A sólo un día de cumplirse un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo de 1810, merece evocarse el pensamiento de una de las figuras más relevantes de esa gesta, Mariano Moreno (1778 – 1811). Quien fuera abogado, economista, militar por fuerza de las circunstancias y, por encima de todo, un gran patriota. Las emergencias actuales como las acciones que demanda la construcción de un futuro digno para la Argentina, encuentran en sus palabras una inigualable enseñanza: “Es justo que los pueblos esperen todo lo bueno de sus dignos representantes; pero también es conveniente que aprendan por sí mismos lo que es debido a sus intereses y derechos. (…) El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal”.
Procesos de emancipación
Desde los primeros años del siglo XIX Latinoamérica se vio convulsionada por numerosos procesos emancipatorios que, si bien en sus comienzos aparecieron como expresiones locales o asentadas en los espacios geográficos que –por entonces- constituían entidades político-administrativas del Imperio español, poco a poco fueron exhibiendo un alto grado de unidad, coordinación y vocaciones comunes hacia una misma identidad “americana”.
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Es frecuente interpretarlos como enrolados con los acontecimientos que ocurrían en Europa, en particular desde 1789 con la Revolución francesa, sin reparar en las peculiaridades de los movimientos libertarios americanos cuya génesis y, en especial, las transformaciones que fueron verificándose en su desarrollo ponen en evidencia características que los distinguen de aquéllos.
Entre las muchas cuestiones que es posible considerar en ese sentido, una primera y por demás relevante, es que ninguno de los que se emprendieran en nuestras tierras consistieron en expediciones de conquista sino de liberación de los Pueblos. La expulsión de los españoles, como quedó demostrado en las campañas libertadoras, no resultaba en el sometimiento o anexión de esos territorios por aquellos que se habían impuesto militarmente; por el contrario, eran los que promovían las condiciones para la libre determinación de sus habitantes y así efectivamente fue ocurriendo.
De allí que próceres como San Martín, Bolívar, Artigas y otros tantos, sean reconocidos y pasaran a la historia como “Libertadores”, no como “Conquistadores” como fuera el caso de Hernán Cortez, Francisco Pizarro o Napoleón Bonaparte por sólo nombrar a algunos.
Tampoco es menor la diferencia en torno a la condición imperial que caracterizó a las hegemonías europeas de la época, con sus consiguientes posesiones ultramarinas y colonizaciones en todos los Continentes, en contraste con la concepción americana de constituir una sola Nación, que tuvo especial incidencia en las guerras de la independencia y, más allá, de los avatares que impidieron su efectiva concreción. Frustración, en que mucho incidieron las operaciones imperialistas de Inglaterra, Francia y, a su turno, de los EEUU de Norteamérica.
La confluencia en esas luchas libertarias de criollos, mestizos, negros y pueblos originarios que, aun no habiendo sido homogénea, se registró en la conformación de ejércitos y montoneras, se distinguieron de las acciones que protagonizaron las huestes invasoras de origen europeo imponiendo el predominio de la raza caucásica, con la correlativa denigración de cualquier otra a la que se consideraba inferior o, incluso, carentes de “humanidad”.
100 años después
El comienzo del nuevo siglo tuvo contracaras a uno y otro lado del Atlántico, con repercusiones dramáticas que mostraron una cierta relación dialéctica cuya síntesis no fue precisamente liberadora y de progreso social.
Mientras Europa exacerbaba nacionalismos racistas con pretensiones imperiales, cuestionadores de las corrientes liberales, antesala de la llamada Primera Guerra Mundial y de la posterior incubación del “huevo de la serpiente” que llevara a la Segunda Gran Guerra, y a la par que el comunismo se instalaba en Rusia contradiciendo las predicciones de Karl Marx; en América Latina se consolidaban regímenes autoritarios elitistas –con o sin una pátina de democratismo burgués-, con Gobiernos serviles y prebendarios de los imperialismos anglo-norteamericano que sumían en la miseria a sus pueblos.
La Argentina es un buen ejemplo de ello, donde al cumplirse el primer Centenario de la Revolución de Mayo se excluía, reprimía y expulsaba a los sectores populares de los fastuosos festejos con centralidad en la ciudad de Buenos Aires, que fueron patrimonio exclusivo de las elites y, emblemáticamente, contaran entre los principales invitados a la Infanta Isabel de Borbón (tía del rey Alfonso XIII) en representación de la Corona española.
Ya a mediados de mayo de 1910, por iniciativa del Poder Ejecutivo, el Congreso nacional había sancionado una ley declarando el estado de sitio y en ese contexto se censuró -y clausuró- medios de prensa socialista, anarquista y de otras expresiones de la clase obrera. Lo que fue acompañado de otras muchas medidas con idéntico objeto, cierre de locales sindicales y partidarios, centenares de detenciones y expulsiones del país de dirigentes y activistas, represiones brutales de manifestaciones opositoras al régimen imperante.
El tan evocado Estado de bienestar
Con motivo de la Segunda Guerra Mundial, se habían perfilado en nuestro Subcontinente posiciones diversas y hasta francamente antagónicas con respecto a las políticas que debían adoptar los Estados. Entre quienes proponían sumarse activamente a alguna de las fuerzas beligerantes -fundamentalmente, a los denominados “Aliados”- y los que defendían la neutralidad advirtiendo sobre la ajenidad en ese conflicto que concernía a las potencias en disputa por el poder mundial.
