El nivel de tensiones que se advierte en la política argentina escapa a las que son inherentes a la democracia, expresando prácticas ostensiblemente antagónicas con las reglas de ese sistema. La implementación por el Gobierno de medidas estructurales trascendentes pone en riesgo privilegios, a la par que se proyecta en la ruptura de lazos de subordinación con poderes locales transnacionales, que en reiteradas ocasiones han mostrado su desinterés y falta de compromiso con las prácticas democráticas.
Estado, Sociedad y Política
La Sociedad comprende múltiples relaciones y conflictividades que se desenvuelven en distintos campos, en el ámbito privado y en el público, que en gran medida se proyectan hacia el Estado con variadas demandas.
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El Estado desempeña un rol fundamental en la regulación de toda esa interactuación, en la determinación del marco en el que se desarrolla y en los empoderamientos que genere o consolide.
La Política es la que articula el vínculo entre Sociedad y Estado, como también las acciones que se verifiquen dentro de sus respectivas órbitas.
Las Políticas de Estado suelen identificarse con valores, programas o medidas que gozan de un amplio consenso y perduran en el tiempo, más allá de los Gobiernos e incluso cuando se suceden en su ejercicio diferentes expresiones partidarias.
Se trata de una generalizada concepción, aunque cargada de un fuerte dogmatismo, que ofrece razonables dudas en cuanto a la necesaria reunión de tales caracteres como a su efectiva concreción con la uniformidad que se le atribuye.
Una visión idealizada pareciera primar en ese tipo de definición, no sólo en la amplitud del acompañamiento social -que se postula como casi absoluto- y la continuidad que presupone una conjunción similar de las distintas fuerzas políticas, sino fundamentalmente en lo que pueda ser su objeto en circunstancias históricas determinadas.
Compromiso democrático
En la Argentina se registra el período democrático más extenso, luego del obligado retiro en 1983 de la última dictadura, que no ha sido homogéneo en su calidad institucional ni coincidentes las opiniones en la valoración que al respecto merece cada una de las etapas gubernamentales abarcadas.
La fallida asonada de Semana Santa en 1987 impulsada por un sector de las Fuerzas Armadas, a pesar de los justificados reparos que provocó su desenlace final en orden a las concesiones otorgadas por el Gobierno de Alfonsín, puso de manifiesto una contundente defensa del orden constitucional de la mayor parte de las fuerzas políticas que conformaban por entonces la oposición y de la población que se volcó masivamente a las calles con igual propósito.
Los trágicos sucesos de diciembre de 2001 que resultaron de la feroz represión con que respondió el Presidente De la Rúa a las demandas populares, seguida de su renuncia y un período de anarquía e inestabilidad, una de cuyas manifestaciones fue la sucesión en algo más de una semana de cuatro Presidentes provisionales, tampoco produjo la interrupción del ciclo democrático hasta hoy vigente.
Entendida o no como una Política de Estado, el apego a la Democracia como forma de Gobierno expresa un fuerte compromiso ciudadano indispensable para su sustentabilidad, pero no suficiente para asegurar su continuidad en tanto no se renueve constantemente la exigencia por el respeto a las reglas que la informan, a la voluntad popular y a -la consiguiente- descalificación de las conductas destituyentes.
Prácticas antidemocráticas
Los reclamos por más igualdad, por la ampliación de los derechos sociales, económicos y culturales, por el reconocimiento a la diversidad y la pluralidad, forman parte de las demandas a las que debe responder una democracia popular.
Cuanto mayor sea la atención que a esos requerimientos preste un Gobierno, más violenta será la reacción de las minorías cuyos privilegios –lógicamente- se verían afectados, en clara sintonía con sus inclinaciones autoritarias.
En nuestro país -como en tantos otros de la región- esas élites representantes de un poder concentrado y ligadas a la estrategia subcontinental de EEUU, se sirven de los medios de comunicación integrados a sus corporaciones para exacerbar la intolerancia, el odio y las conductas destituyentes.
Sin alcanzar por igual a los que no comulgan con la actual dirección del Estado, ni a aquellas personas que demuestran ciertos desequilibrios psíquicos o emocionales que los obnubilan, es necesario prestar debida atención a la fuerte andanada antidemocrática y de creciente violencia desatada contra el Gobierno nacional, con total desprecio por principios básicos de una convivencia republicana.
