No, no somos todxs iguales. Ni siquiera ante la ley. La igualdad que se anuncia por escrito no es la que se materializa en los cuerpos. El accionar de la Justicia y las fuerzas de seguridad tiene portación de cara, de clase y de género. La brutalidad policial se padece cuando sos una chica trans o usas gorrita y vivís en un barrio popular, mientras que la protección es una obviedad para la mayoría de los porteños que viven en el centro y norte de la ciudad.
Aunque vivamos en el mismo lugar, el territorio es diferente: las posibilidades, los peligros y las emergencias difieren del sujeto y de su coyuntura. Mientras algunxs crecen acostumbrándose a esquivar a la cana, otrxs ven en el policía que patrulla en la esquina un sinónimo de seguridad y un síntoma de reaseguro. La zona en la que vivimos, nuestra herencia, clase y género van a determinar nuestra suerte: ¿Es la seguridad un estado al que podemos aspirar o es un padecimiento que debemos soportar?
Mientras un sector de la sociedad exige más seguridad, otro mira con miedo y desconfianza el avance de la policía. Tenemos una memoria emotiva plagada de corrupción y desgobierno sobretodo en las zonas del sur de la Ciudad de Buenos Aires y en lo profundo del conurbano. Hay territorios donde la policía cuida nuestros cuerpos y hay otros donde nuestros cuerpos son patrullados y custodiados.
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Este fenómeno inédito que estamos atravesando, a partir de la pandemia del COVID-19, está sacudiendo y resquebrajando parte del tejido social. Resignificando prácticas y poniendo en tensión nuestra forma de vincularnos con lo público. El súbito protagonismo que adquirieron las fuerzas de seguridad ante esta nueva coyuntura permitió visibilizar la enorme desigualdad que existe en el acceso a la seguridad. La violencia estatal se define en orden al cuerpo que la recibe: ¿Cuáles cuerpos van a ser los depositarios de cuidado y cuáles los depositarios de control?
Frente a este escenario, tenemos la posibilidad y el desafío de pensar un paradigma de seguridad que se divorcie de lo punitivo y retome su función principal de cuidado. Pero no del cuidado a la propiedad privada o a la amenaza invisible e impalpable de un otro sino como acción expansiva del Estado y como proceso de incorporación de sectores históricamente marginados.
Cuando pensamos en la alternativa de despolicializar la cuestión securitaria no estamos hablando de menos policía en las calles ni mucho menos garantismo para delincuentes. Nos referimos a pensar una policía del cuidado que pueda integrar sus tareas a las redes de contención que hoy existen, principalmente en los barrios populares; trabajar coordinadamente con otras ramas del Estado para dar asistencia y potenciar el trabajo conjunto. Por supuesto, no se trata de voluntarismos ni de ingenuidad. Las fuerzas policiales arrastran un historial sobre el cual necesariamente tendremos que construir una nueva experiencia. La policía y el modelo punitivista que hoy la rige no están por fuera de la sociedad que las contiene. Sin embargo, es necesario propiciar estas reflexiones para ampliar los márgenes de discusión sobre el modelo de seguridad que queremos tener.
Por supuesto, no hay garantías. La desaparición y muerte de Facundo Astudillo Castro a manos de la policía bonaerense el 30 de abril nos muestra que más allá de la línea política que se baje a las fuerzas de seguridad, no hay garantías que nos aseguren que la violencia policial se va a terminar.
Seguimos arrastrando una Justicia y unas fuerzas de seguridad que desde la época de la dictadura han ido mutando, cambiando, transformándose, pero sobre las que nunca nos dimos todavía una discusión y una reflexión profunda para modificar. Concebir la seguridad de manera más amplia y transversal, incluyendo no sólo a las fuerzas policiales en la ecuación sino también al acceso a la justicia y teniendo en cuenta que hay múltiples dimensiones desde las que abordarla, probablemente constituya un buen punto de partida para repensar un tema que todavía nos debemos como sociedad.