La cuarentena argentina contiene una promesa originaria: “Cumplirla otorga el tiempo necesario para ampliar el sistema sanitario, garantizar la atención de quienes se contagien y evitar muertes”.
Durante meses esa promesa originaria fue efectiva. El gobierno y el Estado actuaron oportunamente, se adecuó el sistema sanitario y se salvaron innumerables vidas. La medición febril de la evolución de la pandemia mostraba que sí, que la fórmula racional contenida en esa promesa funcionaba, que podía aplacar la muerte. Y así la promesa logró ser creída y la cuarentena pudo ser sostenida.
Hoy esa fórmula se aproxima al fracaso. El aumento imparable de los contagios está poniendo al sistema de salud al borde del colapso; así lo advierten los voceros de las asociaciones médicas, lo muestran las redes sociales, el sufrimiento y las muertes del personal de salud, entre otras evidencias.
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Parte de la dirigencia política ya advirtió que, de crecer los contagios, “volvemos para atrás”; así lo hizo, por ejemplo, Axel Kicillof, el gobernador bonaerense. Sin embargo, no será tan sencillo: cualquier retorno a etapas más restrictivas tendrá necesariamente un nivel de cumplimiento menor, porque la sociedad está exhausta, económica, física y psicológicamente, y no es para menos.
Pero además, en lo que va de la experiencia de la cuarentena argentina hubo numerosos cabos sueltos que ninguna fórmula pudo calcular (porque ninguna fórmula puede calcular o predecir los comportamientos políticos o las actitudes sociales) que en conjunto conspiraron contra su éxito.
Volvamos a la creencia que sostuvo la cuarentena en el inicio. Ésta afirma que una acción gubernamental y estatal oportuna y racional es capaz de controlar al “enemigo invisible”, o al menos, de reducir sus efectos más terribles. Fue oportuna: que la pandemia se hubiera desatado antes en otras latitudes nos otorgaba la posibilidad, que no habían tenido otros países, de actuar “a tiempo”. Y fue racional: adecuada a lo que indicaban los especialistas consultados (sanitaristas, epidemiólogos, infectólogos) y a la necesidad de llevar calma a una sociedad sometida a una experiencia inédita.
Los comportamientos sociales orientados por esta creencia originaria son, en sintonía, racionales (y racionales no quiere decir mejores, sino más ajustados a ciertas lógicas y evidencias). La observación de la evolución estadística de los contagios es la prueba de que la promesa iba a cumplirse en el futuro: “cumplir la cuarentena es la mejor forma de evitar morir”.
Pero estos comportamientos no sólo son racionales, sino que incluyen, además, una idea sobre lo colectivo y sobre los efectos que la propia actitud individual puede generar en los demás. Estos comportamientos se apoyan en un sentimiento subjetivo de formar parte de una comunidad, de un todo. Esto incluye valores como la solidaridad, la empatía, la responsabilidad: “me cuido no sólo para no contagiarme, sino para que los demás tampoco se contagien”.
Pero además, esos comportamientos orientados por una idea de comunidad incluyen un requisito, un cabo suelto que el gobierno no reconoció (y que todavía no reconoce): el requisito de reciprocidad, uno de los elementos más importantes de la vida en sociedad. ¿En qué consiste? En que el sentido de nuestros comportamientos está definido recíprocamente, por aquello que hacen los demás (incluido el gobierno): “Cumplo con la cuarentena y el distanciamiento social y espero que los demás actúen de la misma forma; si lo hacen, es justo que compartan conmigo los beneficios, pero si no lo hacen, es justo que sean sancionados e injusto que no lo sean”. Para estos creyentes, es muy difícil de tolerar una movilización anticuarentena que incumpla todas las reglas de distanciamiento sin sufrir ninguna sanción, o que un vecino organice un festejo numeroso en su casa al día siguiente del anuncio gubernamental de que las reuniones sociales en lugares cerrados están prohibidas.