Develando una tensión entre incipientes expresiones de un nacionalismo propulsor de la autodeterminación de los pueblos y la defensa de la soberanía, con las clásicas formulaciones conservadoras y de un liberalismo atados a los lazos cada vez más fuertes de una dependencia cuasicolonial.
Finalizada la guerra, con los Acuerdos de Yalta, se cristalizó una división bipolar del mundo que dio pie a repetidas confrontaciones en todos los campos, incluso en el militar aunque valiéndose de Estados vicarios.
La reconstrucción europea y los indispensables consensos alcanzados en diferentes ámbitos (políticos partidarios, empresarios, sindicales, religiosos), los conflictos desatados desde los años ‘50 y el temor a la expansión del comunismo con raíces en el bloque encabezado por la URSS, impusieron incorporar a esa agenda la cuestión social y con ello un marcado garantismo estatal de niveles crecientes de calidad de vida para la población en su conjunto.
De allí que, atendiendo al modo en que funcionó desde su origen el Capitalismo de mercado y a la forma en que retomó sus viejas –y salvajes- prácticas una vez desaparecida aquella bipolaridad (deconstrucción de la Unión Soviética y caída del muro de Berlín), la experiencia del Estado de bienestar corresponde entenderla como una “anomalía” de ese sistema más que como un estadio propio de su natural evolución.
Esas experiencias propias de los países centrales suelen confundirse con procesos vividos en la periferia, en los cuales fuerzas políticas afincadas en un pensamiento nacionalista de raigambre popular y comprometidas con un desarrollo basado en la recuperación soberana de sus recursos naturales, llevaron a cabo una redistribución de riquezas que permitieron una movilidad social ascendente y un sustancial mejoramiento de las condiciones de vida de su población.
Llegado el siglo XXI
En los últimos veinte años del siglo XX se consolidó una reconfiguración del Capitalismo de mercado, sustentado en una matriz de acumulación financiera que repotenció los niveles de desigualdad, expoliación y depredación, con el impulso de una fenomenal trasnacionalización de las economías a la que favoreció la globalización y la concentración en la administración de las nuevas herramientas tecnológicas de la comunicación e información.
Ese proceso impactó también en la estructura, organización y funcionamiento de los Estados, a la vez que provocó severos menoscabos en sus principales instituciones y representaciones, junto a una desideologización promovida por la falsa concepción de “un pensamiento único” y el fomento de una aparente “apoliticidad” pregonada por el Neoliberalismo que proponía un dogmatismo economicista.
Llegado el siglo XXI los centros de poder de Occidente dieron cuenta de esa degradación institucional, la ausencia de liderazgos y el travestismo político que hacía cada vez más difícil encontrar diferencias sustanciales entre los partidos, tanto se enrolaran como derechas o izquierdas, que al acceder al Gobierno sujetaban por igual sus acciones a los mandatos de los “Mercados”.
La grave crisis desatada en los años 2007/2008 logró un transitorio atemperamiento por la operación de rescate a las entidades financieras, como también con la –típica- transferencia de sus peores efectos a las economías de los países emergentes y su sobreendeudamiento externo. Lo que no alcanzó para neutralizar totalmente sus consecuencias sociales en los países centrales, ni para una recomposición suficiente de su actividad productiva que, cautiva de la dogmática neoliberal, fue corroyendo los pilares en los que se asentaran pasados beneficios comunitarios.
Aquella crisis resultó la punta de un iceberg que emergía anunciando tras de sí una mucho más profunda y terminal, en ciernes pero de enorme peligrosidad por las debilidades que delataba el sistema para enfrentar sus consecuencias.
Un virus microscópico, cuya propagación facilitó lo que hasta su aparición constituía las máximas fortalezas de la globalización –superlativas interconectividad y tráfico internacional (de personas, mercancías y operaciones virtuales)- fue el disparador que precipitó la crónica de un fin anunciado.
La revolución inconclusa
Las predicciones acerca de lo que nos espera después de la pandemia están cargadas de deseos, elucubraciones políticas, disquisiciones cientificistas, creencias religiosas y de otras tantas perspectivas de abordaje. Lo único que parece ser común a todas ellas, es la convicción de que nada será igual a lo que hasta ahora reconocíamos como “normalidad”.
Sin embargo, una conclusión semejante no implica que el porvenir nos depare un mejor vivir, una convivencia más justa ni una mayor equidad, porque para que así sea es necesario neutralizar la voracidad de los que han impuesto como “normal” todo aquello que es la negación misma de esas nobles aspiraciones y, nada indica, que estén dispuestos a ceder en medida alguna para que se tornen realidad.
Nuestro actual Gobierno resultó de una coalición cuya centralidad la ocupa el peronismo, que nació como un Movimiento que postulaba –y llevó a cabo- un Proyecto nacional, popular y revolucionario.
Las transformaciones que se proponía parecían de imposible realización a mediados del siglo XX, pero se concretaron a pesar de las fuertes presiones de los factores de poder de adentro y de afuera, instalándose en la memoria del Pueblo que sostuvo su vigencia como fuerza política mayoritaria por más de setenta años.
En las agitadas jornadas de mayo de 1810, Mariano Moreno afirmaba: “Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila”. Todo proyecto político libertario e igualitario no puede prescindir de las condiciones objetivas en que se inscribe, que demarca límites pero no determina que sean infranqueables, superarlos es siempre el desafío y exige asumir las decisiones que lo hagan posible.