Uno de los conceptos que la ciencia política institucionalista -pero también el discurso público de derechas y centroderechas tradicionales en todo el mundo- usa para caracterizar procesos que no le gustan es el de populismo. Los populismos serían formas de ejercicio de la política opuestas a la racionalidad institucional y al respeto por las normas, caracterizadas, por un lado, por un Estado que toma medidas demagógicas, que benefician solo coyunturalmente a las masas pero hipotecan el futuro y, por el otro, por una construcción de la legitimidad política basada en el carisma del líder y en la asignación de características de virtuosismo mesiánico.
De esta manera, interviniendo de forma no del todo amena con los tipos ideales de dominación política definidos hace más de cien años por Max Weber, al populismo cortoplacista, electoralista, de base emocional o irracional se le opone un institucionalismo que mira el largo plazo a través del respeto por la ley impersonal. Pero, a su vez, el populismo tendría, según estas visiones, una relación tensa con la democracia y una tendencia al autoritarismo.
Estas conceptualizaciones han llevado a la ciencia política institucionalista a hablar de populismos de izquierda -los populismos en sentido clásico, donde un líder beneficia a las masas frente a la oligarquía a partir de consignas redistributivas- pero también de derecha -donde el otro poderoso no es la oligarquía sino un amorfo “sistema” compuesto principalmente por burócratas estatales, o incluso por agendas internacionales que imponen consignas foráneas frente a las cuales el pueblo verdadero debe ser protegido-. En este último grupo entrarían algunos dirigentes que llegaron a la política desde el mundo empresarial, como Silvio Berlusconi o Donald Trump, pero también los partidos o movimientos de extrema derecha nacionalista con una agenda abiertamente antiinmigración.
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Por supuesto, existen otras definiciones de populismo, asociadas a la razón populista de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que discuten estas posiciones hacia una perspectiva afirmativa del populismo como proceso que permite unificar demandas heterogéneas, pero no entraremos aquí en este debate. Solo debe quedar claro que el autor de estas líneas se siente mucho más a gusto con las categorías de Laclau y Mouffe que con las definiciones tradicionales.
Volvamos entonces al objeto de estas líneas. Si salimos un poco de la ciencia política y nos adentramos en la economía, la caracterización de lo populista se desentiende de esta distinción entre la derecha y la izquierda y solo sobrevive esta última. Se identifican como políticas económicas de corte populista aquellas caracterizadas por la asignación de beneficios inmediatos a ciertos grupos sociales a partir de una asignación discrecional de recursos públicos, que a su vez reporten una ventaja al gobierno en términos electorales, pero que carezcan de una visión de largo plazo, en la cual estas medidas se verifiquen completamente perjudiciales.
El ejemplo más claro de esto, para la ortodoxia económica, es el gasto público. En sus distintas variantes, con más o menos restricciones, tiempos de ajuste, o tipos de expectativas, la ortodoxia sostiene que cuando el gobierno decide aumentar el gasto para beneficiar a cierto sector social (por alguna razón no del todo clara, a la ortodoxia -sobre todo a la de nuestro país- le molesta más que ese sector social esté en la parte de abajo de la pirámide de ingresos) el resultado será un aumento de los precios, que repercutirá en una caída de los ingresos reales de toda la población, generándose un efecto perjudicial incluso para el sector beneficiario de aquella asignación.
No nos adentramos aquí en los errores lógicos de estas premisas, ni tampoco en los supuestos implícitos que rigen detrás de estos argumentos y no siempre se cumplen (como el pleno empleo o los rendimientos decrecientes a escala), sino en los elementos discursivos: la ortodoxia económica, y por consiguiente el sentido común, afirman que esto es populismo, que cuando el gobierno gasta dinero está haciendo populismo, y eso es malo, malo, muy malo.
El objeto de esta columna es resaltar que tomando las mismas definiciones de populismo podemos llegar a caracterizar como tales a algunas de las políticas reclamadas, implementadas y defendidas fervorosamente por quienes se definen como antipopulistas y despotrican permanentemente contra el populismo.
