La democracia es el gobierno del pueblo a través de sus representantes, a los que se les transfiere el poder por medio de elecciones. Sin embargo, la transferencia de poder no es total. En el procedimiento electoral hay un resto intransferible e ingobernable que permanece en el cuerpo propio: los afectos y las pasiones. El cuerpo no es sólo una imagen con límites fijos, sino una potencia con capacidad de producir efectos en sí mismo y en los otros. Es el lugar en el que se condensan una trama de afecciones y afectaciones recíprocas, una serie de relaciones sociales que forman redes. Si los afectos y las pasiones no se transfieren ni se traducen en la representación, ninguna representa completamente.
El resto imposible de ser representado que excede cualquier organización o forma de gobierno constituye la garantía para que la democracia no se convierta en un sistema burocrático, meramente representacional o institucionalista. Cuando la parte del sistema democrático que no está representada -el resto indócil y herético- se articula con otros cuerpos en un mismo espacio-tiempo y organiza políticamente, se pone en juego la soberanía popular.
Qué es la soberanía popular
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La soberanía popular constituye una energía emancipada en el interior del orden democrático. Es un “nosotros” instituyente, capaz de correr límites instituidos, que se reúne en la calle, componiéndose de cuerpos visibles, audibles e interdependientes que actúan en común. El ejercicio de la soberanía popular posee el poder, no siempre asumido ni registrado por la propia fuerza, de legitimación del estado democrático.
En la soberanía del pueblo radica la mayor potencia democrática, la apertura de lo político. Se trata de un efecto temporal que implica una inteligencia colectiva, una libertad igualitaria, un poder común que se realiza y se expone en la res publica. Cuando la soberanía se registra y se asume, hay un efecto de empoderamiento de la voluntad popular, que no hay que confundir con la omnipotencia imaginaria.
La soberanía popular es un acontecimiento temporal, un efecto en el que surge una verdad que no estaba dada con antelación, una verdad que resulta de la realización performativa del “nosotros”. No radica en personas que dicen las mismas palabras, sino que se produce por el acuerdo de que la política es un proceso colectivo y compartido. Una performance conformada por una intensidad afectiva que mantiene unidos, consistente en una composición imprevista de diferencias y deseos que se articulan en el espacio público, sin que se produzca una unidad totalizadora, homogénea.
Movilización política significa movilizar afectos, expresar demandas y organizarlas en un cuerpo colectivo. Hannah Arendt señala que para que haya política debe existir un “espacio de aparición” para los actores, un parir creativo y colectivo. Cuando los movimientos colectivos se ponen en marcha por amor y no por odio, se crea un nuevo cuerpo popular, una forma de sociabilidad compañera que es condición para la vitalidad de la política democrática.
En reiteradas oportunidades hemos comentado el plan de los golpes blandos, las operaciones de fake news y lawfare contra los gobiernos populares. Es momento de comenzar a pensar en la otra cara de la pinza desestabilizadora, llevada a cabo por el suicidio de lo popular. Los gobiernos populistas latinoamericanos de la última oleada no se perdieron exclusivamente por las operaciones de guerra realizadas por la derecha. Los pueblos delegaron completamente la fuerza en los gobiernos, los dirigentes y el Estado, es decir, en la democracia representativa, desvitalizando la democracia. La política se redujo a las instituciones y al aparato estatal; no se organizó el pueblo como soberanía y hegemonía. Dicho de otro modo: no se puso en juego la democracia plebeya y apasionada de las bases, la soberanía del pueblo.
Algunos ejemplos de los últimos días muestran un renacimiento de la lucha en las calles, que alimenta el espíritu del cuerpo social y cambia el mapa político: la movilización espontánea y autoconvocada del 17 de octubre argentino, el Chile Despierta -que terminó con el triunfo del #Apruebo para cambiar la Constitución pinochetista-, el triunfo electoral en Bolivia, efecto de la resistencia popular, y el 27 de octubre en nuestro país, en el que se conmemoró, durante todo el día y con distintos actos en todo el territorio, los diez años de la desaparición física de Néstor Kirchner.
En el contexto de pandemia, crisis de la economía global y permanentes ataques desestabilizadores de la derecha, la defensa del gobierno democrático nacional y popular de Alberto Fernández no es solamente un tema de aparato, sino fundamentalmente de espíritu colectivo. No repetir errores significa potenciar afectos políticos, deseos y pasiones rebeldes organizadas desde abajo.
A medida que lo popular se pone en juego, las fuerzas conservadoras se debilitan: la soberanía del pueblo es la mayor y más eficaz de las resistencias.
Nora Merlin
Psicoanalista
Magister en Ciencias Políticas