ¿Es un hecho común de la política? ¿Es LLA un partido nuevo más? La primera repercusión -especialmente para quienes hemos sufrido proscripciones y persecuciones diversas en nuestra historia- es la de pensar en el actual equipo dirigente del Estado como el fruto de la diversidad democrática, es decir, como “un partido más”. Naturalmente que esto es así en términos de derechos jurídicos. Pero no equivale a sostener que desde la máxima autoridad del Estado salgan definiciones sobre la vida política que alienten conductas reñidas con la Constitución y la vida social. ¿Son neutrales en términos políticos, los ataques neuróticos del presidente contra diputados, gobernadores, dirigentes políticos de estados nacionales cercanos al nuestro? ¿Son legales el maltrato personas de la cultura y de otros ámbitos a causa de su posición crítica con relación a Milei y su gobierno? Esas cuestiones están pasando ante nuestros ojos con reacciones claramente insuficientes. El insulto a hombres y mujeres de estado de países hermanos no está entre las atribuciones que protege la Constitución.
¿Es cierto que postular la posibilidad de un juicio político al presidente es una conducta antidemocrática? El presidente de una democracia no pertenece a una casta superior. Le corresponden todos los derechos y las obligaciones que cualquier ciudadano debe respetar y su especificidad es, justamente, la naturaleza de los bienes que está obligado a defender. Claro que todas estas objeciones parecerán torpes o insignificantes para los cultores de las “nuevas formas de comunicación”. El problema es que la novedad (el progreso técnico, el descubrimiento) no puede adquirir el derecho a imponerse como regla por efecto de la costumbre. La violencia simbólica en las redes es una conducta inmoral y antidemocrática, más allá de la existencia eventual de una ley específica al respecto. El hecho de envenenar la vida colectiva con mentiras, provocaciones y violencias de distinto tipo no es una elección válida para un pueblo democrático y pacífico. Es algo parecido a la portación de armas: puede argumentarse que se pretende un recurso defensivo…pero es un recurso que debe ser regulado de modo estricto. Porque si tomamos el camino “libertario” nuestro país se puede parecer a una jungla (como sucede con la población de un Estado que le dice a todo el mundo qué es lo que hay que respetar, pero no respeta ninguna regla común si estorba a sus intereses).
El juicio político es un instituto constitucional tanto como la elección del presidente y del Congreso. Claro que hay que pensar con mucha responsabilidad en este asunto, porque la institución del juicio político tiene como sentido central el de garantizar el control del cumplimiento de las tareas públicas. Pero esa protección a la institución presidencial no tiene nada que ver con el uso irresponsable del insulto y el agravio a personas cuyo derecho a la expresión es tan sagrada como la institución del congreso nacional y de la presidencia. Si estas cuestiones fueran objeto de un amplio debate público no faltarían las objeciones multimediáticas: atacan a la “libertad de prensa”.
Tenemos un tramo difícil de nuestra vida política por transitar. Parece que es muy importante un debate público sobre la democracia argentina, sus problemas viejos y nuevos, su relación con el poder social y el dinero, su dimensión regional, su respeto por la diversidad política y su opción por la paz y contra la violencia (física o verbal) como arma política.