El ocasional lector de este comentario político se encontrará con él cuando el partido de la selección nacional con el equipo de Australia ya tenga un resultado definitivo. Afortunadamente, ese resultado no cambiará nada de lo que acá se escribe, puesto que el texto no participa del género de la anticipación de lo que va a ocurrir, ni en el fútbol ni en ningún otro orden, particularmente -en este caso- de la política. Se aprovechará la ocasión futbolística y el recuerdo de experiencias que guardan analogía con nuestro presente para reflexionar políticamente.
Dentro de tres días se conocerá el fallo de primera instancia en el llamado “caso Vialidad”. Y no es un hecho menor ni ajeno al sentido de estas líneas que el sentido de ese fallo sea conocido y comentado periodísticamente con bastante antelación a su producción concreta. Parece que no habrá sorpresas y que Cristina Kirchner será condenada. En sí mismo, ese conocimiento anticipado ya constituye un hecho gravísimo desde el punto de vista institucional: la sistemática falta de discreción de los jueces, que suelen publicar anticipadamente sus fallos en los más poderosos medios de comunicación, es, para decirlo discepolianamente, la muestra de una “vidriera irrespetuosa”, lo contrario de lo que el servicio de justicia debería ser. Sin embargo, está completamente naturalizada entre nosotros esa práctica. Ojalá el veredicto del caso nos sorprenda y nos refute…
La decisión judicial, con toda seguridad, introducirá un factor fuertemente desestabilizador para nuestra democracia: sin contestar ni a uno solo de los muchos argumentos y pruebas abundantemente provistos por la propia acusada y por sus abogados defensores, los fiscales sostuvieron su acusación y todo indica que, como dijera la propia Cristina, la condena ya está firmada. Y, con abstracción de las intensas pasiones que rodean el caso, estamos ante un hecho institucionalmente gravísimo. La condena dictada en términos parecidos a los que esgrimió la fiscalía produciría el efecto de reinstalar la proscripción y la persecución como formas de “resolver” los conflictos políticos. Si miramos el antecedente más directo y resonante en nuestra historia -la proscripción y persecución del peronismo- habrá que coincidir en que esa práctica fue el desencadenante de las escenas más trágicas de nuestra historia política. Debería ya estar suficientemente aprendida la lección que dice que la proscripción y la persecución de los líderes populares no es un modo apto para resolver los antagonismos y que, por el contrario, los profundizan y dan lugar, de modo necesario, a la activación de las formas violentas en la práctica política.
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Estamos viviendo una ruptura de facto del pacto constitucional en la Argentina. El poder judicial en sus más altos escalones se ha convertido en un actor político decisivo, lo contrario de lo que la constitución nacional postula. La vergonzosa saga desplegada por la Corte Suprema alrededor del Consejo de la Magistratura -que incluye nada menos que la derogación por ese tribunal de una ley aprobada hace quince años con las mayorías requeridas por el Congreso y la reposición de la ley anteriormente vigente- es el punto más alto alcanzado hasta ahora por un régimen de facto que se ha ido instalando en la Argentina. Un régimen que concreta la petición de una plaza allá por octubre de 1945: “el poder a la corte suprema” se gritaba en la plaza San Martín ese día. Curiosamente era una plaza muy concurrida reunida por gente a la que aglutinaba -por el odio- el entonces coronel Perón; es decir, una plaza antiperonista antes de que el peronismo naciera, lo que ocurriría pocos días después, el 17 de octubre, en la Plaza de Mayo.
El fallo se conocerá en medio de la conmoción que, como siempre, genera entre nosotros el mundial de fútbol, lo que es muy funcional al designio del poder favorable a que el acontecimiento no tenga la misma repercusión que en tiempos no mundialistas. A quien escribe, la situación lo remite a otro torneo mundial de fútbol, al de 1982, aquel en el cual los argentinos y argentinas sufrimos la derrota de nuestro seleccionado con el representativo de Bélgica, unas horas antes de la rendición de las armas nacionales ante las británicas. A pesar del mundial y el alboroto popular que siempre convoca, el pueblo ocupó la plaza de Mayo, muy poco tiempo después de que la voz del mismo locutor que afirmaba sistemáticamente que la guerra favorecía a la Argentina, anunciara la rendición militar incondicional.
Lo que puede ser más interesante de esta evocación no está en cuestiones como la del uso del fútbol para esconder las crisis políticas. Acaso podamos reflexionar desde el recuerdo de aquel otoño argentino de hace justamente cuarenta años, en la “insoportable levedad” de las experiencias autoritarias en nuestro país. El recuerdo de la rendición militar, la plaza de la protesta masiva (duramente reprimida) y el inmediato desmoronamiento de la dictadura más oprobiosa de nuestra historia puede servir para reflexionar sobre nuestro presente y nuestro futuro. El presente -como lo sugiere el fallo judicial contra Cristina que nadie conoce, pero todos conocemos- es el de la gestación de un régimen autoritario en el propio interior del régimen democrático. El autoritarismo de hoy no viene en sus viejos y clásicos envoltorios de la cadena nacional informando que las fuerzas armadas se han hecho cargo del poder y que el estatuto del caso viene a ocupar el lugar de la constitución. Es un nuevo modo de autoritarismo. Consiste en la existencia y consolidación de un poder de facto que no se ejerce a través de los órganos previstos por la constitución y las leyes sino de las posiciones dominantes de facto, alcanzadas por determinados sectores (grupos económicos dominantes, medios de comunicación híper-concentrados en manos de un pequeño número de empresas del sector, y el poder judicial en manos de cuatro individuos que en realidad son tres y que deciden qué es lo legal y qué es lo ilegal en nuestro territorio). Todos esos actores, siempre en notable sintonía con los designios de la principal potencia mundial que se expresan cotidianamente a través de su servicio exterior. No es una confluencia contingente o aleatoria: es un nuevo modo de ejercicio del poder.
A diferencia de las viejas experiencias de dominio, esta nueva modalidad es inseparable de otra novedad: la conformación de un actor político colectivo que da su consentimiento activo y movilizado al bloque dominante. Ese fue el sueño invariable de las dictaduras cívico-militares del siglo XX. Eso que el dictador Videla y sus apoyaturas militares y civiles llamaba “la cría del proceso”. Una cría que terminó catastróficamente en los días de las Malvinas y el mundial de fútbol de 1982. Hoy no hay ningún síntoma importante de derrumbe inmediato de este sistema. Nadie cree seriamente, por ejemplo, que la estructura judicial pueda ser modificada por una ley del congreso, por el sencillo hecho de que la corte suprema ha asumido de facto el poder de corregir lo que resuelve el congreso.
La situación tiene toda la apariencia de lo sólido, de lo inmodificable. A tal punto que asistimos al manoseo judicial de un intento de magnicidio que separa el hecho material de un revólver activado a centímetros de la cara de Cristina, del funcionamiento de grupos de sicarios violentos (reducidos a la muy improbable condición de “loquitos sueltos”). Sin embargo, la solidez del sórdido sistema de dominio implantado en el país es una apariencia. Hace cuarenta años una apariencia similar terminó barrida del escenario sin pena y sin gloria. Y sus actores militares -que no los civiles- fueron castigados por la ley de la democracia. Supo decir Borges, en su célebre prólogo al I King, a propósito de la determinación absoluta del acontecer humano, “el camino es fatal como la flecha, pero en las grietas está Dios que acecha”.