Ninguno podría permanecer ajeno a una tragedia, sería esperable de una sociedad humana que se precie de tal. Sin embargo, una afirmación semejante más que una certeza hoy en día pareciera no ser más que una esperanza o, quizás aún peor, una expresión de puro voluntarismo. La reciente Pandemia con consecuencias trágicas planetarias, que da la sensación de haber caído rápidamente en el olvido junto con el heroísmo de mucha gente del común –que permanece en el anonimato- y la miserabilidad de otros tantos conocidos por sus nombres y apellidos o por sus denominaciones corporativas, dan cuenta de lo efímero que resulta un ideal humanista si no se asienta en políticas activas que lo sustenten y den batalla a un poder mediático que devora impiadosamente nuestros corazones y anula la racionalidad más elemental.
La degradación del periodismo
Que el periodismo se ha ido degradando no es una novedad, tampoco que el ritmo que ha tomado esa debacle es vertiginoso, tanto como lo son las tecnologías y plataformas que convierten en fugaz cualquier acontecimiento.
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Que el “negocio”, no sólo el informativo y propio de ese sector, se antepone con frecuencia a toda otra regla profesional, no puede sorprender. Ni pensarse, que hubo alguna época en que ello no fuera así. Al igual que la permeabilidad hacia y desde la política, que incide indefectiblemente -y no para bien precisamente- en la misión informativa y disimula opiniones puramente subjetivas con aparentes crónicas de los hechos que se comunican.
Aun partiendo de premisas como las precedentes se tiende a pensar que existen límites, que algunos códigos siguen rigiendo el desempeño de la profesión y de la empresa periodística.
La apelación a los golpes bajos, al sensacionalismo indecente, a la distorsión grosera de los hechos, sin embargo, desmienten la modesta aspiración antes referida.
En pocos días (entre el 9 y el 12 de agosto) en el conurbano bonaerense ocurrieron tres crímenes atroces, una niña de 11 años en Lanús (Morena Domínguez), un médico en Guernica (Nelson Daniel Peralta) y un profesor de educación física en Morón (Juan Carlos Cruz), víctimas de actos delictivos concurrentes que ponen en evidencia una violencia cotidiana que padece la sociedad en su conjunto y no sólo en la Provincia de Buenos Aires.
En esos mismos días (el 10 de agosto) se registró otra muerte, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, junto al Obelisco, en ocasión de un acto de protesta protagonizado por una treintena de personas rigurosamente custodiadas por fuerzas policiales que más que duplicaban el número de manifestantes. El fallecido fue Facundo Molares Schoenfeld, apresado de una manera brutal e inexplicable -como inexplicada- luego de haber hecho uso de la palabra en ese mitin, víctima de la violencia policial e institucional que también padece nuestra sociedad.
Las coberturas periodísticas, en general, superaron ampliamente esos límites éticos y profesionales que debieran reglar una actividad tan necesaria para el ejercicio de un derecho social: el acceso a la información. Las imágenes y los recurrentes relatos en derredor de esos crímenes se regodearon en las tragedias humanas que representaban, sin reparo alguno por quienes sufrían esas pérdidas irreparables y que también resultaban víctimas de esos fatales sucesos.
Algunos medios agregaron una cuota de inaceptable especulación política ligada a la coyuntura preelectoral (a escasos días de las PASO), poniendo el acento en la inseguridad con sesgado direccionamiento a las responsabilidades del gobierno de la Provincia de Buenos Aires y haciendo absoluta abstracción de las autoridades municipales. Dando rienda suelta al punitivismo juvenil bregando por la reducción de la edad de imputabilidad penal, en base a noticias falsas difundidas por el Intendente interino de Lanús y proponiendo “crónicas” que encubrían discursos electoralistas que forzaban una falsa disyuntiva entre “mano dura” y “garantismo”.
Contrastando con las noticias propaladas sobre esos terribles episodios, pero siguiendo esas mismas miserables estrategias comunicacionales, el crimen ocurrido en la ciudad de Buenos Aires se relataba en clave de un absoluto negacionismo de lo evidente, de lo que daban cuenta imágenes y filmaciones -no relatos- de un accionar violento como innecesario de la Policía, centrándose en los antecedentes políticos de la víctima, como si ello restara dramaticidad a esa muerte o habilitara a eludir una condena inexorable a la actuación de las fuerzas de seguridad y a la consiguiente valoración de la responsabilidad que le cabía a la autoridad política local.
La banalización extrema
Fomentar el ojo por ojo, el linchamiento virtual o real como único modo de acción colectiva, la desestimación de garantías esenciales que deben asegurarse a toda persona para no incurrir en un primitivismo cuya deriva es incontrolable, la condena y desprecio de todo aquel que piensa distinto o que se aparta de una aducida “normalidad” (sexual, religiosa, cultural, relacional), nos aleja paulatinamente de todo afán democrático fundado en la pluralidad y diversidad no meramente toleradas, sino, aceptadas como inherentes a un buen vivir comunitario.