Los quiebres institucionales tradicionalmente protagonizados por militares –que hoy en día encuentran otros actores a quienes se les encomienda- han sido acompañados por una porción nada despreciable de la sociedad civil y en la que revistaban los reales mentores prebendarios de los golpes de Estado.
Las movilizaciones que se identifican como “anticuarentenas” pero, estando a sus consignas, se demuestran “antitodo” lo que impulse el Gobierno, no deben ser mensuradas por su flaqueza cuantitativa o sus débiles –y hasta disparatadas- argumentaciones, sino por la potencialidad que les brindan los medios de comunicación hegemónicos y la correlativa incidencia en el imaginario de un colectivo proclive a dar crédito a esa información distorsiva de la realidad, prescindiendo de los intereses que encubre.
La posibilidad de seguir apelando en esas convocatorias a las libertades, la República, la independencia de los Poderes o a la lucha contra la corrupción, por quienes han dado pruebas de hallarse a mucha distancia de esos valores en la gestión anterior que integraron o apoyaron activamente, menoscaba su sentido y banaliza la coherencia que impone su invocación.
La virulencia de una oposición que se niega a todo debate de ideas constructivo y obstruye las vías institucionales donde deberían canalizarse, las campañas que profundizan los sentimientos más abyectos o la especulación con “instantes psicóticos” que encubren operaciones que van en esa misma dirección, cobran entidad por la caja de resonancia que le ofrecen la prensa y los comunicadores al servicio de intereses de unos pocos, pero poderosos, que no están dispuestos a ceder nada en pos del bien común.
El Estado y las políticas trascendentes
Las propuestas de un desarrollo productivo que beneficie a las grandes mayorías, que promueva el trabajo y se constituya en una efectiva inclusión social, con base en la afirmación de nuestra soberanía como Nación, sin duda forman parte de estrategias trascendentes.
La adecuación de un servicio de Justicia con el objeto de remover sus estructuras más anacrónicas, otorgarle un funcionamiento ágil que se corresponda con su misión específica de garante de los derechos ciudadanos sin invadir la esfera de actuación de los otros Poderes y de desterrar sus vicios más ostensibles que erosionan elementales reglas de la Democracia, es de fundamental importancia.
La indeclinable defensa de los Derechos Humanos, la erradicación de la violencia institucional como la de género, una real equiparación en el acceso a servicios esenciales o indispensables para satisfacer necesidades de esa índole, participan de la trascendencia con que cabe calificar las acciones encaminadas a alcanzar y afianzar esas metas.
En alguna medida podrían pensarse como Políticas de Estado, si no nos circunscribimos a definiciones dogmáticas abstrayéndonos de las experiencias que muestran su relativismo y transitoriedad ligada a los ciclos gubernamentales.
Quizás resultaría más ajustado, sin mengua de su valor trascendente, considerarlas como indentitarias de un Estado generador de políticas de transformación con vocación de permanencia y, siempre e inexorablemente, ligadas a una determinada gestión de Gobierno, sin otra aspiración que sostenerlas con la continuidad de esa gestión y consolidarlas para limitar que la alternancia democrática deconstruya su esencia más significante.
La voluntad popular
La búsqueda de consensos es una saludable inclinación democrática, sin que deba ser concebida como una condición necesaria para la implementación de las acciones de gobierno ni, mucho menos, de aquellas dirigidas a concretar los postulados principales que llevaron a la conducción del Estado.
La voluntad popular puede ser apreciada en diversos escenarios, pero se manifiesta con carácter determinante en las urnas, suscribiendo un Programa y/o brindándole su confianza a quienes entienden garantizan sus aspiraciones individuales y colectivas.
Considerar la opinión de los opositores o de quienes volcaron su voto a otras alternativas, no significa que sea presupuesto para apartarse de las líneas directrices de la política empeñada con los propios electores, y mucho menos sería legítimo si resultara de ceder a intereses absolutamente contrapuestos con los que se representan.
Habiendo sido ungido por casi la mitad del electorado con una diferencia más que considerable con la segunda fuerza presentada en los comicios de octubre, el Gobierno nacional exhibe una legitimación de origen a la que adiciona la que deviene del cumplimiento desde el Estado del curso de acción que anticipara y al que se comprometiera. Razones más que elocuentes para validarlo, como para respaldarlo activamente frente a toda conducta desestabilizante que, a la vista de las dramáticas consecuencias que enseña la historia de la Argentina, deben ser combatidas aún en sus más mínimas manifestaciones.