En un contexto de descontento social producto de la crisis económica prolongada y de la alta inflación persistente, esperábamos que las elecciones presidenciales del 22 de octubre ratificaran la reorganización del sistema político que había impulsado la irrupción electoral de Javier Milei en las primarias de agosto. Precisamente Milei había sido quien capitalizó el descontento con las dos coaliciones políticas que dominaron la escena electoral desde 2015, percibidas por buena parte de los votantes como corresponsables de esa crisis. Con una combinación de discurso anti-estado emanado de un libertarianismo machacón y una performance populista anti-establishment (“anticasta”), el economista-influencer había logrado en poco tiempo convertirse en el centro de gravitación de la conversación pública y de la competencia electoral. Su centralidad contrasta con la fragilidad de su armado político y con la simplicidad de su discurso. Y al mismo tiempo da cuenta de la profundidad de la crisis argentina. Por eso era razonable esperar una profundización del vendaval político iniciado en las PASO.
Los resultados del 22 de octubre señalan que la tormenta tuvo lugar, pero solo a medias. Ciertamente, por primera vez desde 2015 el principal competidor de la coalición peronista no es la alianza dominada por el PRO, sino un sello electoral nuevo, construido en 2021. Luego de casi una década de bicoalicionalismo la escena electoral argentina parece dominada por tres tercios de peso específico diferente, representantes de pulsiones políticas y bases sociales también diferentes. Sin embargo, algunos elementos matizan esta reorganización y nos obligan a mirar sus claroscuros.
Primero, el triunfo de Massa pareciera indicar que el peronismo recuperó su base electoral. Su performance se acerca a las de otras coyunturas de un peronismo desgastado tras su paso por el gobierno (1999, 2015). Al mismo tiempo, si se observan provincias como Salta, San Juan, o Misiones, es claro que el fenómeno Milei también corroyó el voto peronista. En pocas palabras, el peronismo recuperó volumen electoral pero perdió poder geográfica y socialmente en manos del descontento capitalizado por Milei. Hay algo de la coalición peronista que está roto y debe recomponerse. Entre otras cosas, eso quiso decir Massa en su discurso en la noche del 22 de octubre: su espacio necesita “abrazar” a nuevos votantes, a votantes perdidos.
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Segundo, Juntos por el Cambio pierde competitividad nacional justo en el momento en que se volvió más competitivo a nivel subnacional. En 2015, el PRO, que había dado al centroderecha un impulso inédito en la historia moderna de Argentina, ofreció programa y candidatos a nivel nacional a un no peronismo que tenía vigencia en las elecciones distritales pero no encontraba la fórmula para competir con el peronismo tras la debacle de la Alianza en 2001. Ocho años más tarde, tras un gobierno deslucido de Macri y tras la interna áspera del PRO por la sucesión de su fundador, algunas de sus conexiones con la sociedad se debilitaron. Enfrascado en su interna, ofreció candidatos débiles en lugares clave, como la provincia de Buenos Aires. Bullrich ganó sólo en la ciudad de Buenos Aires y no logró retener los votos de las primarias, sumadas las dos listas que compitieron en esa oportunidad. Pese a la derrota nacional, Juntos por el Cambio pasará de gobernar 4 a 10 provincias. El PRO, que tenía su fuerza concentrada en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires, gobernará Entre Ríos, Chubut y San Luis. Sin embargo, perdió dominio electoral en el centro productivo del país: algunas ciudades de la zona agraria de la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza, que hasta hace poco eran el corazón de una fuerza que se autopercibía moderna y productiva, fueron parte central de la avanzada libertaria. De permanecer unido, Juntos por el Cambio deberá reconstruir esos puentes sociales que formaban parte de su sostén en términos de sociología y de economía política. Bien mirado, Juntos por el Cambio tiene chances de mantenerse de pie. Además de gobernaciones, intendencias, diputados y senadores tiene un núcleo duro de votantes que estuvo dispuesto a apoyarlo aún frente a la avanzada libertaria. En ese sentido, en esta segunda vuelta tiene poco para ganar y mucho para perder. Quizá sea muy aventurado pronosticar la ruptura de esta coalición. Pero depende de los actores, de su paciencia y de su pericia para mantener la unidad a pesar de las notorias diferencias entre sus alas más radicales y su alas más moderadas.
Tercero, Milei creció poco respecto del resultado de las PASO. Esperábamos una avalancha de votos libertarios pero nos encontramos más bien con una fuerza estancada en su crecimiento. Y de hecho, como sucedió en las primarias, no superó (al menos en el conteo provisorio) el 30% de los votos. Sin embargo, mantuvo el triunfo en algunas provincias con gobiernos peronistas y no peronistas y tendrá a partir del 10 de diciembre un bloque parlamentario nada desdeñable para una fuerza nueva, con débil estructuración y casi nulos mecanismos de coordinación entre sus partes.
Las estrategias de los candidatos que llegaron al ballotage será, en cierto sentido, inversa. Massa necesita “terminar con la grieta” y “abrazar” nuevos electores. En definitiva, reconciliar al peronismo con sectores que mantienen un enojo profundo -de historicidades diferentes- con ese movimiento. En especial dos: sectores moderados de Juntos por el Cambio y el peronismo no kirchnerista que fue detrás de la candidatura de Juan Schiaretti. Milei, en cambio, tiene que revivir la grieta. Necesita remontar una distancia amplia con Massa. Ir en busca más de 20 puntos para ganar. Si nos guiamos por su discurso tras las elecciones generales, su objetivo pasó a ser “terminar con el kirchnerismo”. Paradójicamente, quien se consideraba primera marca de una transformación pro-mercado -frente al ímpetu devaluado de Juntos por el Cambio- debe volverse marca B de esa fuerza cuya argamasa radica en buena parte en la identidad negativa antikirchnerista. Milei debe parecerse a Bullrich. La incógnita es si en ese cambio no pierde buena parte de su atractivo. Al dejar de lado su estilo disruptivo, su evangelio económico libertario y su discurso anticasta -ya no puede hablar de “políticos de mierda”, el momento cúlmine de todas sus performances públicas- puede terminar pareciéndose a los políticos convencionales. Edulcorado, al volver a la identidad negativa que organizó la polarización bicoalicional hasta que el propio Milei irrumpió en política, debilita la novedad de su armado. La victoria de Milei en la segunda vuelta daría cuenta de la eficacia de esa identidad negativa, incluso cuando el kirchnerismo se encuentra en su momento de mayor debilidad política desde su formación. Su derrota, en tanto, abriría la pregunta por la solidez organizativa -un vehículo personalista caótico y colorido- y por la imprecisión sociológica de los apoyos -¿a qué intereses y sectores organizados representa, más allá del descontento?- de esta fuerza variopinta que la sorpresa y la potencia de su irrupción parecieron hacernos olvidar. Para el peronismo, el tiempo que viene será de rediseño tanto de su sistema de poder como de su programa. Habrá que ver si esto ocurre en la victoria o en la derrota. Lo cierto es que, mientras tanto, la crisis económica y las causas del descontento siguen ahí.