La angustia y el estado anímico social como problema político

23 de abril, 2022 | 00.05

Cada época presenta afectos dominantes que presiden la economía de los cuerpos y reglamentan las relaciones interpersonales. Por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial, se acuñó el término neurosis de guerra ​ para describir lo que se conoció como estrés postraumático, un  trastorno emocional a causa del terror sufrido que afectó a muchos soldados. Sus manifestaciones principales eran pánico, dificultades para razonar, dormir, caminar y hablar, amnesia, mareos, temblores e hipersensibilidad a los ruidos. 
Es momento de comenzar a pensar los efectos que produjo la pandemia en los cuerpos y en la subjetividad.

El coronavirus y la cuarentena desarrollaron el afecto de angustia en sus tres expresiones: como amenaza, como miedo y como pánico. La primera de ellas se experimenta como temor a una pérdida o separación, en este caso de la “normalidad anterior”, la salud, la economía, los lazos sociales, etc. La segunda, el miedo al virus o al contagio, que se instalara como una vivencia cotidiana. La tercera posibilidad equivale al afecto de terror, implica un cúmulo de estímulos que rebasa toda medida, sin preparación ni defensa.

En sus tres expresiones la angustia, ese afecto que no engaña, condujo al cansancio generalizado y a la despolitización social; no es casual ni un dato menor que los medios de comunicación corporativos la estimulen.

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Durante los casi dos años que duró la pandemia, la política se redujo al ámbito de las instituciones, mientras el desvitalizado cuerpo social delegó casi por completo su fuerza en el Estado y en los dirigentes que, para colmo de males, están actualmente muy ocupados en las rencillas internas. Las disputas entre el presidente y la vicepresidenta aumentan la sensación de desamparo y pánico colectivo.

No es recomendable que la subjetividad permanezca en la angustia o en la increencia respecto de la política, ya que esa posición conduce al individualismo y a un rechazo que sólo ensancha al mercado y sus agitadores de la derecha. ¿Cuál es la mejor estrategia para enfrentar la angustia social generalizada? 
Habrá que contener la angustia y politizarla, pero no será una tarea que resolverán por arriba los poderes ni los dirigentes, porque se constata en ellos una dificultad para escuchar a las bases, que parecieran demandar en el desierto.

La ausencia de conducción y de dirigentes con escucha, sumadas la reciente asunción de Horacio Rosatti como titular del Consejo de la Magistratura y la pervertida estructura oligárquica de nuestro poder judicial -una Corte de solo cuatro miembros, que deja un enorme espacio para la arbitrariedad-,  ponen en peligro la democracia, la república, generando además aumento del desamparo social. 

Tendrá que ser la movilización política plebeya la que abrace a los “nadies” y aporte un límite ético capaz de atenuar la sensación de desprotección generalizada. Tomar iniciativa popular, salir a la calle articulando las demandas diferenciales sin que reine el binarismo imaginario “votos-lapicera”, sino la fuerza que implica poner en escena la democracia por excelencia:  la libertad de reclamar de manera horizontal y sin jerarquías. 

La calle es el lugar de la movilización de las bases que expresa voces, articula demandas y afectos políticos como el amor, organizándolos en un cuerpo colectivo y una sociabilidad compañera que pone en acto una narrativa plural capaz de enseñarle democracia a cualquier dirigente personalista. 

Cuando las partes del sistema democrático que no se sienten escuchadas ni representadas en el orden imperante se articulan y organizan políticamente, se pone en juego la soberanía popular.

La soberanía popular constituye una energía emancipada en el interior del orden democrático. Un “nosotros” instituyente que se reúne en la calle, se compone de cuerpos visibles, audibles e interdependientes que actúan en común. 

En la soberanía del pueblo radica la mayor potencia democrática, la apertura de lo político y la posibilidad de recuperar la esperanza erosionada. 
La buena noticia es que a veces la angustia despierta y funciona como una brújula para el sujeto, señalándole su causa. 

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