La elección y la moral política, de Massa a Milei

15 de octubre, 2023 | 00.05

La denuncia del presidente Fernández a Milei por su operatoria mediática contra la moneda pública es moralmente impecable, jurídicamente muy defendible. El problema que tiene es que políticamente es claramente perjudicial a los intereses de la coalición electoral en cuyo marco actúa el presidente. Resulta ser éste un emergente de una perspectiva que recorre caudalosa las redes sociales, la de “frenar al candidato” sobre la base de su impugnación moral o siquiátrica. Es una buena ocasión para rediscutir el vínculo entre política y moral, cuyo volumen e importancia exceden largamente las pretensiones de esta nota. 

La idea de que el “buen político” es aquel que desarrolla su actividad de tal modo que esté sometida a la moral es una idea muy seductora. En principio, la toma de posición a favor del “bueno” tiene como telón de fondo las clásicas denuncias de corrupción que tienen como objeto a personajes políticamente muy influyentes. La política es mala porque está corrompida, sería la tesis que abona esta práctica. Es una línea muy tentadora porque pone a quien la practica del lado del bien, que es más masivo en el momento de la declamación moral que en el terreno real. Por supuesto que no es cierto que el político debe estar eximido del juicio moral, la cuestión es un poco más compleja. De lo que se trata es de establecer una distinción entre la moral como esfera del mundo espiritual de los humanos y la especificidad que la política tiene entre todas las actividades humanas. El político tiene las mismas obligaciones que el resto de los mortales, excepto en un aspecto: tiene que aceptar que la vara con la que ha de ser medido es más alta, más exigente. El político tiene todas las responsabilidades morales de sus semejantes que dedican su tiempo a otras actividades, pero además ha establecido un público compromiso con el bien de su patria y el de sus habitantes. Más aún: esta última obligación es lo que convierte a la moral política en una forma superior del compromiso social: no solamente tengo que “cuidar mi alma” sino que además soy corresponsable de la suerte colectiva, de aquello que no afecta solamente la subjetividad moral de la persona sino la vida de la “polis”. Para el delito está la justicia en la aplicación de las leyes y de la constitución, para la mala praxis específicamente política está la sanción política. Y la sanción política -así como la definición de lo que debe ser sancionado no está escrita en ningún código ni en constitución alguna; si lo está, deja de ser política para pasar a ser “meramente jurídica”.

La práctica de estos tiempos, los tiempos de la expansión ilimitada de la influencia de los medios de comunicación, están marcadas por el reduccionismo y la confusión. De todos modos, esta historia -la de la colonización del juicio político por el criterio “moral” de quien la observa mediáticamente- tiene añejas tradiciones, a tal punto que el ilustre pensador político florentino Niccolo Maquiavelli tuvo ocasión de criticarla enérgicamente en el siglo XVI. El Príncipe de Maquiavelo, el conductor en su aspecto más creador, más transformador, tenía que tener el norte excluyente en aquello que con nuestro lenguaje podríamos llamar “la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación”. En aquellos tiempos la unidad de Italia y su independencia eran el objetivo al que el pensador colocaba en el centro de su visión del mundo. ¿Qué pasa cuando el líder político tiene que mentir (o, incluso, matar) en defensa de ese bien? Desde el punto de vista moral la verdad estará en su alma. Desde el punto de vista político será el pueblo el que lo juzgue, dándole su apoyo o negándoselo. Es decir, la moral del político no está en un texto revelado; el único ámbito en el que encuentra “solución” es en la propia conciencia del político y en el reconocimiento (o no) por parte del pueblo. 

Pasemos rápidamente a nuestra realidad. El imaginario político maquiavélico de estas horas en la Argentina no puede sino tener como guía una conducta que lo conduzca desde la perspectiva más crudamente realista a ganar la elección, después ya habrá tiempo de curar su alma. Cuál es la conducta que acerca el triunfo, esa es la pregunta principal si no, la única. Si fracasa, hará fracasar la causa del pueblo, si triunfa no habrá impugnación moral que la alcance. Podrá pedirle perdón a su visión religiosa del mundo, si es el caso. Pero lo que no tendría defensa en ningún juicio colectivo políticamente conformado son las acciones que contribuyan a su derrota y, con ella, la del pueblo. En la delirante forma de discusión que nos imponen los medios, no faltará alguien que diga: ¿pero robar no está mal?, la simple respuesta es que, desde el punto de vista político, el robo debe figurar en cualquier normativa razonable como legalmente prohibido y duramente castigable; igualmente que en el caso anteriormente invocado, el reproche “moral” no es asunto de la política, hay otras esferas del espíritu humano que se ocupan de eso. Pero la usurpación privada de bienes públicos es y será una conducta políticamente repugnante.  

No escapará de la mirada del lector/a que la moral del político en tanto tal, no pertenece al campo de la pureza del espíritu ni al contenido de las leyes que sancionan la conducta humana: pertenece, en cambio, al territorio de la política. Que es un campo aleatorio y cambiante. Que lo que ayer parecía que estaba bien, hoy se ha demostrado que puede conducir al desastre de la polis. No hay un juicio moral y políticamente definitivo: por eso, es la historia la que construirá el campo de combate sobre el que se debatirá en el futuro tal o cual acción política; allí aparecerá lo que Max Weber llamó “el politeísmo de los valores”. 

Saltemos de regreso a nuestro presente preelectoral. Cada candidato, partido o coalición eligió una figura, una imagen, una palabra, para marcar su lugar político en la escena (desde la “lucha contra la casta” al propósito de una Argentina “socialmente más justa”, pasando por objetivos poco explicados pero muy amenazantes y hasta estremecedores como la “eliminación del kirchnerismo”. Las elecciones son instrumentos de viejísima data, actualizados hoy en las constituciones democrático-liberales. Las elecciones son algo así como los campos de batalla metafóricos, con los que el ideal democrático pretende reducir el campo de la violencia como herramienta central de la lucha política; es una reducción, hay que decirlo, de orden relativo, porque no puede dar cuenta de muchas de las prácticas que conocemos en las “democracias liberales realmente existentes”. 

Estas vísperas electorales transitan en nuestra patria arenas muy movedizas. En pleno proceso de definición de nuestro voto, los argentinos y argentinas hemos tenido que transitar (por lo menos en teoría, ya que sabemos que hay amplios sectores poblacionales ajenos a los climas políticamente “intensos”) un territorio en que las broncas y los miedos interponen su influencia. De todos modos, la “indiferencia” es, también, una conducta política. Y la “ficción democrática” (dicho esto con todo respeto) está basada en el número: “la democracia, ese raro abuso de las estadísticas”, decía Jorge Luis Borges. Hoy, para hablar de la democracia, tenemos que combinar un gran respeto por su recuperación después del salvajismo clasista y criminal de la última dictadura, con un gran espíritu crítico frente a enormes problemas de régimen que transita el país. Nuestro régimen legal-formal sigue siendo democrático, pero han crecido en su interior expresiones de apropiación oligárquica del poder de hacer justicia, de concentración aberrante del poder de los medios de comunicación y de violencias sociales crecientes, mayormente orientadas contra los sectores sociales más débiles. Todas estas novedades hablan de la maduración de una “época constitucional” en nuestra patria, un momento que deseablemente no debería ser lejano, en el que los argentinos discutamos las bases sustanciales de nuestra existencia en común. La presente campaña electoral nos ha colocado ante la evidencia de que los pilares de una Argentina pacífica y democrática no pueden ser construidos sin replanteos políticos raigales. Y tampoco sin el restablecimiento urgente de condiciones de vida dignas para muchas familias que las han perdido en el torbellino neoliberal.