“A Malvinas fuimos los pibes, el devenir de esos días nos volvió veteranos”. Tal vez esta frase de Oscar Luna, ex combatiente y autor del libro, El Batallón Pulloi, sintetice la parábola más profunda que vivieron los jóvenes que fueron soldados hace cuarenta años. En apenas setenta y cuatro días pasaron de ser unos pibes, como cualesquiera otros pibes, a convertirse en excombatientes. En veteranos de veinte años. Siempre que hablamos de la dictadura ponemos el acento en la represión, en los muertos, los desaparecidos, el aumento de la pobreza, la deuda externa y la concentración de la riqueza en muy pocas manos. Pero también estuvo la guerra de las Malvinas. Y ahí ya no es tan fácil delimitar las cosas, no podemos simplemente decir que fue la guerra de los milicos porque ahí estaban los pibes, porque el pueblo argentino en forma masiva la apoyó y porque Malvinas fue una causa nacional mucho antes que esa guerra y lo sigue siendo cuarenta años después. No hay un solo pueblo, localidad o provincia que no le haya hecho un homenaje sentido. ¿Qué nos pasa con Malvinas?
A fines de 1981, le preguntaron al dictador Leopoldo Galtieri cuándo pensaban reestablecer la democracia. Su respuesta fue contundente: “Las urnas están bien guardadas y van a seguir bien guardadas”. Se hacía el fuerte, pero la dictadura empezaba a crujir. El pueblo se le estaba animando, la situación económica era cada vez más insostenible y una oleada de huelgas y puebladas mostraban que crecía el descontento. El punto máximo de ese devenir fue el 30 de marzo de 1982 cuando se organizó, desde la CGT Brasil, la marcha a Plaza de Mayo que, más allá de la represión, dejó en claro que la paciencia popular se había acabado, y también el miedo.
Tres días después, nos enteramos por una serie de comunicados oficiales, cargadísimos de mística patriótica, que habíamos desembarcado en las Islas Malvinas y “recuperado nuestra soberanía frente al colonialismo inglés”. Desde ese momento, el despliegue nacionalista que vivimos no tuvo parangón. La Plaza de Mayo se volvió a llenar de manifestantes que, entusiasmados con la noticia, escucharon atentamente a Leopoldo Fortunato Galtieri mientras hablaba desde el balcón de la Casa Rosada.
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¿Qué estaba pasando? La Argentina se le paraba de manos al Imperio Británico. Las gestas de la Independencia libradas en el siglo XIX volvían al recuerdo popular. Las Malvinas venían a completar la independencia inconclusa. Claro que hubo quienes miraron con desconfianza, y quienes se opusieron a la guerra. Pero la abrumadora mayoría de la ciudadanía —en toda la extensión del territorio— sintió una emoción profunda, un compromiso excepcional, un orgullo argentino que llenó de alegría a las muchedumbres. En el país en el que se publicitaba que “El silencio es salud” por fin se permitía gritar, y la gente gritaba “Argentina, Argentina”. Las mil grietas que siempre nos dividieron parecían borrarse al ritmo de: “el que no salta es un inglés”, en las canchas, en el subte, en los cines, teatros, y en todas las plazas.
De pronto, las FF. AA. parecieron volver al espíritu del ejército sanmartiniano. El enemigo que se enfocaba ya no era la subversión comunista, el “enemigo interior”, como pregonaba la Doctrina de la Seguridad Nacional. Ahora, el enemigo era el viejo pirata inglés y su anticuado y soberbio Imperio. Esa dictadura que endeudó al país, que fue servicial con lo extranjero, que insistía en abrir las importaciones, que fue tan sumisa, ahora decía ser antimperialista.
Hace 40 años los argentinos nos despertamos y la Guerra de Malvinas estaba ahí. Comenzamos a estar pendientes de las noticias. No parábamos de leer los noticieros, esperar los comunicados oficiales, imaginar posibilidades bélicas en cada reunión, en las escuelas, en los lugares de trabajo, en los bares. Escuchar por milésima vez “tras su manto de neblina, no las hemos de olvidar… las Malvinas Argentinas…”. Imaginamos ser combatientes, imaginábamos muchas cosas. Pero los pibes estaban ahí, cagándose de frio y de hambre, poniendo sus cuerpos frente a un enemigo militarmente superior y comandados por unos irresponsables que habían aprendido a disparar contra el pueblo, pero no sabían hacer verdaderas guerras.
Al pueblo argentino le prometieron poner de rodillas al león británico y fue feliz creyendo que era posible. Si hasta se tomó con entusiasmo la idea de prohibir las canciones en inglés y por primera vez los ritmos nacionales y latinoamericanos sonaron día y noche en las radios del país. El orgullo nacionalista voló bien alto, por eso dolió tanto la caída.
Cuando fue evidente la derrota, hubo que dar un violento golpe de timón. ¿Cómo pasar del vamos ganando al perdimos? Si la guerra era una huida para adelante para darle continuidad al régimen que empezaba a zozobrar, ¿Como comunicar esta noticia?
Todo estuvo muy calculado y sincronizado. El 11 y el 12 de junio vino Juan Pablo II a la Argentina. Por primera vez en nuestra historia un Papa pisaba este suelo. Vino a hablar de paz y de humildad. Vino a preparar la rendición. Congregó multitudes impresionantes, les habló de paz y se fue. Al día siguiente, la selección argentina de fútbol debutó en el Mundial 82 en España. Además de ser la campeona del mundo vigente, —por la copa de 1978—, se le sumaba el Diego Armando Maradona. Un excelente momento para desviar las miradas, mirar para otro lado; una gran oportunidad para reencauzar todo ese nacionalismo desatado en el campo de batalla y en las calles, en el menos riesgoso y controlado campo de juego.
Al día siguiente, el 14 de junio, se anunció la rendición por cadena nacional sin nombrarla: “El combate de Puerto Argentino ha finalizado…”, dijo Galtieri sabiendo que su gobierno también había finalizado.
Fue un cachetazo. La decepción se apoderó de todos. De pronto, una época había terminado. La dictadura había llegado a su fin y solo faltaba organizar la retirada.
Nadie quería cargar con esa derrota, se la dejaron toda a los militares y el peso quedó en la carne de los pibes. Los militares se fueron, iniciaron una lenta transición y en diciembre de 1983 entregaron el gobierno. La derrota de Malvinas fue el final definitivo para la dictadura y el pitazo inicial para una ola de movilizaciones y protestas por los derechos sociales, por los DD. HH., por los salarios, por cuestiones vecinales. Se terminó la dictadura y la Guerra de Malvinas entró en un cono de sombra. Los militares ya no tenían voz ni voluntad para hablar de ese tema, los políticos decidieron no hacerlo y el pueblo argentino prefirió olvidarlo. Solo quedaban las voces de los excombatientes intentando que los vean, que los escuchen, que los reconozcan, que los contengan. Pero esos jóvenes se convirtieron en un espejo en el que nadie parecía querer mirarse. Ellos también son el pueblo, ellos también fueron víctimas de la dictadura, ellos tenían una historia que muy pocos parecían querer escuchar. Ellos fueron a defender la Argentina, no a la dictadura. Quedaron muy solos y pagaron un altísimo costo por eso.
La fecha merece que volvamos a pensar este tema, las Malvinas son mucho más que esas dos islas, son un símbolo muy significativo. Hay un silencio que no encuentra sus palabras. Un resabio del colonialismo está en el territorio argentino. No es la única cadena que tenemos, pero el trauma de aquella derrota hay que superarlo, no para volver a una guerra, pero si para encontrar los caminos posibles de salir de nuestras múltiples dependencias.