Esta pandemia ha tomado a la población como rehén. Cada argentino, cada argentina, son rehenes de su propio conflicto psíquico. Ese que se manifiesta cuando la realidad se opone al deseo. Cuando la ley contradice las voluntades subjetivas, la imposibilidad pone en movimiento algunos mecanismos del aparato psíquico. Es como si una persona fuera a abrir la puerta de su casa para salir a buscar algo que en ella no tiene, y se encontrara con que la cerradura ha sido cerrada por fuera, y quien tiene la llave no le permite salir. Al comienzo, intentará abrir esa puerta por todos los medios. Gritará, hará ruido para que la oigan, y finalmente, ante la imposibilidad se salir, tal vez se genere en su psiquismo cierto movimiento que no se dará hacia afuera, sino hacia adentro: Se trata de una pregunta posible. Una interrogación. Un modo de implicarse. Sin embargo, hacerse cargo y ponerse en el lugar creativo y creador no es una tarea sencilla. ¿Qué puedo hacer yo? ¿Cómo me paro frente a lo que pasa? ¿Qué me pasa? Transformarse a partir de las preguntas es todo un desafío.
Lo personal es político. Aunque existan personas que quieran obviar el asunto, la política ha entrado en sus casas hace rato. No es un virus, es una invitación a pensar qué Estado queremos los argentinos y las argentinas (y todo aquel que habite este suelo) para nuestro país. Es un modo de hacernos entender que estamos eligiendo, incluso cuando no podemos decidir ciertas cosas. “Quedate en casa” dejó de ser un slogan. Se transformó en un pedido, primero, y en una orden, una ley, después. Algunos ciudadanos no comprendieron el estatuto de esta sentencia, y se revelaron ante la postura del gobierno. Lo hicieron desde la queja, la manera que tenemos para no involucrarnos en lo que nos pasa. Pero, ¿por qué se quejan quienes se quejan?
Una encuesta realizada por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA arrojó como resultado que el 48% de los encuestados tuvo síntomas de ansiedad y depresión durante la cuarentena. Las estadísticas son necesarias, pero cuando recorremos las imágenes que ofrecen los medios de comunicación, o las que nos proporcionan las redes sociales, se ven personas reales, con rostros y nombres propios, que se manifiestan en contra del aislamiento obligatorio, reclamando por la libertad de circulación y la posibilidad de volver a la normalidad.
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Mucho se escribió sobre lo acontecido en los diferentes países del mundo, la manera de enfrentar la pandemia, las decisiones que los Estados han tomado para preservar la salud de las poblaciones, o para dejar la enfermedad librada al azar. Hace una semana, el New York Times ha puesto en su portada el nombre de los casi 100.000 muertos por el Covid-19 en los Estados Unidos, bajo el título “Una pérdida incalculable”. Me llama poderosamente la atención el desapego por la vida que algunas personas manifiestan en nuestro país. Sobre todo, pensando en quienes viven en las peores condiciones de salud e higiene. Quizá sea, simplemente, su propio mecanismo de defensa. Pero negando la realidad, los casos positivos, el posible colapso del sistema hospitalario, el contagio masivo que están padeciendo los sectores más carenciados en los asentamientos populares de CABA y el Gran Buenos Aires y las noticias que nos llegan desde Chile o Brasil donde los muertos se multiplican por miles, no podremos generar estrategias para hacerle frente al Covid-19 en cada uno de los desafíos que nos plantea la pandemia.
La protesta, la queja, la imposibilidad de hacer una lectura fuera de la lógica de la posverdad no resulta novedoso en estos tiempos. Los argumentos desplegados parecen previos a la aparición del virus. Resuena la idea de un Estado opresor que no le permite a los ciudadanos elegir cómo y cuándo enfermarse.
El síntoma no es la queja. La queja es el velo que lo esconde. Que lo tapona. Estamos acostumbrados a creer que el síntoma es el enemigo. Un desequilibrio al que hay que combatir. Y no. Quienes trabajamos con el sufrimiento, con las emociones, con la angustia, con las contradicciones de la condición humana, sabemos que el síntoma es la brújula en la dirección de la cura. La queja muchas veces es el ruido que silencia el dolor. Y el ruido no es palabra. El ruido es no querer saber nada de esa pregunta que lucha por ser formulada.
Entonces, ¿de quién somos rehenes? ¿Del Estado presente que nos protege del virus? ¿De estos tiempos de pandemia que nos obligan a alejarnos de los otros? ¿Del sistema capitalista que nos empuja al consumo más allá de la recesión mundial? Quizás seamos rehenes de todo esto, pero además, haya otro verdugo acechando en estos meses en los que nuestra vida cambió, tal vez, para siempre. Somos rehenes de la imposibilidad de interrogar nuestro deseo, nuestras angustias y ansiedades, nuestros cuestionamientos postergados, nuestra propia mirada del mundo exterior y del mundo interior. En el fondo, somos rehenes de nosotros mismos.
* Edgardo Kawior es psicoanalista, productor y director de teatro. Autor de “El enigma de la verdad” (ensayo en tres actos sobre Psicoanálisis y Teatro). Contacto por mail: licenciadokawior@gmail.com. También por Instagram y Twitter.
** Ilustración: RO FERRER