El 2020 será recordado como el año de la pandemia, pero también es el Año internacional del Sonido, justo cuando la humanidad se vio forzada a producir un apagón el sonido urbano. Como consecuencia de este abrupto silencio, reaparecieron el canto de los pájaros, el ulular del viento y, como escribió Spinetta, el crepitar de la hojarasca. Las ciudades se acallaron, la naturaleza se hizo escuchar y se empezó a hablar del paisaje sonoro.
Una de las claves del avance del Covid-19 en el mundo pasa por observar cómo fue descendiendo el ruido a medida que las poblaciones tuvieron que confinarse en sus casas. Plantas industriales, tráfico aéreo y terrestre, construcciones, recitales masivos y otras actividades frenadas por fuerza mayor dieron como resultado una baja de las vibraciones de alta frecuencia en la Tierra de más de un 50 por ciento. “Se puede ver al silencio sísmico expandiéndose a través del tiempo como si fuera una gran ola que comenzó en China en enero, continuó en Italia en marzo y siguió por el resto de Occidente”, graficó Stephen Hicks, un sismólogo del Colegio Imperial de Londres.
Según los científicos que recolectaron la información de una red conformada por 268 sensores sísmicos ubicados en 117 países, donde más se sintió la atenuación del volumen fue en las grandes urbes como Nueva York o Singapur, pero las vibraciones sonoras también bajaron de manera considerable en lugares poco poblados, como aldeas del interior de Namibia, en África.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
En la Ciudad de Buenos Aires, las estaciones de monitoreo que están en cinco esquinas de alto tránsito dieron como resultado que durante mayo, en el segundo mes de la cuarentena, las vibraciones llegaron a atenuarse hasta un 66%, en comparación con el mapa del ruido realizado en 2018.
Basándose en ese mismo mapa, Alejandro Bidondo, coordinador de la carrera de Ingeniería de Sonido de la Universidad Nacional Tres de Febrero, realizó, junto con colegas y estudiantes, una serie de mediciones sonoras en diferentes barrios de CABA: registraron un descenso de hasta 17 dB (decibeles) en el patio interior de una vivienda de La Paternal. “Este trabajo lo hicimos en abril, cuando el confinamiento era estricto y apenas podíamos salir a la calle”, cuenta.
Realizado durante varios días en momentos aleatorios en los barrios de Saavedra, Villa Devoto y La Paternal en esquinas, interiores de sus propios hogares y pulmones de manzana, dieron como resultado un promedio de 10 dB de atenuación. “Esta es una foto de una situación única en nuestra vida, que refleja de algún modo la magnitud del ruido que generamos habitualmente. El ruido que más se padece es el que entra en tu casa, ya que es donde procurás relajarte”, dice Bidondo. Por caso, en el tranquilo barrio de Saavedra, los decibeles diurnos en épocas normales, sin pandemia, llegan a 65, el límite máximo de ruido permitido en la ciudad.
Aún sin una medición específica, los investigadores coinciden en que la cuarentena produjo una considerable merma del “rumble”, ese run run grave y sostenido que generan, por ejemplo, las autopistas, el bajo que acompaña la banda de sonido permanente de las ciudades. “Tenemos que empezar a entender que existe la huella sonora. La ciudad es un organismo vivo, debemos entender cómo se constituye su sonido”, explica Bidondo.
La batalla por el ruido
Esto es lo que la ciencia mide de este novedoso silencio. Pero el ruido genera sentido. Una cosa es cuánto suena. Otra es qué dice.
Desde el inicio de la cuarentena, el ruido se ausentó de las calles, aunque ha ido reapareciendo al ritmo de la flexibilización de las medidas sanitarias de aislamiento. Ya en abril, el sonido social más característico de la pandemia se había mudado a los balcones. Comenzó con los aplausazos a los trabajadores de la salud, que decayeron en intensidad hasta silenciarse. Artistas y djs de ocasión musicalizaron la vía pública desde sus casas, hasta que la novedad también se apagó. Y finalmente comenzaron los cacerolazos de los barrios paquetes.
Hay una batalla por el ruido, en la que por el momento se van imponiendo los sectores más reaccionarios de la sociedad: los anticuarentena, los que, anteponiendo supuestas libertades individuales, ponen en riesgo la salud social y salen a expresarse en el espacio público. De prepo, y amplificadas por los medios corporativos, esas voces parecen sonar más fuerte.
Por el contrario, quienes acuerdan con esa regla colectiva, y asumen la responsabilidad de cuidarse y cuidar a los demás, no pueden marchar ni hacerse escuchar. Todavía.
En todo caso, el estruendo de las ciudades se convirtió en rumor, apenas. ¿Cómo se podrían aprovechar, en la pospandemia, las enseñanzas de esta situación inédita, que desembocó, sin buscarlo, en un beneficioso descenso de la contaminación sonora? Bidondo habla de la necesidad de descentralizar las muchedumbres urbanas. Y agrega un singular punto de vista: “Vivimos una cultura de homo videns, del hombre que ve. Sería interesante darle una oportunidad al hombre que escucha, porque si hemos sobrevivido tantos años de las cavernas para acá, no ha sido por lo que vemos, sino por lo que escuchamos. Es el sentido que nos alertó si había un depredador en 360 grados a la redonda. Estamos acá gracias a haber entendido los paisajes sonoros desde tiempos prehistóricos”.