La deuda y el mundo real

04 de diciembre, 2021 | 18.39

El destino principal de los dólares que el país presidido por Mauricio Macri le pidió al FMI fue el bolsillo de los grandes especuladores financieros que habían puesto pesos en distintos bonos y estaban deseosos de poder destinar los gigantescos intereses ganados en pesos a comprar dólares y sacarlos del país. Es decir, la deuda cuyo pago se negocia hoy con el organismo internacional es un gigantesco fraude. Perpetrado además sobre la base de ignorar todos los pasos legales que el poder ejecutivo está obligado a recorrer para aumentar la deuda pública.

Sin embargo, si alguien sostiene que esa deuda no debe pagarse es rápidamente expulsado de la escena del debate público y tratado como un irresponsable que está dispuesto a que el país desaparezca del “mundo”. ¿De qué mundo se trata cuando de lo que se está tratando es de convalidar una práctica delincuencial? ¿Cuál es la legalidad que impera en ese mundo? Pudorosamente se dice que Argentina debe “honrar” sus deudas, lo que claramente significa que la obligación de quienes vivimos en estos pagos es darle “honor” a una práctica corrupta y destructiva.

Es evidente que no se trata de ninguna cuestión de honor sino, en el mejor de los casos, una apelación a la prudencia política que aconsejaría soportar una injusticia porque las consecuencias de denunciar el saqueo serían peores que las de hacer silencio y “acordar” el pago. La justificación, entonces, de la conveniencia de acordar con el Fondo, no tendría ningún soporte moral sino, exclusivamente, uno de cálculo político. Ahora bien, si hablamos de un “cálculo”, estamos obligados a considerar por qué es necesario hacer ese cálculo y justificarlo en términos táctico-estratégicos y no en términos de cristiana resignación a honrar nuestras deudas.

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Tratándose de una circunstancia que amenaza seriamente las condiciones de vida de millones de argentinos y argentinas, el cálculo de costos y beneficios de la decisión debería, en primer lugar, hacerse de modo público. Habría que explicar cuál es el marco en el que se tomaría la decisión, es decir habría que explicar qué es el Fondo, por qué tiene tanto poder, qué rol juega en el interior de esta historia Estados Unidos y por qué debe aceptarse que ese país se inmiscuya en nuestra política de modo tan avieso e injustificable. Aquí ya estamos en el terreno de la incorrección absoluta. Esto ya supone la amenaza de abandonar al mundo libre para “abrazarse con Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán” y otros símbolos del mal. Nuestro destino serían los siete jinetes del Apocalipsis.

Ahora bien, es posible que esa mitología sobre el mundo haya ido perdiendo peso real. Correspondería perfectamente al año 1990, cuando era destruido el muro de Berlín y empezaba la agonía de la Unión Soviética. Llegaba así el mundo luminoso de la “globalización”. En ese mundo las naciones irían diluyéndose y desapareciendo y existiría un estado global, una justicia global… y así de seguido. Nada de esa absurda ilusión tiene vigencia alguna actualmente. En el medio, Estados Unidos hizo una enorme y paradójica demostración de nacionalismo agresivo y terrorista; violó todas las normas internacionales para desatar guerras atroces. En estos días, la patética escena de los norteamericanos que huían de Afganistán -una de las tierras arrasadas del imperio en estos años- sirven de poderoso símbolo de un mundo y una época que ya no es. Estados Unidos todavía es la primera potencia mundial, pero perdiendo todo el tiempo en competencia con China las posiciones principales que lo llevaron a esa primacía. El episodio Trump, por su parte, completó un proceso de pérdida progresiva de lo que prestigiosos especialistas internacionales de ese país denominaron “soft power” (poder blando), que significa el poder que no viene necesariamente de las armas sino, sobre todo, de la cultura, del “modo de vida”.

Cuando se llega a este punto, las voces de la derecha nativa se escandalizan y agitan el “peligro comunista” que estaría representado por la China de Xi Jingping y, curiosamente, por Rusia, a la que algunos comunicadores desinformados llaman “la Unión Soviética”. Llevada al debate político real, la amenaza consistiría en que Argentina se alejara de Estados Unidos para caer en los brazos de alguna otra potencia mundial. Hay que decir que el argumento ilumina sobre el carácter colonial de la ideología que lo sostiene: quienes lo esgrimen no alcanzan siquiera a imaginar una Argentina que no “pertenezca” a ninguna potencia, sino que negocie y se asocie con todos los países del mundo que estén dispuestos a hacerlo, sin renunciar en ningún caso a su independencia económica ni a su soberanía nacional.

La situación creada alrededor de la deuda con el FMI es una oportunidad histórica para el país. Entre otras cosas, hay que decir que estamos en una pandemia. Y las consecuencias mundiales de la experiencia todavía están por verse, aunque los trastornos económicos, sociales, políticos, culturales y morales son evidentes en la gran mayoría de los países del mundo y todavía no desarrollaron todas sus consecuencias en la arena global. ¿No es el tiempo para el país de tomar la palabra en esa arena, de explicar al mundo en qué consiste la discusión con el FMI, cómo fue contraída esa deuda, cuál fue el rol del gobierno de Trump, cuáles fueron los bolsillos adonde fue a parar el resultado del fraude? ¿No es el momento de dejar de creer que estar en el “mundo” consiste en abdicar de cualquier ejercicio de la soberanía nacional?

La situación obliga, en primer lugar, a un gran debate público nacional. Un debate que no tiene por qué hacerse bajo la consigna de “no pagar” ni -menos todavía- aceptando el hecho consumado de que “hay que pagar”. Y paralelamente habría que intensificar una acción internacional. Que sea de denuncia de la irregularidad de la situación del endeudamiento argentino. Que explique que el FMI no es un árbitro, sino uno de los “equipos” que está comprometido con el fraude, que violó sus propios estatutos, que -según está demostrado- sabía perfectamente la imposibilidad del país de pagar esa deuda.

Una decisión estatal tan trascendente para nuestro futuro colectivo no tendría que estar circunscripta a “especialistas”. Es una oportunidad histórica para el país.