“¿Por qué padecemos semejantes penurias si nuestra tierra nos ha dotado para producir alimentos y energía como a muy pocas regiones del mundo? La respuesta se encuentra en el orden global. El mundo central ha fijado reglas financieras evidentemente inequitativas. Unos pocos concentran el ingreso mientras millones de seres humanos quedan atrapados en el pozo de la pobreza”.
La frase del presidente Alberto Fernández, pronunciada en su reciente discurso en la Cumbre de las Américas tiene un enorme significado porque coloca la intervención argentina en el plano de la discusión internacional en la cima de las responsabilidades políticas del estado argentino. El “orden global” que se menciona es el resultado del desarrollo de los acontecimientos mundiales desde el final de la segunda guerra hasta nuestros días: las dos potencias emergentes como vencedoras en el gran conflicto bélico (Estados Unidos y la Unión Soviética) libraron lo que se llamó la “guerra fría” en la disputa del dominio mundial, hasta que la “revolución neoliberal” quebró el orden soviético y constituyó un orden mundial unipolar, claramente controlado por la superpotencia americana.
Ese orden internacional está crujiendo a la vista de todos. El acuerdo chino-ruso de febrero de este año lo dice de modo contundente: nace un mundo multipolar. Con la guerra en Ucrania esa transición se ha acelerado. Particularmente a partir de las sanciones de algunos países “occidentales” (es decir pertenecientes a la esfera de influencia norteamericana) contra el comercio con la Federación Rusa. Es esa decisión la que está precipitando un fenómeno que los expertos internacionales califican como el comienzo de la “desdolarización” de la economía mundial. Si esto fuera así, el neoliberalismo cerraría su ciclo triunfal de modo simétrico al modo en que se originó: la ciencia social de las últimas décadas señala el fin de la convertibilidad del dólar en oro (decretada por Nixon en 1971) como el punto de partida del pasaje del capitalismo dominado por los estados nacionales al dominio mundial de las grandes corporaciones financieras.
Sería bueno tener muy presente la naturaleza de las transformaciones del orden mundial que han comenzado. Y que esa presencia se instale en el corazón de la política argentina, porque de su aptitud para conducir esta transición epocal dependerá, en buena parte, la suerte de nuestro país. El nivel de dependencia de nuestro país respecto de la potencia norteamericana fue expuesto y criticado por el presidente durante su última visita a Rusia en febrero último. Y a su regreso, la escena crítica que se desplegó en el Congreso con el tratamiento del convenio con el FMI lo ilustró en plenitud. Las deudas externas nacionales fueron y son la herramienta principal de la dominación, el modo en que se expresaron -de modo catastrófico en muchos casos- las consecuencias del dominio político de las grandes corporaciones globales sobre los países dependientes y subdesarrollados. Cristina Kirchner plantea insistentemente la cuestión de nuestra condición de país con una economía bimonetaria: es la cifra más contundente de las raíces últimas de nuestro retraso, que los gobiernos de orientación popular consiguen atemperar, pero nunca, hasta ahora, superar de modo estructural. Es la marca del orden mundial unipolar y financiero sobre la carne de nuestra nación.
Claro que el paso a un orden multipolar no será un proceso espontáneo, ni mucho menos pacífico. Pero la conciencia de que es el mundo en el que nos estamos internando tiene un lugar clave en nuestra política. ¿Cuál es el ámbito y la forma en el que Argentina puede transitar este paso? Volviendo una vez más a Aldo Ferrer, podríamos decir que el camino pasa por el incremento de nuestra “densidad nacional”, es decir la fortaleza de nuestras instituciones, la justa distribución de nuestros recursos que asegure un alto grado de cohesión nacional y social. O como dijera Perón: la soberanía política, la independencia nacional y la justicia social. Se trata de pensar al mundo con nuestra propia cabeza -individual y colectiva- desterrando la práctica de la destrucción sistemática de nuestra autoestima nacional, en la que las grandes corporaciones mediáticas y sus empleados más fieles pretenden sumirnos día a día: “no hay un país peor para vivir que el nuestro”.
Pero, al mismo tiempo, nuestro país tiene que aportar a la construcción de un “polo”, dentro del cual referenciarse. Claramente, ese polo es América del Sur, como parte de nuestra patria grande latinoamericana. Los comienzos de este siglo, a partir de la victoria electoral de Chávez en Venezuela, en 1998, fueron un resplandor de gran potencia histórica en ese curso: cooperación en el desarrollo, iniciativas de confluencia productiva y financiero (aún cuando fueron débiles e inconstantes) y colaboración para el mantenimiento de la paz entre los estados de la región, marcaron un hito que, pese a sufrir un serio retroceso a partir de 2015, aparece nuevamente en el interior de nuestras agendas. No solamente integrarnos entre países gobernados con orientaciones políticas comunes, sino también entre administraciones claramente divergentes por la ideología de sus elencos gobernantes. Una prueba de esta importante evolución: la posibilidad del ingreso argentino a los BRICS (grupo de naciones integrado por Brasil, Rusia, China, India y Sudáfrica) es gestionada activamente por el gobierno de Brasil, con su presidente Bolsonaro a la cabeza. Y ya que los BRICS entran en este relato, es muy importante decir que Argentina se prepara para participar en la reunión del grupo, que comenzará el próximo 24 del mes en curso, bajo la forma de encuentro virtual entre sus máximas autoridades. Tal como ya lo está experimentando nuestro país, la presencia de China en el grupo le da a éste una particular potencia en el plano global. El rumbo de un desarrollo argentino independiente se abre paso de este modo.
El horizonte de un mundo multipolar (que significa relaciones pacíficas y de mutuo beneficio) es, en última instancia, incompatible con el dominio de las grandes corporaciones y de los enormes aparatos militares garantes de la dominación. Incompatible también con la concentración inédita en la historia humana de grandes masas de riquezas en manos de un puñado de privilegiados. Sin que sea necesario urdir de manera utópica un mundo ideal, es posible trabajar para que esa sea la vía de desarrollo humano. No sabemos cómo será el mundo que viene. Pero no será difícil coincidir en que luchar por la igualdad social en todas sus manifestaciones y preservar al mundo de la destrucción militar y/o ambiental es un modo de abrirle paso a una variante más digna de la convivencia humana que la que hoy vivimos.