Otro cabo suelto: la creencia originaria que acabamos de describir no fue la única sobre el COVID-19. Tanto en la Argentina como en otras partes del mundo se volvió muy potente la creencia negacionista: el virus no existe, no importa (es “una gripecita”), si existe “no nos va a tocar”, todo está bien y lo seguirá estando, tal vez sólo fue un ardid del gobierno de Fernández para “cercenar las libertades de argentinos y argentinas”.
En efecto, lo que el presidente Fernández viene de denunciar como “la politización de la cuarentena”, fue otro de los cabos sueltos. La “invisibilidad del enemigo” fue aprovechada por distintos sectores para perseguir sus propios intereses, político-electorales, económicos. El comportamiento político de la oposición se apoyó casi íntegramente en la creencia negacionista, alentando actitudes sociales anticuarentena: desde los “duros” de JxC, hasta el "moderado" Rodríguez Larreta, todos ellos amplificados por los medios de comunicación hegemónicos.
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El negacionismo tuvo expresiones muy variadas, algunas más visibles, como las protestas callejeras, y otras más discretas, esos micronegacionismos cotidianos que fueron practicados por casi todos: como “me pongo el barbijo pero me lo bajo hasta el cuello”, “visito a mi familia pero sólo un ratito”, “comparto unos mates pero al aire libre”, etc.
Estos comportamientos, que explican el imparable aumento de los contagios, tienen un fuerte componente emocional, esperable en un contexto de pandemia (“no aguanto más”, “todos nos vamos a contagiar”). Están motivados por ciertas dificultades para reconocer el impacto de la propia acción en los demás, son individualistas y se desarrollan en un contexto donde la comunidad más amplia no es importante. Y son más irracionales que los anteriores: no hay estadísticas, ni cálculos, ni números, que los hagan retroceder.
Pero es indudable que gran parte del avance de estas actitudes negacionistas se debe a los comportamientos políticos de nuestra dirigencia: mientras que una parte la alentó y la aplaudió, la otra parte no quiso pagar los costos de sancionarla, aunque violara el principio de reciprocidad, las reglas y los acuerdos básicos de la cuarentena.
La combinación de todos estos cabos sueltos puso en jaque a la promesa originaria de la cuarentena argentina. El avance del comportamiento negacionista hizo retroceder al poder político en todos sus niveles. Éste calculó, ahora, que si no podía controlar los cabos sueltos, lo mejor era adaptarse: "si ya no puedo hacer cumplir la cuarentena, lo mejor que puedo hacer es acompañar".
A partir del momento en que empezamos a escuchar que "la responsabilidad es individual" por un lado, y que “los porteños están haciendo todo bien” por otro, se instaló cierto negacionismo light en nuestra dirigencia, salvo algunas excepciones. Y a partir de allí, todos fueron mensajes contradictorios que lo único que lograron fue aumentar el sufrimiento de una sociedad exhausta.
Gran parte del trabajo político es movilizar promesas y representar creencias, que nos permitan vivir orientados hacia un futuro mejor: más feliz, más seguro, más justo que el presente y que el pasado. Y para el trabajo político es tan importante ofrecer una creencia a la que aferrarse en un momento de zozobra social, como lo fue la promesa originaria de la cuarentena, como hacer todo lo necesario para lograr que ésta se cumpla, aunque eso suponga pagar costos.
¿Por qué, por ejemplo, no detener el avance de la creencia negacionista visibilizando al “enemigo invisible” mediante una campaña pública que muestre la capacidad de destrucción del COVID-19, sostenida en el tiempo con un mensaje claro y unificado? ¿Por qué no avanzar con premios y sanciones más claros hacia quienes cumplen y hacia quienes no, y restituir de esta forma el sentido de reciprocidad? ¿Por qué no dejar de considerar "socios responsables" a los dirigentes políticos que construyan sobre el negacionismo?
A veces es necesario modificar parte de la estrategia para salvar al conjunto. Así como una de las claves iniciales de la cuarentena argentina fue la oportunidad, hoy sabemos cuáles son los cabos sueltos que generó lo vivido hasta acá. Todavía estamos a tiempo.