Que el ministro de economía de una inflación de tres dígitos resulte electo presidente hubiese sido un verdadero milagro. Y el milagro, que es cosa del capricho de los dioses, no sucedió. Lo que estaba enfrente era mucho peor, la recaída en un modelo ortodoxo, pero en una variante más extremista y con futuro incierto.
Las causas de la verdadera tragedia de que un outsider esperpéntico se haya transformado en Presidente de la Nación deben buscarse en el evidente deterioro de la representación política. Seguramente para muchos de los votantes originales de La Libertad Avanza, la decepción aparecerá aun antes de que su gobierno comience. A “la casta macrista” la votaron dos de cada diez electores, no la mitad más uno que ganó las elecciones. Sin embargo, hasta el presente, todo parece marchar de acuerdo a las previsiones racionales. LLA era un sello de goma sin los cuadros indispensables para conducir el aparato de Estado, era lógico que por “afectio societatis neoliberal” los cuadros terminasen siendo aportados por el macrismo más rancio, es decir por el neoliberalismo realmente existente.
Antes de que aparezcan las voces presuntamente modernas afirmando que “neoliberalismo” es una expresión anacrónica, como se repetía en 2015-16, se recuerda que siempre significó lo mismo: la tríada apertura-desregulación-privatizaciones cuyo resultado fue y será la contracción industrial, la destrucción del patrimonio público y más endeudamiento externo. Nunca deben esperarse efectos diferentes de recetas iguales. Debe recordarse además que el neoliberalismo solo pudo estabilizar transitoriamente la economía en una sola de sus experiencias históricas. Fue en los años 90, cuando la conducción era ejercida por un verdadero zoon politikón, Carlos Menem, acompañado además por el aparato de poder peronista.
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Es esperable que, en relación al neoliberalismo tradicional, el gobierno de LLA no depare sorpresas, salvo que decida no limitarse a llevar adelante sus postulados económicos y opte por asumir también sus posiciones más extremistas y, en consecuencia, produzca una ruptura del pacto liberal-democrático trabajosamente construido desde 1983. Lo único verdadero por ahora es que bajo las reglas de la democracia una mayoría decidió abrir la caja de Pandora. Y si bien se sabe que la caja rebosa de los males del mundo, todavía se desconocen los demonios que saldrán de ella.
Hasta aquí la victoria de LLA, resta ocuparse de lo más importante, la derrota del gobierno del Frente de Todos, la caída de Unión por la Patria. Porque antes que frente a un triunfo de LLA se está frente a una derrota del gobierno popular que vino a redimir a la sociedad de la debacle macrista y no lo consiguió. No es una cuestión semántica. Es un error conceptual leer el advenimiento mileísta en clave ideológica. No se está frente a una súbita ultraderechización de la sociedad, sino frente al hartazgo por la inestabilidad macroeconómica y por un Estado cuyos servicios se fueron deteriorando progresivamente. El voto contra UxP fue policlasista, por eso tampoco alcanza con mentar los niveles de pobreza e indigencia, por inaceptables que sean. A LLA la votaron quienes están bien y quienes están cansados de estar mal. Una vez más se confirma que el voto mayoritario en un balotaje es el castigo al adversario, es el voto por lo que ya no se quiere, el voto “contra”. Antes que decirle sí a Milei la sociedad le dijo “no” a Massa, un buen candidato presidencial, pero también el ministro que en 15 meses no pudo estabilizar la economía.
Pero el problema no fueron los últimos 15 meses. A Massa se le puede recriminar no haber implementado a tiempo un plan de estabilización de resultado incierto (lo que ya fue analizado en este espacio), pero también se le reconoce que “agarró una papa caliente”, lo que es un reconocimiento tácito de que el modelo económico del Frente de Todos venía a los tumbos y fue víctima de su propia lógica: una administración inmovilizada e impotente por su interna interminable producto de dos factores principales: la personalidad del Presidente y la existencia de un sector ideologizado que jugó todo el tiempo en contra.
