La intensa contienda electoral en Estados Unidos, protagonizada por Kamala Harris y Donald Trump, ha entrado en una fase decisiva. Tras un acalorado debate televisivo y un nuevo atentado contra la vida del expresidente y candidato, la contienda pone de relieve las profundas divergencias estratégicas dentro del Bloque de Poder Angloamericano en torno a la definición del rumbo que tomará la territorialidad más importante del planeta. Este contexto ayuda a entender por qué el panorama se ve marcado por una creciente violencia política.
MÁS INFO
La lucha interna en el Bloque Angloamericano: Globalistas vs Neoconservadores
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
El enfrentamiento entre globalistas y neoconservadores ha emergido como la principal división estratégica dentro del Bloque de Poder Angloamericano. Esto tiene profundas implicaciones, tanto para los Estados Unidos como para el llamado “Occidente”, y el conjunto del orden geopolítico mundial.
Los globalistas promueven una agenda multilateral que busca ampliar la hegemonía del gran capital de origen angloamericano, favoreciendo instancias de gobernanza mundial como el G7, el G20, la OTAN y la OMC. Este proyecto se apoya en la interdependencia económica y la digitalización de los procesos en ésta fase del capitalismo. Esta visión también incluye la centralización del mundo desde una imbricada red global de control corporativo y un aumento en la influencia de actores no estatales y organizaciones supranacionale.
En cambio, los neoconservadores defienden una postura que subraya la primacía capitalista con los Estados Unidos como poder hegemónico unilateral. Esta corriente, más cercana al trumpismo, apuesta por mantener la supremacía del dólar y la preeminencia del complejo militar-industrial estadounidense. Bajo esta perspectiva, la seguridad y el control sobre las reservas energéticas globales son esenciales para mantener el liderazgo, lo que ha llevado a guerras y conflictos para proteger esos intereses.
Mientras que figuras del Partido Demócrata, como Joe Biden y Kamala Harris, representan una aproximación globalista, Donald Trump ha impulsado una agenda neoconservadora que ya dejó atrás su propuesta asentada en el viejo nacionalismo, enlazando ahora a actores de la facción neorreaccionaria de Silicon Valley (como Elon Musk o Peter Thiel), la territorialidad principal de la emergente aristocracia financiera y tecnológica.
Ambos proyectos sostienen una confrontación directa con China, entendida no sólo como un Estado, sino como una fuerza financiera y tecnológica emergente. Sin embargo, la disputa entre neoconservadores y globalistas ha generado una polarización interna que complica el consenso en torno al rol de Estados Unidos en el mundo.
El debate presidencial: un duelo polarizante
El 10 de septiembre, la nación presenció un intenso enfrentamiento entre Kamala Harris y Donald Trump, durante un debate televisado que duró 90 minutos. Este primer -y probablemente único- cara a cara fue un duelo en el que ambos candidatos exhibieron profundas diferencias sobre diversos temas. Inmigración, economía, aborto y política exterior fueron los tópicos de la polarización que dominaron el encuentro.
Uno de los temas más álgidos fue el de los derechos reproductivos. Harris atacó la decisión del Tribunal Supremo, impulsada por Trump, que anuló el histórico fallo Roe vs. Wade. “Mujeres embarazadas a las que se les niega la atención”, denunció Harris, acusando a su rival de destruir los derechos de las mujeres. Trump, por su parte, defendió la decisión con orgullo: “Tuve mucho coraje, y el Tribunal también”.
Otro punto candente fue la inmigración. Trump volvió a recurrir a una retórica que conectó violentamente el aumento de la inmigración con la criminalidad, incluso llegando a decir que “en Springfield comen los gatos y perros de la gente”. Harris, en contraposición, subrayó la importancia de un enfoque más humano y práctico, orientado a resolver el problema migratorio mediante políticas que equilibren la seguridad y la compasión, tratando de enlazar el tema con su principal idea de campaña: crear una “economía de oportunidades”.
Trump denunció que el debate estuvo amañado en su contra, y afirmó que fue un enfrentamiento “3 contra 1”, en referencia a los dos moderadores de la cadena ABC, David Muir y Lindsay Davis, quienes, según él, favorecieron a Harris al cuestionar sus respuestas. Es que la Cadena ABC, de orientación globalista, incorporó al debate los denominados fact-checks inmediatos, un mecanismo de verificación de lo dicho por los candidatos que logra esmerilar la persistente retórica de la posverdad que tanto caracteriza al Movimiento global de la Alt-Right, en general, y a Trump, en particular.
La encuesta post-debate mostró una ventaja para Harris, quien en algunas encuestas ganó terreno con hasta cinco puntos de diferencia sobre Trump. Sin embargo, en los “swing states” o estados en disputa, el debate pareciera no haber movido mucho las agujas. Eso sucede particularmente en Michigan, donde Trump sigue siendo competitivo.
El atentado contra Donald Trump: la violencia en aumento
Cinco días después de este debate, Donald Trump fue blanco de otro intento de atentado en su Trump International Golf Club, en Florida. El atacante, Ryan Wesley Routh, de 58 años, tiene un largo historial criminal y había manifestado su odio a Putin y su irrestricto apoyo a Ucrania en redes sociales. Routh fue detenido tras huir de la escena, luego de que agentes del Servicio Secreto lo enfrentaran y dispararan. Entre los arbustos donde se escondía, se encontraron un rifle AK-47, mochilas y una cámara GoPro.
