No existe la comunidad idéntica a sí misma. Toda comunidad está dividida en dos: es siempre una comunidad dividida. La alternancia democrática se inscribe en este presupuesto agonístico. A veces toca ganar. A veces no.
Pero lo que sucedió el domingo en la Argentina no se explica de ese modo. Hay una novedad que la figura de Javier Milei encripta, irreductible al agonismo democrático de la historia reciente. A su desciframiento deberá abocarse la tarea crítica, que en muchos sentidos habla en una lengua muerta incapaz de nombrar adecuadamente formas de dominación más eficaces que nunca antes.
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En mi opinión, eso nuevo es el desvanecimiento la comunidad -necesaria para que exista la disputa-, la pérdida de lo común que toda confrontación política implica, la disgregación. Es el suelo mismo de la política lo que ha sido sustraído; el abismo sustituyó a la grieta y la promesa de aniquilación de vidas y formas de vida a la confrontación más propiamente democrática, cuya paciencia es la de buscar una expresión institucional para los conflictos que toda sociedad aloja.
El engaño -es decir la formulación de promesas incumplibles que enmascaran intenciones imposibles de volverse públicas- forma casi siempre parte de la contienda electoral, y es deber de una cultura ciudadana desarrollada advertirlo a tiempo; o bien, cuando no es posible hacerlo y se sucumbe efectivamente al engaño, exigir el cumplimiento del contrato electoral que una fuerza política se comprometió a respetar para acceder al gobierno. Pero no es posible explicar el triunfo de Javier Milei por el engaño.
El candidato de LLA fue votado precisamente por proponer violencias materiales y simbólicas como nadie antes se habría animado a proponer sin con ello renunciar a sus chances electorales. Pérdida de miles de puestos de trabajo, represión de la protesta social, negación del Terrorismo de Estado, conversión de la vida en pura mercancía pasible de comprarse y venderse en un mercado como si se tratara de un objeto cualquiera, destrucción de la educación y la ciencia públicas, denostación explícita de la justicia social, dinamitación de las instituciones del Estado, desmantelamiento de ministerios sensibles, entrega de recursos naturales, declinación de la soberanía, subordinación económica a una moneda extranjera…
Estas y otras como estas fueron las propuestas votadas por la mayoría de los argentinos y argentinas en los comicios recientes.
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La pérdida de comunidad no se debe a que esas violencias hayan sido propuestas, sino a que hayan sido votadas. Un sostenido mancillamiento de la lengua pública en las redes sociales y en la mayor parte de los medios de comunicación despejan desde hace años el terreno para el surgimiento de una nueva subjetividad, que hunde sus raíces en lo más sórdido tras una banalidad sin margen para la autoexigencia crítica de la propia opinión.
Sin embargo, la comprensión de cualquier fenómeno social, por paradójico o adverso que sea -en este caso un voto masivo infortunado-, exige declinar la descalificación moral en su análisis (más aún: siempre agudo en su percepción política, un amigo me escribió unos días antes de la elección: “estoy preocupado de que tanta buena gente vote a alguien como Milei”). Así como también deberá suspender todo gesto de superioridad ilustrada que presupone una lucidez de sí y una ignorancia del otro en la motivación de las preferencias electorales.
El mayor enemigo de la política es el cansancio, decía el filósofo Alain Badiou. Su condición es la disponibilidad a empezar siempre de nuevo de otro modo, a forjar nuevas militancias y nuevas armas de la crítica en una sabiduría de la adversidad. Y en una memoria capaz de acuñar una acción común eficaz para revertir acaso lo más ominoso producido por la incierta y frágil deriva democrática argentina.
De aquí en más se avizora la imposición de una sociedad en la que los individuos sólo tienen por horizonte el comercio de sí mismos, de sus propios cuerpos, de partes de sus propios cuerpos, pues ya ni siquiera la venta de la fuerza de trabajo -que según decía Marx es lo único que bajo el capitalismo tienen para vender los que nada tienen- traza el límite de la mercantilización total, en la que todo será engullido sin resquicios.
Quizás la principal tarea por venir -para nada equivalente a una “unidad nacional”- sea la de reconstituir una comunidad en cuyo marco organizar los conflictos para que sean políticos y no una pura violencia orientada -otra vez- a la aniquilación.