Queda poco tiempo

19 de marzo, 2023 | 00.05

Los dos principales indicadores del proceso de ataque terminal a la democracia en el que estamos son el atentado a Cristina y el fallo condenatorio contra la actual vicepresidenta. No los únicos, claro. No habría que perder de vista la destrucción del despacho que CFK ocupa en el Senado de la Nación, operado en un prolongado lapso de tiempo sin que esa circunstancia deviniera en la intervención de ningún organismo de seguridad local o nacional. El común denominador es, pues, la violencia. Y en todos los casos aparecen nombres: los de los instigadores del atentado, los de los autores del fallo corrupto del tribunal y los de los ejecutores del fallido magnicidio.

El rasgo común de esta escalada es el eclipse de la verdad. A tal punto que el diario La Nación sostuvo hace poco la probabilidad de que el intento de magnicidio nunca hubiera sucedido, conclusión que se extrae… ¡de una encuesta!, en la que una cantidad de personas consultadas opina que el episodio fue un “autoatentado”. Las impresionantes 1.600 fojas del fallo condenatorio a la ex presidenta impresionan por su número, pero adentrarse en su contenido es una experiencia poco recomendable, especialmente para gente que tenga alguna idea sobre el derecho procesal. La verdad no entra en ninguna parte del frondoso documento, plagado de todos los lugares comunes habituales en los medios de comunicación concentrados que estaban suficientemente difundidos sin necesidad del nuevo y lamentable libelo judicial.

Estamos entrando en un nuevo período electoral. El primero en el que se ha introducido la cuestión de la proscripción, que es el nombre de la violencia en la Argentina. Si no fuera ese el sentido del episodio judicial alguien tendría que explicar por qué las licitaciones de obras públicas en la provincia de Santa Cruz son responsabilidad del presidente de la República. Pero en este caso el atropello es tan grotesco que la invocación de la Constitución Nacional por parte de los acusadores es un acto vacío. La Constitución no rige actualmente entre nosotros en varios aspectos de su articulado: nada en su interior dice, por ejemplo, que la composición del Consejo de la Magistratura es facultad de la Corte Suprema. O que las leyes aprobadas por el Congreso con las mayorías que la misma Constitución establece pueden ser derogadas por ese tribunal. El estado de derecho no está por romperse en la Argentina: ya se está rompiendo.

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En este clima estamos entrando en el período electoral. Y en este clima, buena parte de los actores centrales del frente político que hoy gobierna parece estar “en otra sintonía”. Es razonable que quienes hoy gobiernan teman perder los pocos espacios de decisión y representación que hoy conservan. Y es muy importante que lo logren: cuanto más se licúe el poder ejecutivo constitucional en este contexto crítico que atravesamos (entre otras cosas, la sequía amenaza con hacer más complicada -si esto fuera posible- la viabilidad del acuerdo con el Fondo). El sostenimiento de la gobernabilidad no es solamente una necesidad del presidente: es el resorte principal de la continuidad democrática.

Ahora bien, el sector político que rodea a Alberto tendría que reconstruir la brújula: no son las chicanas contra Cristina -y especialmente las que niegan la proscripción- lo que mejorará las posibilidades de un tránsito pacífico y exitoso hacia las elecciones. Y no sería mucho pedir que ese tránsito sea no solamente la derrota de los planes desestabilizadores -que recrudecerán en estos días- sino la construcción de un camino hacia la victoria electoral. Lo más curioso -casi extravagante- de esta situación es que el paso hacia la recomposición del frente había sido dado exitosamente: el documento de la mesa era (¿es?) una hoja de ruta. Valoraba la acción del gobierno, denunciaba la persecución a la vicepresidenta, creaba las condiciones para un lineamiento programático claro hacia el futuro. Pero de eso nadie habla en ninguno de los sectores que componen el frente, como tampoco se habla de cómo sigue la famosa “mesa”: todo esto tiene más el estilo de un centro estudiantil (con todo respeto, pero reconociendo las necesarias diferencias) que de un estado mayor de una fuerza que dice representar un futuro de democracia, independencia y justicia social en nuestra patria.

“Todos los condenados tienen cura/cinco minutos antes de la muerte”, supo decir nuestro poeta Almafuerte. Si empezáramos hoy llegaríamos con lo justo (si es que llegáramos). Todos los que decimos de nuestro compromiso con un proyecto de patria tendríamos que examinar nuestro propio lugar. Y tendríamos que transparentar nuestra conducta, decir por qué decimos lo que decimos, por qué hacemos lo que hacemos. La “responsabilidad” no es una palabra gorila, es una condición de la política. Cuanto peor, no es mejor. Mi generación lo aprendió con mucho sufrimiento; en los años setenta, parte de los segmentos políticamente más activos y relevantes de nuestra sociedad consideraron que la convocatoria de Perón a la “prudencia y la sabiduría” era un producto de su senectud; entonces los hechos se movieron exactamente en la dirección que quería la oligarquía y el terrorismo de la derecha.

La campaña electoral es un desafío. Sería un error forzar soluciones “de compromiso”, silenciar las diferencias, sobreactuar la armonía política: a esta altura no sería creíble. Hay que resolver las diferencias a través de un proceso claro de discusión y votación interna. Claro que no se puede recorrer este camino sin abandonar la política -que no es juvenil, sino infantil- de intercambiarse mutuamente chicanas a través de los medios de comunicación: parece mentira que nadie parezca advertir que así estamos haciendo la campaña de la derecha. ¿En qué consiste la promesa que le va a hacer el Frente a la sociedad argentina? A los trabajadores, a los que quedaron “afuera”, a los jóvenes, a las mujeres, a los empresarios realmente nacionales, a los investigadores y científicos, al mundo de la universidad, de la cultura, de la comunicación.

No hay triunfo electoral sin enamoramiento social.