Entre tantas especulaciones que se realizan en el escenario mundial a raíz de la propagación del covid-19, las hay promisorias, fatalistas y escépticas. Como en tantos otros casos, es aconsejable rastrear otras experiencias y tratar de extraer algunas enseñanzas.
Multiplicidad de miradas y perspectivas
La enfermedad que hoy, con sus diferencias pero con indiscutible gravedad, afecta a una buena parte del Planeta, pone en evidencia que cualquiera sea la estrategia para enfrentarla igualmente generará –y ya está provocando- un impacto global en todos los órdenes de la vida comunitaria y en las relaciones internacionales.
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Son muchas las opiniones formuladas desde la política, la sociología, la antropología, la psicología, la filosofía, la teología y otras tantas disciplinas o saberes, tanto para interpretar la realidad como para proyectar el devenir de la Humanidad.
Por cierto, que esas interpretaciones, convicciones y proyecciones no son pacíficas ni unívocas, como no lo son las perspectivas adoptadas para analizar este fenómeno que nos lo presentan –con frecuencia- como novedoso, imprevisto y de una nocividad de tan amplio espectro que permitiría calificarlo como “sin precedentes”.
Sobre esto último tampoco hay uniformidad, por el contrario, constituye una caracterización plagada de polémicas no sólo sobre el origen y causas de la pandemia. También es objeto de una seria discusión la real falta de conocimiento de su posible acaecimiento, con la consecuente factibilidad de prevenirla cuanto menos en sus efectos más severos y en la preparación de respuestas adecuadas –y morigeradoras- en materia sanitaria.
Del mismo modo ocurre en torno a su singularidad, a la ausencia de antecedentes comparables y con ello a la oportunidad de una transformación del mundo más atento a la Naturaleza como a una convivencia en que prevalezcan valores humanitarios.
Experiencias y aprendizajes
Las epidemias han constituido tragedias recurrentes en la Historia de la Humanidad, que se han cobrado millones de vidas (viruela, sarampión, malaria, fiebre amarilla, cólera, gripes de las más variadas, SIDA, ébola, entre otras), que si bien –según su extensión e intensidad- produjeron modificaciones de diverso signo en hábitos de vida no se tradujeron, por sí mismas, en factores determinantes de un cambio en los sistemas imperantes.
Otras experiencias trágicas con efectos tanto o más devastadores que las pestes, resultantes de acciones humanas, tampoco implicaron una concientización universal que llevara a comportamientos que impidieran su repetición.
Las expediciones de invasión y conquista, seguidas de colonizaciones expoliadoras y depredadoras de amplios territorios, la explotación irracional de recursos naturales con consecuentes hambrunas y miserias extremas, regímenes esclavistas y violación sistemática de derechos humanos, no son patrimonio exclusivo de pasados remotos, como lo demuestra un simple repaso de lo ocurrido en el siglo XX y en el presente en los diferentes Continentes, siendo Latinoamérica un lamentable ejemplo.
Los avances científicos - tecnológicos y su posible implementación en modos de organizar el trabajo que brinden niveles superiores de dignificación a quienes lo desarrollan, permitan una menor carga horaria y aseguren una mejor distribución de los bienes que produce, lejos está de verificarse.
Por el contrario, se han acentuado las peores prácticas laborales, favorecidas por una cierta aceptación social de modalidades análogas a la esclavitud; por la extensión ilimitada de las jornadas de trabajo no remuneradas o como única alternativa de acceder a un ingreso subsistencial, incluso echando mano a los nuevos recursos instrumentales –trabajo remoto, teletrabajo, trabajo pseudo autogestionado o autónomo-; y por la deslaboralización precarizante de las relaciones de empleo.
La escandalosa y obscena acumulación de la riqueza, que en un 50% se concentra en algo más que el 1% de la población a nivel mundial, da cuenta del carácter francamente regresivo e inhumano de los dispositivos vigentes en materia de redistribución. Combinado con una distorsionada visión de esa realidad, en la que los medios de comunicación juegan un papel preponderante, formadora de un sentido común que naturaliza ese estado de cosas y redunda en una cierta aquiescencia de las víctimas con sus victimarios.
Por cierto, que haber llegado a una instancia semejante no admite esperanza alguna de un replanteo de quienes detentan ese poder ni aún frente a una emergencia sanitaria de tanta magnitud. Lo que cabe esperar, y ya se pone de manifiesto con las presiones a los gobiernos para retomar a pleno la actividad económica en desmedro de la salud, es que acentúen las actitudes codiciosas en pos de recuperar y aumentar sus ganancias.
De lo individual a lo colectivo
El confinamiento durante semanas o meses que nos ha sido impuesto como defensa al contagio, seguramente ha permitido a muchos hacerse replanteos existenciales. Al advertir la importancia de ciertos bienes (la salud), de determinadas conductas (solidarias y cooperativas), de instancias públicas indispensables (dependientes del Estado), de lo prescindible de variados consumos (promovidos por el Mercado), de aspectos fundamentales que comprenden las libertades (interactuar socialmente, vincularnos físicamente con nuestros afectos, disfrutar del espacio común).