Alberto Fernández nunca “traicionó” en los términos en que se lo acusaba. Nunca echó del gobierno a los adversarios internos y nunca se decidió a dar el golpe de timón económico cuando ya eran abundantes las señales de que el modelo no funcionaba. No debe olvidarse que la historia de Alberto Fernández es la de un armador político, la de un constructor de consensos. Consciente de haber llegado a la presidencia por interpósita persona, nunca quiso romper la alianza con el kirchnerismo duro, que en contrapartida tuvo un comportamiento de crítica permanente y bloqueo sobre su propia administración, lo que marcará su historia, por más que intentará negarla desde sus sobreabundantes púlpitos legislativos.
El gobierno no contaba y no logró construir mayorías legislativas, fue impotente por el bloqueo opositor a todas sus iniciativas, pero también por el bloqueo interno. Sus propios legisladores más ideologizados votaron en contra hasta el acuerdo con el FMI. El poder real del Presidente fue escaso. De nuevo, no fue sólo la voluntad o no de Alberto Fernández para usar “la lapicera”, como se le reclamaba desde “clases magistrales”, sino su falta de poder real para impulsar las grandes transformaciones, que claramente no eran las zonceras de Vicentin o la hidrovía, ni siquiera el lawfare, sino la conducción de la macroeconomía y el desarrollo productivo.
¿Y por qué estaba mal la macroeconomía? Porque a pesar de haber tenido superávit comercial el gobierno fue incapaz de acumular reservas. Sin reservas no se puede sostener el precio del dólar y si no se puede mantener el nivel del tipo de cambio el resultado es la alta inflación registrada. La mala suerte de la sequía influyó. Muy probablemente la inflación no hubiese llegado a tres dígitos si en 2023 no se hubiesen perdido 20 mil millones de dólares de exportaciones. Pero también debe asumirse que cuando la mala suerte llegó la economía ya estaba frágil y no por la pandemia, que sólo fue el tropiezo del primer año. La razón principal tampoco fue el condicionamiento del endeudamiento. Por más que se hayan criticado las renegociaciones con privados y organismos, el dato cierto es que a partir de ellas se logró transcurrir el resto del gobierno en período de gracia en los pagos. La razón de fondo fue que no se cuidaron las divisas. El “cepo”, el error en el que ya se había incurrido en 2011-15, fue un gran negocio para todos quienes pudieron acceder a los dólares oficiales baratos y lo hicieron a más no poder. También fue una desgracia para la economía en tanto “dólar que entraba, dólar que salía”. Y no solamente hubo dólares baratos para adelantar pagos de deuda e importaciones de todo tipo. También para la compra de inmuebles en el mercado interno y de bienes suntuarios.
Al mismo tiempo se insistió en casi todos los grandes errores de los primeros gobiernos kirchneristas: las tasas de intereses reales negativas, el diagnóstico de que la culpa de la inflación era de las empresas oligopólicas y la persistencia de diversos subsidios tarifarios, incluso para quienes estaban lejos de necesitarlas. En el debate público existió un sesgo antiproductivo, con promoción en las propias filas del falso ambientalismo (“ambientalismo popular”) y un énfasis permanente en el reclamo de derechos de minorías. No está mal promover derechos, lo que estuvo mal fue el combo de wokismo californiano y discurso anti producción en paralelo con un estancamiento del PIB que ya lleva más de una década, es decir la promoción de reclamos de primer mundo cuando en el plano local ni siquiera se pudo sostener un régimen capitalista mediocre, normal como el de los países vecinos, es decir con un mínimo de previsibilidad macroeconómica. Se trató de un progresismo completamente desconectado de la base material que hasta se dio el lujo de demorar meses obras como el gasoducto Néstor Kirchner. Nuevamente un gobierno peronista no tuvo objetivos de desarrollo pre definidos, solo la remisión a un presunto paraíso perdido. Aquí cabe la misma crítica que se le hace al neoliberalismo: no puede esperarse que las mismas recetas provoquen resultados diferentes. No se volvió mejores, sólo más viejos. La derrota no debió sorprender a nadie.-