En parte del área económica del gobierno, la más cercana a la jefatura de Gabinete y la más escuchada cotidianamente por Alberto Fernández, por definirla de alguna manera, existe bastante optimismo frente a las elecciones de medio término. La tranquilidad existencial parece residir en la capacidad de recuperación que mostrará la economía luego de mediados de año, situación que permitiría llegar de manera óptima a los comicios. La idea es que al “rebote técnico” frente a un año de caída extraordinaria del PIB como fue 2020, se sumen los efectos del potencial fin de la pandemia tras las vacunaciones masivas, una expansión que sería posibilitada por la vía de la inducción salarial que comenzaría a sentirse ya a partir del segundo trimestre del año. Recapitulando: comparación de los números contra un año malo, vacunación y contención de la pandemia e impulso salarial a la demanda. Difícil no acordar con la fórmula, especialmente con su último punto. Finalmente reconforta estar frente a un gobierno que entiende cuál es la principal condición necesaria para retomar el crecimiento.
Pero el optimismo de la voluntad choca a veces con el carácter díscolo del pesimismo de la razón. Si el shock que se espera conseguir para salir del estancamiento es salarial deben considerarse las condiciones preexistentes de pasado y presente. Primero, según el índice salarial que elabora el INDEC en los primeros 11 meses de 2020 los salarios (todos) crecieron el 30,7 por ciento. Para el mismo mes, noviembre, la variación acumulada anual del IPC fue del 30,9. En principio los números no parecen del todo mal para el agregado, pero significan un estancamiento relativo que se suma a los dos años de caída 2018-2019. El agregado también esconde la heterogeneidad, ya que hubo pérdidas para muchos sectores. Para los trabajadores estatales, por ejemplo, en los primeros 11 meses se registró una mejora nominal de salarios del 23,9, en lo que puede considerarse una señal muy poderosa del Estado al sector privado sobre cómo proceder en paritarias. Y finalmente, la inflación de alimentos en el mismo período fue bastante más alta, ya era del 36,1 en noviembre y cerró el año en 42,1, situación que afecta a los sectores de menores ingresos (que son los que destinan un porcentaje superior de su salario a alimentos). Seguramente estas asimetrías serán reflejadas en los ya duros números de pobreza. No debe olvidarse que en los últimos meses la canasta de pobreza creció bien por encima de la inflación general en un marco de ingresos estancados o en baja. Este aspecto debe ser destacado porque al momento de votar sólo los más politizados tienen presente el mediano y el largo plazo, para los comunes mortales el humor es de naturaleza más instantánea.
El panorama general a comienzos de 2021, entonces, se resume en pérdida y retraso salarial de tres años, pero con la suma de un nuevo contexto de alta inflación post crisis. El diferencial de mayor inflación fueron los aumentos de los precios internacionales de las commodities agropecuarias que, en el mercado local, impactan en todas las cadenas de precios de los alimentos. Sin embargo el componente importado sólo fue el adicional. La inflación “núcleo” fue determinada por “la tablita” devaluatoria del Banco Central, tablita tácita, pero cuyo contenido fue siempre conocido por todos los actores económicos. La regla fue: “la devaluación acompañará siempre como mínimo a la inflación”. Esta conducta del Banco Central respondió a la suma de una concepción teórica errada, la idea de mantener un “tipo de cambio competitivo”, es decir un dólar caro, para supuestamente favorecer las exportaciones, junto al miedo provocado por la potencial pérdida de reservas internacionales en un contexto de dólares escasos.
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Los números de 2020 pueden ser una guía sobre los resultados: la devaluación del peso en 2020 fue de 40,5 puntos y la inflación de 36, es decir hubo devaluación real. El superávit comercial cerró el año con un rojo en diciembre después de 28 meses positivos, lo que podría ser apenas un dato coyuntural (hubo una recuperación del superávit comercial cambiario), ya que en el año se registró un superávit de 12.500 millones de dólares (21,7 por ciento menos que en 2019) explicado por la fuerte caída de las exportaciones (-15,7 por ciento) más que de las importaciones (-13,8). Las reservas internacionales cayeron en el año 5300 millones. La conclusión preliminar es que el dólar se mantuvo “competitivo” pero no alcanzó para mejorar el saldo comercial ni la acumulación de reservas. Otra vez, el efecto más contundente parece haber sido retroalimentar la inflación en un contexto de salarios estancados. Al proceso inflacionario del último trimestre contribuyeron también los constantes aumentos en los precios de los combustibles dispuestos por YPF, aumentos en cuya decisión no parecen haber terciado sus efectos macroeconómicos. Si se sueltan los principales precios básicos no es válido sorprenderse luego por el aumento de la nominalidad de la economía.
No obstante esta conclusión preliminar –que el tipo de cambio no fue determinante en el superávit comercial ni en la acumulación de reservas– está contaminada por las circunstancias extraordinarias de la pandemia. Es probable también que la caída de reservas se explique mejor por el mal manejo de la tasa de interés, nuevamente negativa, así como por la observación pasiva de la profundización de la brecha cambiaria durante varios meses. Cualquiera sea el caso el superávit comercial enfrenta un cambio de tendencia como consecuencia lógica de la recuperación de la actividad desde el mes de septiembre.
Con esta descripción se completan las limitantes para una recuperación económica preelectoral. La primera es el propio salario. Entre Estado, empresas y CGT se debate acordar aumentos salariales del 29 por ciento, número que claramente no alcanza para una mejora real de ingresos, es decir, apenas se evitará una profundización en la caída de la demanda, pero no su recuperación. Salvo que exista un rol muy activo del Estado aumentando los salarios públicos para impulsar las paritarias privadas y que no sea neutral en estas negociaciones, las relaciones de fuerza después de un año de fuerte recesión no lucen muy favorables para los asalariados.
La segunda limitante es la disponibilidad de dólares. Una expansión por pequeña que sea reducirá rápidamente el superávit comercial afectando la sostenibilidad del tipo de cambio y la estabilidad macroeconómica. Pero si el gobierno sigue devaluando el único efecto real que conseguirá es retroalimentar la inflación. Una opción, a partir de un acuerdo con el FMI, sería conseguir dólares adicionales. Pero expansión del PIB y acuerdo con el Fondo nunca fueron variables compatibles. Hablamos de historia.
La conclusión preliminar, ahora sin sesgos, es que para llegar bien a las elecciones el gobierno necesita que los salarios se recuperen. Recuperar salarios demanda señales fuertes al sector privado y moderar el nuevo nivel de inflación, lo que a su vez requiere poner freno a las devaluaciones programadas y permanentes del BCRA y establecer mecanismos de desacople con la inflación importada (retenciones). En este marco contener tarifas y combustibles y salir de tasas de referencia negativas podría ser de gran ayuda. Al mismo tiempo, para crecer se necesitarán más dólares para evitar que la reducción del superávit comercial inherente a la expansión (por aumento de importaciones) se traduzca en inestabilidad cambiaria.
Una opción de mínima a estos movimientos sería evitar que los salarios sigan cayendo, no que crezcan. La recuperación sería mucho más lenta, pero un menor crecimiento significaría menor presión sobre las cuentas externas, es decir menor necesidad de dólares. La que quedaría para mostrar en el discurso electoral sería solamente el “rebote técnico”, no es una garantía que ello alcance para cambiar el malhumor que pueda existir para entonces, pero los desafíos de la política cuando la economía no acompaña nunca son sencillos.