La otredad ignorada por los cánones impuestos desde la hegemonía mediática, la exacerbación del individualismo más exaltado cuanto mayor es su divorcio de lo que sucede fuera de ese micro universo y, claro está, en tanto no ponga en riesgo el proyecto personal. La libertad entendida como “libertaria” de uno mismo, despreocupada por la del resto y concebida como desvinculada del entorno social o de la igualdad de oportunidades, sólo tributaria de un “natural” orden meritocrático.
La irreflexiva admisibilidad, o más grave aún la indiferencia consciente, de la denostación de principios sociales cuyo desarrollo ha sido el resultado de luchas, esfuerzos y sacrificios de varias generaciones, sin otorgar trascendencia a sus -cuanto menos, eventuales- consecuencias y a desmedro de la repetición de cruentas experiencias que registra nuestra Historia remota y reciente.
Son todas sendas que conducen a un vacío existencial sin contenido social ni relación virtuosa alguna interpersonal, que se reduce, en su caso, al terreno competitivo y sin avizorar ninguna comunidad de intereses que excedan -y estén por encima- de los que atañen a cada uno.
Esos modelos de comportamiento nos invaden y conquistan el sentido común, forjando un imaginario social propenso a la idealización de un individualismo a ultranza contrario a toda forma de convivencia con equidad. La que supone reconocer principios y valores superiores: ordenadores de la vida en sociedad, rectores para una distribución justa de las cargas y frutos comunitarios, equilibradores de las asimetrías humanas y sociales, proveedores de herramientas para brindar oportunidades de progreso a los sectores más vulnerables -o vulnerabilizados-, garantes del acceso a bienes esenciales que no pueden confiarse al libre albedrío, a la filantropía o al Mercado.
Imágenes del Estado
La presencia insuficiente del Estado para dar respuestas necesarias y oportunas a las demandas ciudadanas, implica un déficit de mayor relevancia e inmediata percepción que el tan vapuleado “déficit fiscal” con sus proyecciones macroeconómicas y recurrentes debates en torno a sus implicancias.
Sin duda se palpan en la actualidad los efectos de ese tipo de carencias, tanto en la cotidianeidad de la población como en las repercusiones políticas que mostraron una clara manifestación en las inclinaciones electorales que revelaron las PASO.
Sin embargo, su antítesis por definición, la ausencia total de Estado o el llevarlo a la mínima expresión para “liberar” las fuerzas del Mercado, dotar de absoluta discrecionalidad a las concertaciones entre particulares sin reparo alguno en sus condiciones y capacidades de negociación, la privatización absoluta sin reserva ninguna de lo público como límite a fines rentísticos en áreas en que se hallan comprometidos derechos humanos fundamentales, en forma alguna pueden concebirse como alternativa virtuosa, superadora ni restañadora de aquellas otras insuficiencias.
Esa tensión entre modelos de país no debería simplificarse interpretándose como producto sólo de enojos, estados de ánimos alterados y desesperaciones faltos de toda memoria, racionalidad o consciencia. Porque, junto a una subestimación del electorado supondría algunas otras omisiones en la evaluación del desempeño político del oficialismo y el grado de apego a la tradición del peronismo que constituye la centralidad de la coalición gobernante.
Tradición, que se conformara en una opción -y consiguiente voluntad de representación- ligada a los más humildes, en una gestión dirigida a resolver el día a día de la gente -brindando soluciones efectivas y acordes a las urgencias-, junto con un fortalecimiento del Estado con miras a un proyecto de Nación soberana y con ostensible disposición -y decisión- de disputar con los poderes fácticos los resortes de la Economía, para un desarrollo con trabajo digno, equidad distributiva y justicia social.
¿Qué sentido se atribuye a la vida en Democracia?
La vida siendo un valor en sí mismo, no se agota en el objetivo de defenderla y conservarla, sino que importa también en cuanto a la calidad de la existencia, a las posibilidades de desenvolvimiento y realización personal y comunitaria, al respeto a la dignidad humana munida de los derechos que le son inherentes y que le dan sentido a una libertad con base en la igualdad.
Atender a las necesidades materiales que condicionan la vida no se contrapone con sus dimensiones éticas y morales, sino que funciona como un presupuesto indispensable que no puede confundirse con su mercantilización, ni desentenderse de las mediaciones estatales requeridas para no dejar en el desamparo a los más vulnerables ni librada a la voluntad de los poderosos la suerte y destino de la mayoría del pueblo.
Por lo visto, no con cualquier Democracia se “come, se cura y se educa”, ni tampoco se alcanza “la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación”, pero es el único sistema que provee las chances de hacer realidad esos postulados y ser protagonistas de su efectiva realización. Las tentaciones autoritarias y mesiánicas se ubican en las antípodas de una democracia social, depreciando el valor de la vida al punto de que no valga nada.