Unidad nacional, una fórmula en la historia argentina que involucra a Alberdi, Yrigoyen, Perón y Kirchner

25 de octubre, 2023 | 10.36

“Dadme un punto de coincidencias y haremos una patria” (Arturo Jauretche. 1958)

“Voy a convocar a un gobierno de unidad nacional el 10 de diciembre”, dijo Sergio Massa durante su discurso, la noche del domingo. Apelaba a una de las mejores tradiciones de la política argentina y al pensamiento estratégico que animó a Juan Perón y a la liturgia de su movimiento.

Alcanzar ese objetivo siempre obliga a mezclar lo “imposible”, unir los extremos, hacer dialogar lo incompatible. La síntesis es, una vez más, en un momento de descreimiento en el sistema, la fórmula más apta para salir de la crisis.

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No es una novedad en la historia de los argentinos. Lo intentó Juan Bautista Alberdi, después de décadas de guerra civil, al cruzar las tradiciones unitarias y federales buscando un modelo apto para organizar definitivamente la República.

También por esa senda avanzó Hipólito Yrigoyen cuando sumó a la tradición federal del siglo XIX la nueva agenda democrática de las clases medias urbanas como propuesta alternativa al régimen oligárquico. Lo realizó Juan Perón al mezclar, partiendo desde una diversidad de lecturas y visiones, a dos corrientes del pensamiento argentino que como el nacionalismo y el socialismo habían tenido una intensa presencia política e intelectual pero escaso peso electoral.

También Néstor Kirchner lo propuso, al agregarle a la tradición de Perón y Evita la experiencia de los años 70’ y las reivindicaciones y programas del progresismo contemporáneo. La búsqueda de la unidad nacional siempre implicó políticas de acuerdos.

Con grandes pactos se fue construyendo, trabajosamente, lo que hoy llamamos Argentina. Lo reconoce la Constitución de 1853 cuando se referencia en los “pactos preexistentes”. En ellos se valoraba la unidad nacional, el sistema federal, la paz y la resistencia a cualquier invasión extranjera.

Desde otra corriente del pensamiento rioplatense, José Gervacio de Artigas también había aportado, a principios del siglo XIX, ideas imprescindibles para la constitución de una nación: independencia absoluta; confederación; libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable; igualdad, libertad y seguridad de los ciudadanos y de los Pueblos; forma de gobierno republicana; división de poderes independientes; aniquilamiento del despotismo militar con trabas constitucionales que aseguren inviolable la soberanía de los pueblos; buscar fuera de Buenos Aires el lugar de residencia del gobierno de las Provincias Unidas.

La propia Constitución, dictada en Santa Fe en 1853, ampliaba el pacto en su preámbulo con nuevos compromisos como afianzar la justicia, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad.

Un siglo después, la reforma constitucional de 1949, pensada justicialistamente y proyectando una “constitución social” cuya necesidad ya había anticipado Alejandro Korn en la década de 1920, extendió el programa mínimo de los acuerdos diseñados desde la matriz liberal para asegurar la existencia de la nación y agregó objetivos como promover la cultura nacional y constituir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.

Estas ideas se manifestaron también en expresiones más simbólicas, e incluso populares. En el Himno Nacional se afirman los principios irrenunciables de unión, libertad, igualdad y soberanía; todas enmarcados en una emancipación de dimensiones americanas.

Hacia adentro del Justicialismo, la “marcha peronista” expresa, de manera popular, un programa básico de consenso político: la prioridad del trabajo; el papel del capital en la economía; la agenda de los principios sociales; la construcción de una Argentina como la que soñara San Martín, unida a su destino latinoamericano; una oposición a toda política basada en el odio de clase y las desigualdades sociales, siendo intransigentes en sostener el amor y la igualdad como principios de convivencia ciudadana.

Esta base programática se extiende en la creencia de que la Nación solo puede ser grande si el pueblo es feliz; pero, también, en la afirmación de que las mujeres y los hombres sólo pueden realizarse individualmente si la patria desarrolla un proyecto colectivo que los albergue. La idea de unidad forma parte esencial de la doctrina Justicialista.

El 17 de octubre fue un “frente” en donde convergieron diversas tradiciones políticas y novedosos sujetos sociales; casi un mandato fundacional. El “último” Perón pensó la unidad como ordenadora de un proyecto nacional, indispensable para la construcción del modelo argentino de organización comunitaria.

La necesidad de unidad recorre toda la saga peronista. Lo hace desde la convicción de que al estar todos unidos se asegurará el triunfo. Repite el mismo ideario en la tan difundida alternativa de mantenerse unidos o permanecer dominados, que proyectaba Perón cuando vislumbraba la llegada, todavía algo lejana, del mítico año 2000.

Había en esa certeza cierta tradición de la poesía martinfierrista que, traducida a la política, aseguraba que la pelea entre hermanos los ponía en la situación de ser devorados por los “de afuera”.

La idea de unidad abarca diversas arquitecturas relacionadas a objetivos y necesidades: la unidad del peronismo, como núcleo de aglutinamiento fundamental para cualquier construcción política más amplia; la unidad del movimiento nacional y del campo popular, para constituir un amplio frente que asegure la independencia en la toma de decisiones; la unidad nacional como proyecto cultural que se oriente a lograr la paz y el bienestar para todos los argentinos; la unidad continental, recogiendo la tradición romántica y antiimperialista de la Patria Grande y la convicción pragmática de construir un amplio mercado interno latinoamericano que fomente el desarrollo industrial.

La antítesis de la unidad es el sectarismo. El riesgo básico es que a un proyecto político lo consuman las prácticas divisionistas. Las luchas permanentes son siempre un exagerado consumo de fuerzas que llevan al desorden general, y que impiden que el objetivo de la justicia social se alcance.

Para ser una Nación, el ámbito de las coincidencias debe ser más fuerte que el ejercicio inevitable de las discrepancias políticas. Se sabe que no es fácil organizar una transformación social en forma armoniosa, entre tantos intereses cruzados y enfrentados

Siempre hay dificultades cuando se pone en juego la distribución de riquezas individuales, nacionales e internacionales. Pero tengamos claro que si no se modifican de raíz las tramas de las desigualdades económico-sociales, las posibilidades de “ordenar “ el país desde una cultura que nos identifique y vincule, serán muy dificultosas.

Todo proyecto político debe tener principios y explicitarlos.

Por ello es positivo señalar las cuestiones básicas que son innegociables para un gobierno de unidad nacional que convoque a las mayorías y aceptar temas que “incomoden”, para construir la agenda del consenso.

Se debe marchar con firmeza y con paciencia. La paciencia es superior a la coyuntura. La unidad supera al conflicto.

Convocar a un gobierno de unidad nacional nos dará esperanza para el futuro.

La esperanza es, siempre, la consecuencia de decisiones y acciones.

La convocatoria a un gobierno de unidad nacional, desarrollar un proyecto cultural de nación, será, sin duda, una etapa superior de la política.

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Mario Oporto

Profesor de Historia, actual Subsecretario de Relaciones Internacionales de la provincia de Buenos Aires. Ex ministro de Educación de la Provincia. Da clases de historia latinoamericana en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad Nacional de Lanús.