La deriva que asuma el “caso Vicentin” será un test para la democracia argentina. Una vez más el poder judicial acaba de bloquear una decisión política de gobierno tomada en ejercicio legítimo de su poder. En los años de gobierno de Cristina Kirchner esa práctica se apoyó sistemáticamente en dos pilares, el recurso cautelar que suspendía la aplicación de una determinada ley o de una decisión del poder ejecutivo y por la impugnación a la constitucionalidad de esas decisiones. Así fue, por ejemplo, en el caso de la ley de comunicación audiovisual que postergó largamente su aplicación y anuló de hecho el artículo que obligaba a los oligopolios del sector a “desinvertir” hasta colocarse en condiciones de aceptar la competencia en el sector. El juez Lorenzino ha incorporado una innovación: se abstiene de pronunciarse sobre la constitucionalidad del decreto de necesidad y urgencia 522 dictado por el actual presidente; lo “deroga” de facto al fallar que permanezcan en sus cargos las actuales autoridades de Vicentin.
El interrogante más inmediato que abre este insólito fallo tiene que ver con la voluntad política del gobierno para abrir paso a un rumbo públicamente anunciado por el presidente, orientado a “rescatar” la empresa previamente vaciada por sus administradores y a evitar su desguace o su desnacionalización. Como se sabe, la decisión del presidente ha sido la de ensayar una suerte de plan “b” que consiste en la conformación de una empresa mixta, en la que, según explicó el presidente, el estado tiene que reservarse el poder de decisión. Si los tribunales bloquearan esta alternativa, volvería a funcionar el proyecto de someter la expropiación de la empresa a la discusión parlamentaria. El presidente acaba de afirmar que se trata de dos caminos alternativos para asegurar que el Estado se ponga al frente de esa empresa a la que considera vital para la regulación del comercio agrícola. En los próximos días se verá si efectivamente esa voluntad de intervención estatal se verifica.
Pero lo que está en juego no es solamente la suerte de un conglomerado empresarial. El interrogante más importante que este caso plantea es la viabilidad de un proyecto político transformador en el actual contexto institucional. Está claro, dicho sea de paso, que las instituciones argentinas resultan muy funcionales a los proyectos neoliberales; la experiencia del macrismo lo evidencia de modo abrumador. Ninguna ley aprobada en un Congreso en el que la derecha y sus aliados circunstanciales impusieron su circunstancial mayoría, ni siquiera los abusivos decretos presidenciales (uno de los cuales llegó a designar jueces en comisión a la corte suprema de justicia) sufrieron inconvenientes mayores en el poder judicial. El argumento de que se trataba de un gobierno apegado al estado de derecho nunca fue muy sustentable, pero hoy cuando asistimos a la revelación de la metodología mafiosa para espiar y perseguir opositores simplemente provoca risa. Está claro que la institucionalidad “realmente existente” en Argentina es refractaria a los cambios en un sentido popular y complaciente con los designios de los sectores más poderosos de la sociedad.
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Ese estado de cosas plantea interrogantes a la hora de establecer una estrategia transformadora. El actual proceso político es hijo de dos circunstancias políticas que confluyeron: el desastroso resultado de la gestión de Macri y la decisión de Cristina de facilitar el proceso de unidad del peronismo y la oposición con su propuesta para la fórmula presidencial. En el momento de su decisión, la ex presidenta subrayó la necesidad de que la coalición de gobierno debía ser incluso más amplia que la unidad electoral. Ese es el tiempo que vivimos. Alberto Fernández trata cordialmente a todo el mundo. Lo explica todo, lo admite todo. Incluso que una periodista impertinente lo trate como si estuviera hablando con un par (todas las personas merecen respeto, pero en este caso la persona era el portador de la más alta representatividad institucional). Muy difícilmente haya otro político con la capacidad de desarrollar el rol de la unidad nacional, de la tolerancia y el respeto institucional. Así y todo, el establishment se dedica a tiempo completo a través de sus herramientas mediáticas a desgastar sistemáticamente su figura. Sea como un autoritario cínico que oculta sus verdaderos propósitos o como una marioneta de la ex presidenta.
Es posible –y comprensible- que la emergencia sanitaria que vivimos haya demorado la puesta en marcha de una agenda de reformas anunciadas ya por el presidente o por altos dirigentes del espacio que gobierna: impuesto a las grandes fortunas, reforma judicial y legalización del aborto entre otras. Sin embargo, la discusión sobre Vicentín y la deriva todavía incierta de su desarrollo ponen sobre la mesa un interrogante. Y ese interrogante no concierne solamente al presidente sino a las fuerzas políticas y sociales que resistieron al macrismo y consiguieron el triunfo de una promesa de cambio de rumbo. ¿Cuál es el límite dentro del cual se puede compatibilizar la necesidad de cambios muy profundos en la distribución de los recursos en Argentina, con el diálogo y la conciliación política? Cada vez está más claro que lo que cierto periodismo mediocre nombra como “grieta” no es solamente el resultado del carácter individual de algunas personas que ocupan u ocuparon cargos importantes. Que detrás de ese decorado hay un problema muy viejo de este país, que es que hay un bloque social poderoso -dueño de grandes superficies de tierra, de fortunas financieras, de los principales medios de producción y comunicación y hegemónico en la educación- que no acepta el más mínimo condicionamiento de sus privilegios. Que considera que el gravamen a las grandes fortunas es un agravio a la sacrosanta propiedad privada. Que intervenir una empresa destruida por la enfermedad de la especulación financiera es un ataque a los “productores privados”. Que regular democráticamente la comunicación es negar la libertad de opinión. Que luchar por una reforma del régimen de propiedad de la tierra equivale a imponer el comunismo.
Lo peor que puede pasar es que los que queremos vivir en una Argentina más justa nos adaptemos a esos límites, los consideremos infranqueables, amonestemos nosotros mismos a quienes intentan franquearlo. Es necesario romper con esas mordazas, abandonar definitivamente entre nosotros el lenguaje de la década del noventa, el que decía “no hay alternativa”. Dejar de someternos a la extorsión de la palabra. Porque la palabra de los antagonistas de la patria y de la democracia no acepta ninguna limitación. Estuvieron cuatro años persiguiendo a una asociación ilícita sin poder construir prueba alguna de su existencia (a pesar de excavar media Patagonia y de sacar a personas de su casa en pijama para meterlos presos “preventivamente”). Y hoy se revelan como la verdadera asociación ilícita que es esta coalición de soplones, sicarios, narcotraficantes, jueces y fiscales corruptos, periodistas infames, “mesa judicial” y presidente espía. Con el caso Vicentín aparece claro que para ser realmente democrático hay que tomar la palabra con toda energía.