El ejemplo más claro de esto refiere al tipo de cambio. Una de las medidas más efectivas para satisfacer a sectores medios-altos y altos (aquellos con capacidad de ahorro, consumos suntuarios y viajes al exterior) es la provisión de dólares baratos. A raíz de las recientes modificaciones en el esquema cambiario denominadas vulgarmente “dólar Qatar”, según las cuales los consumos con tarjeta de crédito superiores a trescientos dólares mensuales estarán gravados con una retención adicional a las existentes para el resto de las transacciones, encontramos en muchos dirigentes de la oposición, pero también en analistas y comunicadores, palabras de rechazo, acusando al gobierno de estar vedando el acceso a bienes o incluso arguyendo que se estaría prohibiendo la salida del país.
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Coyunturalmente -y no sabemos por cuánto tiempo- el dólar Qatar se está situando por encima de los dólares financieros (CCL o MEP) o el dólar informal (blue), con lo que efectivamente es más barato conseguir los dólares por cuenta propia que usar la tarjeta de crédito, que opera en el Mercado Único y Libre de Cambios (MULC) y, por ende, toma reservas del Banco Central. El valor anterior a estos anuncios, y que sigue rigiendo para consumos mensuales menores a trescientos dólares, está por debajo de estos valores denominados por algunos analistas como “libres”.
Es decir, el dólar tarjeta previo a los anuncios de la semana pasada, provisto por el Estado, tenía un precio inferior al que resulta de las interacciones “libres” (reforzamos las comillas), expresado en los tipos de cambio financieros o en el dólar blue. Si el mercado (libre) produce una verdad bajo la forma de un precio, valga la redundancia, verdadero, el dólar tarjeta está operando por debajo de ese precio: es decir, el Estado estaría vendiendo dólares por debajo de su precio real. Una de las consecuencias de ello, tal como muestran los datos del Banco Central, es la disminución en las reservas internacionales, dado un turismo emisivo que está repuntando, con el mundial de fútbol como evento saliente.
Pero esto que se reclama (dólares baratos) también fue la base de la legitimación política de gobiernos previos, en particular del de Macri en su fase expansiva entre mediados de 2016 y principios de 2018 y, sobre todo, el de Carlos Menem en los noventa. Incluso podemos agregar aquí al primer tramo de la última dictadura militar, plan económico de Martínez de Hoz mediante. En todos estos casos, estos dólares baratos fueron sostenidos con endeudamiento externo (en el de Menem, en realidad, debemos sumar los ingresos por la privatización de empresas públicas). En todos los casos, también, el resultado fue, más temprano o más tarde -sorpresivamente temprano en el caso de Macri- una crisis de la deuda con severas consecuencias económicas para las mayorías.
Es decir, durante las experiencias neoliberales, tanto autoritarias como democráticas, parte de la legitimación política se consiguió a partir de que el Estado ofrezca a la ciudadanía -principalmente a los sectores más pudientes- dólares baratos que permiten no solo atesorar, sino también comprar productos importados o viajar por el mundo. La forma de sostenerlo fue el endeudamiento externo. Las consecuencias de esto no solo fueron muy negativas para las mayorías durante los propios procesos, sino que fueron calamitosas luego de estas crisis. Se trata, entonces, de políticas cortoplacistas, que otorgan beneficios inmediatos a ciertos sectores sociales, pero perjudican a la población en su conjunto, sobre todo en el largo plazo. A quien suscribe no se le ocurre un ejemplo mejor de lo que se suele definir como medidas económicas populistas.
En síntesis, quienes se quejan del populismo cuando el Estado hace cosas que benefician a ciertos sectores sociales no solo hacen oídos sordos sino que promueven, reclaman y, cuando les toca gobernar, implementan medidas ultra populistas para beneficiar a los más ricos. ¿O será que en realidad muchos usan el término “populista” para referirse a todo lo que no les gusta?