El perfil de Routh ha generado especulaciones. Nacido en Carolina del Norte, con un pasado lleno de delitos graves, su motivación para cometer el atentado aún no está clara. A pesar de haber votado por Trump en 2016, en los últimos años se distanció políticamente, apoyando a otros candidatos y expresando posiciones contradictorias. El FBI ha calificado el ataque como un “intento de asesinato”, intensificando las tensiones en un clima político ya de por sí enrarecido.
La violencia política como nueva normalidad
El atentado contra Trump y el áspero debate no son eventos aislados, sino síntomas de una tendencia más amplia de violencia política en Estados Unidos. En los últimos años, la retórica política ha escalado en agresividad, y la polarización ha desencadenado un aumento en incidentes violentos.
Las manifestaciones, los ataques físicos a funcionarios y las constantes amenazas contra figuras públicas evidencian un debilitamiento del discurso democrático. A esto se suma el obsoleto y restrictivo diseño electoral del país, concebido a imagen y semejanza de las élites WASP (blancas, anglosajonas y protestantes), tradicionalmente temerosas de la participación popular. Así, la política estadounidense se desarrolla en un complejo entramado de clanes político-familiares, “superdelegados” bipartidistas, senadores casi vitalicios, burócratas del deep state en Washington, y los vastos recursos que la aristocracia financiera y tecnológica destina a uno u otro bando político, según si responden a las pretensiones estratégicas de globalistas o neoconservadores.
El clima electoral de 2024 está marcado por un contexto de creciente violencia política. Mientras Trump sigue desafiando las normas establecidas, acusando a sus oponentes de fraude y traición, el Partido Demócrata aún no ha encontrado la forma de dar una batalla política efectiva, pagando un alto precio por su demora en resolver el apartamiento electoral de Joe Biden, tanto por su evidente deterioro cognitivo como por la gestión de ciertas variables económicas durante su administración, como la estabilización de la inflación y la creación de nuevos empleos de calidad.
La violencia política, antes un fenómeno esporádico, parece haberse convertido en el telón de fondo sobre el cual la élite económica y política estadounidense escenifica la campaña presidencial. Sin ir más lejos, el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 sigue sin castigos definitivos. Según Reuters, desde esa fecha se han registrado 213 incidentes de violencia política, de los cuales dos tercios implicaron violencia física y enfrentamientos, y en 18 de ellos hubo víctimas fatales.
Por otro lado, un informe de The Associated Press, publicado en mayo de este año, indicó que al menos 2.900 personas han sido arrestadas en protestas contra el genocidio en Palestina, llevadas a cabo en 60 universidades estadounidenses. Algunas de las más prestigiosas instituciones del país han registrado escenas de gran violencia, algo que no se veía desde las protestas contra la guerra de Vietnam en los años setenta.
La llegada de Trump a la presidencia coincidió con el auge de la violencia, la cual, lejos de disminuir, continuó durante los cuatro años de mandato demócrata. Entre los hechos más destacados figuran el secuestro planificado de la gobernadora demócrata de Michigan, Gretchen Whitmer, frustrado por el FBI en octubre de 2020, y el ataque al esposo de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en octubre de 2022, pocos días antes de las elecciones de medio término. El propio Trump ha sido víctima de esta creciente violencia política, con dos atentados en un lapso de dos meses: el primero en un mitin en Pensilvania, el 13 de julio, y el más reciente en Florida, el 15 de septiembre.
Estados Unidos, que alguna vez se autoproclamó como el bastión de la democracia estable y el defensor de los valores liberales en el mundo, enfrenta ahora un innegable deterioro de su institucionalidad. El otrora intocable sistema político estadounidense se ha visto sacudido por la desconfianza generalizada de una ciudadanía que, tras décadas de promesas incumplidas y políticas neoliberales destructivas, ha comenzado a cuestionar seriamente a sus líderes y los procesos electorales que alguna vez consideró legítimos.
Este declive de la democracia estadounidense parece ser el reflejo de un imperio que, mientras desata conflictos armados y saquea recursos en el extranjero en nombre de la “libertad” y la “democracia”, ha abandonado a su propio pueblo a una creciente desigualdad y exclusión social. Las élites económicas y políticas, desconectadas de las necesidades de las mayorías, perpetúan un sistema que solo beneficia a sus privilegios. En este contexto, la precarización laboral, la falta de acceso a derechos básicos (salud, vivienda y educación), la brutalidad policial, la drogadicción que afecta a amplias capas de la ciudadanía, y el culto a la guerra -que ha enviado a generaciones enteras a campos de batalla en las más diversas latitudes del planeta- se han convertido en la trágica realidad de una nación marcada por la violencia.
El creciente caos interno y la escalada de la violencia política pueden empezar a señalar cierta descomposición del imperio estadounidense. La pregunta que surge es si este ciclo podrá revertirse antes de que sea demasiado tarde, o si, como muchos otros imperios en la historia, Estados Unidos acabará cayendo víctima de sus propias contradicciones. En lugar de exportar conflictos y dominar a otras naciones bajo el manto de la intervención “humanitaria”, el verdadero reto para el futuro de Estados Unidos radica en enfrentarse a su propio fracaso interno y en reconstruir una sociedad basada en la justicia social, la equidad y la verdadera democracia popular, libre de los tentáculos del gran capital y el imperialismo.