La política interior estadounidense es casi tan entretenida como la argentina. Además sorprende la cantidad de comunicadores locales conocedores profundos de las internas de Nebraska, Ohio y Oklahoma. Sin embargo, lo mejor que aportan a la política local las elecciones en “América” es que, al menos por unos días, ponen a la política internacional, a.k.a geopolítica, en primer plano. ¿Y para qué importa pensar la geopolítica? Principalmente porque significa detenerse en las formas de inserción local en la economía global, lo que empieza por contestar algunas preguntas elementales: ¿Qué productos le puede vender el país al resto del mundo de manera competitiva y qué restricciones enfrenta en el camino? Las respuestas a estas preguntas son, nada menos, que el punto de partida para pensar el desarrollo.
Cuando se mira el mundo desde Argentina, lo primero que aparece es una percepción algo extraña, una disociación entre la voluntad de pertenencia política y el mundo material. En el imaginario de una porción importante de los connacionales, quizá mayoritaria, prevalece la sensación de pertenencia a Occidente y una suerte de carácter tributario a la potencia hegemónica regional, Estados Unidos. Ayer, por ejemplo, fueron un poco patéticas las corbatas rojas de los funcionarios locales a modo de adhesión y celebración del triunfo republicano. En paralelo el grueso del comercio internacional, aunque por fortuna bastante diversificado, se concentra en las dos regiones más despreciadas por la administración libertaria, China y América Latina. No significa que no existan vínculos materiales con la potencia hemisférica, pero son los resultantes de la forma más moderna de dominación, la financiera que se expresa por la vía del endeudamiento externo y sus múltiples dimensiones de subordinación.
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En esta disociación residen las claves de la complejidad de la inserción internacional. Frente a la visión trasnochada del mileísmo, que todavía imagina un mundo pre 1989 en el que supervive la lucha contra “el comunismo”, el escenario del presente no es el de la guerra fría, es decir el de un orden partido entre dos sistemas que se combaten a muerte y con bajos niveles de intercambio económico y cultural. Lo que existe, en cambio, son dos modelos de capitalismo, el de occidente y el asiático con centro en China, los que difieren especialmente en las formas de representación política y de planificación de la producción al interior de sus sociedades, pero que, sin embargo, están profundamente relacionados en los planos comercial, financiero, productivo e incluso cultural.
Esta integración se mantiene a pesar de que en la última década hayan comenzado a relocalizarse algunas “cadenas globales de valor”, los llamados “re/in shorings” promovidos, precisamente, a partir de la primera presidencia de Donald Trump. Si se observa bien, la clave del lema trumpista MAGA (“Make America Great Again”), se encuentra en su última A. “Otra vez, de nuevo” significa recuperar lo que se perdió, la lucha contra el nuevo y evidentemente más eficaz capitalismo emergente. No debe olvidarse que fue la eficacia productiva la que en su momento permitió ganar la guerra fría. En un paper sobre el futuro de la industrialización publicado recientemente por la ONUDI, el órgano de Naciones Unidas para el desarrollo industrial, se destaca un dato que sintetiza el resultado de la competencia intracapitalista: Mientras en el año 2000 China representaba el 6 por ciento de la producción industrial mundial, para 2030 se proyecta que represente el 50 por ciento.
Los que disputan, entonces, son dos capitalismos, pero el dato complejo, inquietante en términos de la estabilidad global, es decir de la “paz mundial”, es que uno de ellos va ganando y el otro, que detenta un poder militar presumiblemente superior, no tiene ninguna intención de ceder su cetro. El problema es que cuando están de por medio las armas nucleares, las diferencias de poder militar son un dato anecdótico, cualquier enfrentamiento es apocalíptico. Y como se sabe desde hace casi 80 años, esta capacidad autodestructiva es la paradoja del poder atómico, que desde 1945 funciona como el principal garante de la paz entre las potencias. No obstante, cuando el ambiente de un polvorín se electrifica es difícil prever dónde puede saltar la chispa que provocará el desastre.
En este preciso momento, los principales analistas de la geopolítica global siguen evaluando los efectos de una nueva presidencia de Trump. Seguramente el resultado del análisis no es especialmente distinto al que llegarían si la triunfadora hubiese sido Kamala Harris. La disputa con China no empezó este martes. Si se dejan de lado las exageraciones de las elites ilustradas estadounidenses, predominantemente demócratas, sobre los peligros para la democracia, etc., es altamente probable que Trump resulte menos belicoso en términos de Guerra Caliente. En principio es esperable una resolución más rápida del conflicto en Ucrania, malas noticias para Zelensky, y una continuidad del dejar hacer a Israel. Por su parte, este mismo octubre el presidente chino Xi Jinping instó a su ejército, el EPL, a “intensificar su preparación para la guerra”. Sin embargo, lo más probable es que la disputa se produzca primero en términos económicos, que se profundice la guerra comercial. Las dudas son si ello será suficiente para frenar a la potencia asiática como pretende Occidente. A esta altura, recuperando el dato de ONUDI, parece improbable.
Desde un lejano país periférico sureño, mientras tanto, la pregunta por el desarrollo es también por la forma de relacionarse con “los dos capitalismos”. Si se suman la dependencia financiera con uno de los polos y financiera y comercial con el otro, lo lógico sería no embanderarse con ninguno de los dos. Y mucho menos traer al escenario local una disputa que no es propia. A partir de aquí surgen algunos puntos ya transitados. El primero es que si el país profundiza su apertura en un contexto de guerra comercial global muy probablemente se convierta en destino parcial de los saldos comerciales excedentes. En el mileismo, mientras tanto, están convencidos de que el triunfo republicano les asegura completar la alianza con los poderes económicos local y global. Y dado que el talón de Aquiles del plan Caputo es la potencial falta de dólares, sumado a que Trump, por razones estrictamente ideológicas, ya ayudó a la Argentina durante el macrismo, el triunfo republicano es visto como propio, como la legitimación de una política de ultra alineamiento acertada y como una tabla de salvación para refinanciar los vencimientos de 2025. En medio de una euforia inapropiada, la expresión que se escuchaba este martes en la Casa Rosada era “no nos vamos más”.