Quizás, entonces, habrá quienes emprendan o siquiera se propongan un cambio sustancial de vida, de hábitos, de bienes de disfrute, de reconfiguración de sí mismos y también de sus concepciones sociales, ideológicas y de convivencia comunitaria.
Aún cuando eso suceda, y seguramente ocurrirá con muchas personas, esas reformulaciones vivenciales en lo individual no serán suficientes para condicionar ni determinar un proceso colectivo que conduzca a un cambio de similar índole en las relaciones sociales y de producción, con su correlativa incidencia en el diseño de un proyecto de país más justo y menos asímetrico.
Por otra parte, los sentimientos altruistas que inspiran estados de excepción como los que atravesamos y el acompañamiento a extraordinarias medidas de asistencia encaradas por el Gobierno nacional, para que se mantengan, requieren de una estrategia a futuro de políticas capaces de contener las diferentes demandas de la sociedad y articularlas como expresión de una mayoría consolidada, convencida de la prevalencia de la solidaridad como de un indispensable cambio de paradigmas que se asiente en transformaciones institucionales profundas.
De lógicas y paradojas
Noam Chomsky en una de sus obras (“Quién domina el Mundo”) sostiene que “no deberíamos olvidar la perspicaz observación de Adam Smith de que los ‘amos de la humanidad’ –en su día, los mercaderes y fabricantes de Inglaterra- nunca cesan de perseguir ‘su infame máxima: todo para nosotros y nada para los demás’...”.
Observación de particular crudeza, particularmente en razón de quien la enuncia, como de absoluta vigencia. Nadie puede dudar que el descomunal enriquecimiento de unos pocos, sólo es factible por el empobrecimiento en igual o mayor medida de otros muchos, y contando con el sustento de un sistema que lo habilite.
En nuestro país el impulso de una ley que establezca un aporte excepcional y por única vez a las grandes fortunas personales, que abarcaría a unos 11.000 contribuyentes y que sería del orden del 1%, ha desatado operaciones de todo tipo para frustrar su debate parlamentario y en su caso dejarlo expuesto a impugnaciones judiciales que demoren o impidan su efectiva concreción.
Quienes podrían resultar alcanzados, con patrimonios de miles de millones de dólares sin computar los activos que representan sus empresas, inversiones y unidades de negocios locales e internacionales, no han dado ninguna señal de estar dispuestos a contribuir en medida alguna en la presente emergencia. Más aún, son demandantes permanentes del Estado, ya sea para que los libere de todo tributo y marco regulatorio que limite su capacidad de maniobra o para que, en situaciones críticas, los asista y subsidie.
Semejante miserabilidad no debería sorprendernos, puesto que esa condición la han puesto de manifiesto en infinidad de casos y, recientemente, con decisiones antisociales de sus corporaciones. Tampoco, que periodistas y opinólogos a su servicio combatan esa iniciativa legislativa.
Sí en cambio causa perplejidad que sean otros, ubicados en una escala socioeconómica variada pero a una distancia sideral de aquéllos, los que ofrezcan reparos y hagan suyos argumentos de lo más disparatados con los que se pretende correr el eje de la cuestión en debate.
Dilemas por resolver
La asistencia general como la focalizada en los segmentos sociales de mayor vulnerabilidad que viene llevando a cabo el Estado, demuestra que es factible reconducir transferencias de ingresos en función de otras prioridades y valores que los proclamados como dogmas por el Neoliberalismo.
Está claro que supone un enorme esfuerzo y que los recursos no son infinitos, ni el horizonte ofrece un panorama menos complejo después de superada la pandemia. Pasado el peligro que hoy fomenta un obrar mancomunado y relajados de cuidados mutuos indispensables, las tensiones y presiones que enfrente el Gobierno nacional serán incluso de mayor intensidad.
Prudencia o audacia en las políticas a implementar puede considerarse una exageración binaria, pero aún así y entendiendo como posible una combinación virtuosa de ambas para procurar una transformación sistémica profunda, debería prevalecer la audacia en los cambios que se propicien para el fortalecimiento del Estado como rector de la economía, orientador de un desarrollo equilibrado –sustentable, sostenible y con resguardo del medio ambiente- y regulador de una redistribución de la riqueza justa, equitativa y progresiva.
La afirmación de que la pandemia nos compromete a todos constituye una verdad relativa, porque el grado de afectación mientras perdure y cuando finalmente se neutralice ofrece diferencias sustanciales en la población.
Los sectores más pobres, los asalariados y los que en la informalidad obtienen en el día a día el sustento, carentes de ahorros que les permitan –siquiera temporariamente- sostenerse al perder o reducir sus ingresos, que habitan en condiciones que hacen difícil sino imposible cumplir con el aislamiento preventivo, son los que están más expuestos al contagio como a sus efectos más severos. Del mismo modo, cabe caracterizarlos frente a las consecuencias socioeconómicas que deparará esta epidemia.
El virus carece de inteligencia, no elige a sus víctimas ni sobre quienes hará recaer las secuelas más perniciosas. Son los gobiernos quienes pueden intervenir de uno u otro modo, direccionando los dispositivos protectorios y el orden de reparto de las cargas que pesen sobre la población y los distintos actores sociales, son ellos los que en definitiva eligen.