La trágica historia todxs la conocen: luego de un entrenamiento de futbol en el club Barracas Central, Lucas González, cuando iba para su casa con un grupo de amigos en un Volkswagen Suran, fue asesinado por efectivos de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Los policías homicidas vieron a esos adolescentes que portaban gorra o tenían determinado color de piel como "sospechosos", “creyeron” que iban a cometer un robo y los vincularon con las drogas.
Esta tragedia saca a relucir varios temas, uno de los cuales es el del prejuicio de clase o de raza y otro el del gatillo fácil o la mano dura que, “casualmente”, nunca se ejerce hacia personas de tez blanca y ojos claros, sino siempre sobre individuos morochos de apariencia “villera” o clase baja. El prejuicio racial no está definido por la biología, sino por la sociología y la ideología neoliberal.
Constatamos que hay un modus operandi, un binomio en el accionar de la fuerza de seguridad: prejuicio racista o clasista y gatillo fácil. También hay en el conjunto social una etiquetación negativa que condiciona prácticas hostiles, de discriminación y de violencia hacia los sectores populares. El prejuicio es una construcción ideológica que condiciona hostilidad hacia personas que pertenecen a determinado grupo social, étnico, sexual, político, socioeconómico u ocupacional, simplemente por el hecho de pertenecer a ese grupo.
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La palabra prejuicio proviene del latín, praeiudicium, significa “juzgado de antemano”. El término implica la idea de un juicio que precede a la experiencia -correspondiente al a priori kantiano-, que recoge las categorías de referencia del mundo en el que el sujeto nace inmerso.
Se trata de una formación ideológica, un enunciado que incluye un sistema de valores que ganaron hegemonía en la cultura, se naturalizaron y operan. La formación prejuiciosa es una interpretación que de manera consciente e inconsciente ordena hechos, relaciones sociales y modos de vida condicionando creencias y valores.
Los medios de comunicación corporativos, las redes sociales, la educación y la familia son aparatos de reproducción que sostienen la ideología hegemónica. Sin embargo, el éxito en la imposición ideológica también requiere la complicidad de una subjetividad colonizada que consume acríticamente ese disciplinamiento. Ese segmento social asume la posición de banalidad del mal que describió Hanna Arendt, consistente en una “belle indiference” en la que el sujeto no se hace responsable de su accionar hostil; no hay autocrítica ni cuestionamiento.
Los prejuicios se actúan sin remordimiento alguno ni reflexión, porque en la práctica cotidiana funcionan como una verdad natural, un automatismo que consiste en una repetición de certezas que se incorporan en la subjetividad de modo acrítico y sin dialectizarse.
El prejuicio racista hacia los “villeros” o lo popular, estimulado por los medios de comunicación masivos y los políticos de la derecha, es funcional al poder neoliberal, caracterizado por la cultura del descarte, el odio y el darwinismo social. El racismo no desea la abjuración del otro, sino su muerte, su extinción.
La ideología neoliberal es un dispositivo tanatopolítico que no resulta posible sin una pedagogía del odio que se aprende lo largo de la vida, conformada por prejuicios, costumbres, tradiciones, mitos, creencias y prácticas en las que la vida no es un derecho de todoxs, sino un privilegio para algunxs.
Jorge Alemán define como psicosis social a esta época neoliberal caracterizada por una libertad ilimitada y la “nopolítica”, neologismo que refiere al rechazo de la política. La libertad y la ética del deseo requieren de la Ley, de lo contrario hay exigencia pulsional, empuje al goce ilimitado. En ausencia de ese tratamiento de la pulsión, retorna el propio odio desde lo real en forma de delirio, alucinación o prejuicio: el otro (Venezuela, los extranjeros, las vacunas, el populismo) me quita, amenaza y/o injuria.
Se trata de una ideología cercana al nazismo, esto es, a la producción de identidades a partir del prejuicio y del odio para construir el enemigo interno: individuos desechables. El neoliberalismo -al igual que la escuela alemana de Goebbels-, a través de la imposición de prejuicios opera sembrando pánico contra un enemigo interno como potencial peligro colectivo. No es fácil no sucumbir a esa masiva colonización de la subjetividad que realiza el poder del mal.
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Para graficar estas operaciones de instalación del prejuicio y su función, a través del miedo y el odio, podemos recurrir a un cuento de Fedro, “Los sembradores de pánico”.
En medio de un bosque había un enorme árbol. El águila decidió construir en su copa el nido para sus polluelos. Más abajo, en el tronco, había hecho una gata su hogar, dentro de un agujero que encontró en el árbol, allí tuvo a sus gatitos. Y abajo, junto a las raíces, la jabalina decidió criar también a sus hijos.
La ambiciosa gata pensó en quedarse con todo el árbol y para ello tramó un astuto plan. Trepó hasta la copa, en donde encontró al águila y le dijo: –Amiga, vengo a avisarte que la jabalina quiere quedarse con el árbol, y ha decidido cavar poco a poco hasta derribarlo. Cuando lo consiga, se comerá a tus crías y a las mías.
La gata bajó al pie del árbol y le dijo a la jabalina: –Amiga jabalina, vengo a avisarte de los terribles planes del águila que está pendiente del momento que dejes solas a tus crías para devorarlas.
Los días pasaron y ni el águila ni la jabalina se movían de su sitio. Sus crías comenzaron a adelgazar por el hambre, hasta que terminaron muriendo; poco después, también murieron el águila y la jabalina. De esta forma, la gata se quedó con todo el árbol.
Para deconstruir la ideología del odio que opera calculadamente sembrando pánico y estimulando prejuicios contra lo popular, no alcanza con ganar el gobierno, es preciso una práctica social que dispute los miserables valores y enunciados neoliberales que conducen a la grieta, la acumulación desmedida y la muerte, como se decía en el nazismo, de algunas vidas que “no son dignas de ser vividas”.