Cuando amaneció, él ya tenía los ojos abiertos. La pobre claridad que entraba por la ventana al cuartito celeste y algo descascarado le permitía ver en el techo esa tela de araña, y volvía a prometerse recordar sacarla. Sonrió. Ese dolor de garganta le trajo el recuerdo de lo brava que había estado la noche. Era lunes y estaba feliz.
Adalberto había nacido en septiembre de 1973 ahí mismo, en La Florida, en la periferia de Santiago de Chile, un poco más allá de Peñalolén. La fecha de su nacimiento no había influido en absoluto en su vida. Podría haber nacido cinco años antes o después y daría lo mismo. Hijo de albañil y de cocinera en donde se pudiera trabajar, estudió mientras pudo y de allá salió de aprendiz de tornería.
Ahora sentía a su lado la temperatura tibia de la piel de “La Maca” con quien se juntó hace años. En la pieza de al lado está Augusto, el primer hijo, y Patricia, que le reclama atención desde esa cuna de barrotes amarillos que ya hace meses le va quedando chica.
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Llegó hasta este momento tras una historia sin misterios: conoció a La Maca cuando terminó el liceo, en la micro que compartían a veces por casualidad. Él iba de su casa en La Florida hasta su trabajo en la fábrica de puertas en Huechuraba. Ella se subía en Cerrillos y se bajaba en el Mall Plaza norte, donde trabajaba también, y mirarla le acortaba los cincuenta minutos de infierno del viaje. El comenzó a arreglarse mejor la poca ropa que tenía para ponerse, por si la veía. Ella se peinaba distinto. Hasta que se animaron a hablarse. Después todo, hasta este amanecer de lunes.
Adalberto no habría podido responder como lo trataba la vida, entre el trabajo, los gastos, la plata que no alcanzaba para poder salir de esos dos cuartos que había construido en el fondo de la casa de sus padres, en un terrenito tan estrecho que él decía riéndose: “somos católicos, pero si pongo una cruz, el cristo va a tener que cruzar los brazos”. Su asombro cotidiano era ver el tamaño de la formidable y modernísima Clínica BUPA, a tres cuadras de su casa y a la que nunca entró.
Así que no, no votó en las últimas elecciones ni en las anteriores ni nunca y apenas vio por televisión cuando las estudiantes saltaron los molinetes y cuando las noticias dejaban ver a la policía reprimiendo las manifestaciones que sucedieron después, mientras pensaba que no entendía para qué la gente se mete a esos líos, que quizá fuera justo, pero para qué tanta cosa.
Cuando un compañero del trabajo le habló de la constituyente, se interesó, y por primera vez puso real atención a las noticias de TV Chile. Y no era lo que su compañero le había dicho.
Alguien mentía o no sabía, y entre lo que decía la televisión y un barnizador, no había duda posible, además en la publicidad del “Apruebo” explicaban, y el recordaba una frase de su madre: “el que explica se complica”, y los periodistas y especialistas eran más claros: entre los comunistas y los indios se iban a repartir todo, él podría perder los dos cuartos y el terrenito, y si el precio de defender lo suyo era seguir pagando carísimo el agua y los estudios de los cabros era ese, no había duda posible. Además, los del Apruebo hablaban de democracia y derechos y el no votaba porque no quería y tenía ya derecho a trabajar y a vivir en su casa y a criar a sus hijos tal como su padre y su madre lo habían criado a él, en los valores del trabajo y la familia y la propiedad, chiquita pero suya. Y al final hasta la ropa que compraba allá en Meicys, o en Patronato, era usada pero buena, barata y de marca. Hasta una camiseta Tommy Hilfiger había comprado a buen precio.
Aquello no era exactamente como él quería, pero se podía sobrellevar hasta que la situación mejore, que para eso trabajaba, y no había para que meterse a cosas que vaya uno a saber en que terminan.
Así fue que estaba cada vez más interesado en las noticias y ahí se enteró que ahora era obligatorio votar y por primera vez se entusiasmó con la idea. No lo hablaba con nadie, pero nunca había sentido tan fuerte una convicción: había que rechazar ese peligro y ya le habían explicado el cómo y el por qué.
Fue, votó y se sintió contento. Y todo el día siguió ávidamente los reportajes y los titulares, hasta el resultado final, donde supo que su voto había sido definitorio y compartió la alegría y salió a festejar, y gritó y cantó hasta casi las tres de la mañana en la calle, agitando la bandera de Chile y solo entró a su casa un momento cuando lo llamó La Maca para que vea en la televisión como lo felicitaban por defender la patria, y volvió a la vereda a festejar, y por primera vez Adalberto se sintió parte de algo grande. Por primera vez fue parte de un gran equipo: El equipo ganador.