El macrismo y el “grupo de tareas” mediático-judicial instalaron en el sentido común desconfianza en la política, en la justicia y dejaron como saldo varias patologías sociales. Una de esas patologías es el ascenso de un fenómeno en que lo falso probado como falso puede ser considerado verdadero y lo verdadero probado y constatado puede desacreditarse livianamente. No nos referimos en este caso al negacionismo social de un hecho, por ejemplo, del coronavirus, tampoco hablamos en esta oportunidad de las noticias falsas. Nos interesa reflexionar sobre una manifestación discursiva que en los últimos años se volvió compulsiva, organizada y devenida sentido común: la mentira política.
Hay tres factores, la política, la justicia y la verdad, que son fundamentales y, si están en riesgo, la vida social, la democracia y la República también lo están. No resulta extraño el crecimiento exponencial de la mentira política durante el neoliberalismo pues, dado que es un sistema que sólo conviene a la élite económica, no es posible sin mentiras y sin odio al igual que el nazismo. De ahí que el neoliberalismo es incompatible con la democracia.
Jacques Derrida, en una conferencia organizada por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires en 1995, definió a la mentira como una situación de habla en la que se emite un relato como si fuera verdadero sabiendo que es falso. La mentira no es el error, la interpretación subjetiva, el autoengaño o una aserción falsa que uno cree verdadera, sino el acto deliberado la intención de engañar al prójimo. No se miente afirmando un enunciado falso si se dice de buena fe y se cree en él. Para mentir hay que saber la verdad y deformarla intencionalmente por el deseo o la voluntad de engañar y hacer creer. El objetivo de la mentira es la mala fe, esto es, inducir al error, manipular la opinión, perjudicar a una persona o un proyecto político.
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En la mencionada conferencia, Derrida afirmó que es imposible probar que alguien ha mentido, pues nadie sabe las intenciones del otro. Se puede demostrar que un argumento no es verdad o es equivocado, pero no que alguien lo ha emitido deliberadamente. Esta conclusión sólo es válida para los sujetos singulares, no es aplicable a la política, que consiste en una práctica colectiva en la que no cuentan las intenciones sino los actos y sus consecuencias. “No mentirás” es un mandamiento que está en todas las religiones, constituye un límite civilizatorio, un imperativo moral. En consecuencia, se erige como una condición fundamental para la vida común. Faltar deliberadamente a la verdad es, en este sentido, fallar o atentar contra el vínculo social.
Por ejemplo, mientras Horacio Rodríguez Larreta y su Ministro de Salud, Fernán Quirós, agitan las clases presenciales con el argumento de que no existe riesgo de contagio, la prestigiosa revista científica The Lancet advirtió que la reapertura de escuelas sin una robusta campaña de mitigación del virus puede llevar a una aceleración de la pandemia del coronavirus y, por consiguiente, más contagios y muertes. El estudio es de mediados de marzo y muestra que la vuelta de clases presenciales sin cuidados podía causar hasta 30 mil muertes más en el Reino Unido.
Hannah Arendt desarrolla la mentira política como una categoría que refiere a los asuntos comunes e implica un atentado a la realidad común. Sostener en la acción política o en lo público una falsedad refutada por las pruebas y las cifras es una mentira política organizada por técnicas de propaganda y medios de comunicación corporativos. Es una operación antipolítica que supone una manipulación violenta de lo social y va de la mano con la posición cínica e hipócrita de la doble moral. La mentira política puede presentarse como argumento falso o como una verdad “objetiva “y “natural”. “La Verdad” incuestionada, además de ser una mentira, constituye una forma de conservadurismo dogmático que defiende intereses sectoriales y desprecia la democracia. La realidad no debe ser un objeto de manipulación a puro cálculo y conveniencia electoral. Las verdades sociales nunca son naturales sino el producto de una práctica humana que implica la construcción y deconstrucción permanente de lo común.
Los miembros de Juntos por el Cambio y los medios de comunicación corporativos han hecho y continúan haciendo de la mentira una práctica cotidiana dedicada al engaño generalizado. Esta cínica estrategia posee verdadera eficacia performativa, construye una realidad paralela ajena a los datos, las cifras y las pruebas judiciales, con el propósito de manipular la opinión pública.
¿En qué radica el éxito en la imposición del falso relato malintencionado? Consiste en una pinza retroalimentada que incluye, por una parte, el lugar de enunciación desde donde el emisor emite las mentiras. En general son sitios de influencia imbuidos de autoridad en los que se habla con impunidad abusando de la protección que ofrece el poder corporativo, económico y comunicacional. Por otra parte, se precisa también de una subjetividad con pensamiento colonizado capaz de consumir acríticamente los falsos enunciados. Una comunidad, sostiene Arendt, puede embarcarse en una mentira sobre su propia realidad y configurarse como un principio común de acción o inspirador de conductas. Esto supone que una parte importante de lo social está involucrada como cómplice en un dispositivo falsificador de la realidad, como sucedió en los totalitarismos, en el terrorismo de Estado, la Guerra de Malvinas y en el último neoliberalismo de Cambiemos.
Para dar batalla a la mentira política es preciso hacer valer los dispositivos legales, culturales y militantes a disposición, capaces de sancionar y castigar la mendacidad. Será necesario, también, inventar nuevas herramientas democráticas que limiten el uso normalizado de la mentira política. La vida impregnada de mentiras resulta irrespirable. Restablecer la verdad se volvió un problema central para restituir a la política su dimensión ética y hacer de la vida un mundo habitable.