Lo que se está dirimiendo entre nosotros en estos días es si habrá atención médica para tod@s l@s que la necesiten para salvar sus cuerpos afectados por el virus. No hay que ser demasiado sensible para advertir la inédita gravedad de la situación. La enfermedad moral que recorre nuestro país y que tiene en los principales medios de comunicación su principal agente de propagación intenta demostrar que no hay nada especial en esta situación y que lo importante es defender “la libertad”. Porque igual, morir nos vamos a morir igual tarde o temprano. La desastrosa prédica recorre todos los terrenos y supera todos los límites. Es la expresión concentrada de la concepción capitalista del mundo. La que alimenta lo que el Papa llama la “cultura del descarte”, la que aconseja proteger el funcionamiento automático de los mercados, aunque millones de vidas se pierdan en el intento.
La crisis es moral y espiritual. Y es también profundamente política. En nuestro país es muy evidente que el discurso con el que se atraviesa la crisis está dramáticamente cortado en términos de un antagonismo político. A tal punto que se ha constituido un “frente anticuarentena” que junta un arco de inusitada amplitud en sus inspiraciones ideológicas pero que converge en el enfrentamiento con el gobierno y con las fuerzas políticas que lo apoyan. Las tensiones sociales abarcan al mundo entero, pero en pocos lugares han encontrado un modo de expresión tan claro en términos políticos como en nuestro país. Lo que ha emergido con una impresionante claridad es la existencia de una profunda encrucijada civilizatoria que la pandemia no crea pero pone en primer plano de modo dramático. El mundo, su hábitat social y su equilibrio ecológico son inviables en plazos cada vez más perentorios en el actual régimen global. La pretensión de una “pospandemia” que restablezca sin cambios la pauta de la distribución de los recursos entre naciones, grupos sociales e individuos luce inviable. Lo sólido –una vez más- se disuelve en el aire. El régimen político de Estados Unidos adquiere los contornos de una de esas dictaduras militares que la superpotencia imponía en sus colonias, atribuyéndolas al atraso cultural y moral de lo que caracterizaba como “republiquetas bananeras”. ¿Puede limitarse la mirada a constatar la responsabilidad política de un presidente que hace de la brutalidad e irresponsabilidad su ethos inconmovible? ¿Puede ignorarse la evidencia de que el mundo dorado de la globalización, la dilución de las fronteras y la fusión de las culturas, se disuelve en una situación de fronteras que se cierran, de rencores que afloran, de una competencia por la subsistencia que excluye la posibilidad de cualquier liderazgo político?
La descripción de la situación como de una grave crisis es correcta a condición de que se precise la significación del término. Gramsci decía que crisis significa el momento agónico en que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer. Para que exista una crisis en esos términos hace falta que lo nuevo que aspira a nacer pueda ser definido en términos políticos. No en los términos de un partido o de un grupo de partidos sino en los de una voluntad colectiva común agrupada en torno a algunos principios políticos comunes. Tal voluntad compartida no existe en estos tiempos. Aparece dispersa en fuerzas nacionales que libran batallas de resultados cambiantes como las que recorren nuestra región desde comienzos de este siglo. En fuerzas ideológicas que, como es el caso del actual liderazgo de la iglesia católica, construyen un núcleo de ideas críticas de la cosmovisión mundialmente predominante. En corrientes políticas todavía dispersas que intentan articular sus esfuerzos en multitud de organizaciones y que tienen en el movimiento feminista uno de sus puntos de referencia más importantes. La construcción de un bloque común de esas fuerzas exigirá mucha voluntad, mucho esfuerzo. Y su éxito no está garantizado por ninguna ley de la historia. Lo resolverán, o no, las jóvenes generaciones.
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Es necesario que los argentinos y argentinas valoremos nuestro lugar en esta emergencia. En los discursos que circulan y organizan nuestra política en estos días está la agenda del antagonismo global claramente expresado. Están fielmente representados los impulsos de un antagonismo civilizatorio. Están los que se repliegan en la demanda de una “libertad” pensada en términos de abandono de cualquier forma de solidaridad, sostenida como violencia contra lo diferente, encierro en el propio cálculo individual, familiar o de grupo más cercano. Y están los que más o menos claramente cultivan el terreno de una visión de lo humano que recoge el viejo legado de las grandes religiones y de las grandes convocatorias laicas hacia lo que nuestros ancestros llamaron el “buen vivir”, que consiste en la armonía entre los seres humanos y entre todo lo que tiene vida en el planeta.
En poco tiempo sabremos si esta batalla la ganan quienes quieren una experiencia digna, aún en el dolor y en la incertidumbre, o quienes trabajan a tiempo completo a favor de un cierre caótico de esta experiencia colectiva. Y es muy evidente que ese resultado gravitará en un futuro bastante largo de nuestra vida en común. Toda la agenda de reconstrucción nacional y social, todo el abordaje de las deudas pendientes con los sectores más débiles de nuestra sociedad, todos los sueños de una patria inclusiva y soberana tendrán una u otra suerte inmediata según el resultado de esta dramática porfía.