Nunca más odio

04 de septiembre, 2022 | 00.05

Casi todxs repudiamos el atentado homicida contra Cristina, un intento de magnicidio que se lee como ataque a las instituciones y al pueblo, dado que no sólo se trata de la vicepresidenta de la República sino también de la líder del pueblo. El ataque al cuerpo o la permanente agresión verbal de la que es víctima esa mujer, representa una patología democrática que debe ser resuelta por las instituciones de manera urgente.

El individuo que gatilló es culpable, pero es sólo la punta del iceberg. Si queremos comprender, prevenir y evitar hechos semejantes, es preciso ir hasta la raíz del problema. 

Ubicamos los discursos de odio proferidos por los medios de comunicación hegemónicos como un aporte fundamental en lo que consideramos una patología democrática. El tiro afortunadamente fallido del homicida viene a consumar años y años del trabajo realizado por los medios de comunicación corporativo, que sin descanso inoculan el “odio nuestro de cada día”.

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Freud, hace muchos años, descubrió una sintomatología que presentaba una lógica diferente de la orgánica. El psicoanalista vienés, allá por 1894, encontró que las personas se enfermaban por palabras que tocaban el cuerpo, lo traumatizaban, lo angustiaban e inhibían. En esa época aún no había surgido la televisión, ni el capitalismo se había concentrado como en la actualidad. Dado que para Freud era homologable la psicología individual y la social, no cabe duda que hoy estaría de acuerdo en sostener que las sociedades enferman por las palabras de odio ilimitado que escuchan cotidianamente.

Los medios de comunicación concentrados, que tienen el monopolio de la palabra y de los mensajes comunicacionales, configuran la realidad y operan sobre las subjetividades manipulando significaciones y afectos. Producen e imponen sentidos y afectos que funcionan como verdades que, por efecto identificatorio, se transforman en comunes formando la opinión pública.

El individuo de la cultura de masas ubica a los medios de comunicación en el lugar de un ideal y esto produce una hipnosis adormecedora. El sujeto se transforma en un espectador pasivo, cautivo, sometiéndose de manera inconsciente a los mensajes, afectos e imágenes que se le ofrecen. Esos medios son instrumentos de captura a través de la fascinación enceguecida, constituyendo un poder que determina identificaciones y elecciones, produciendo un efecto de hechizo en las personas. El sujeto es mirado por la televisión que le ordena, resultando incapaz de procesar la información y los afectos que ésta instala. Los mensajes que emiten los medios terminan imponiéndose, condicionando opiniones, valores e identificaciones, lo que redunda en una manipulación sobre la subjetividad que lleva a la enfermedad psíquica.

La instalación de mensajes de odio atenta contra la salud tanto en sentido social como singular. La agresión –pulsión de muerte dirigida al exterior– se presenta como una irrupción violenta, desregulada, sin medida, que tiende a la ruptura, a la disolución de los lazos entre los seres hablantes y, en definitiva, a la desintegración del sistema social en general.

La cultura se transforma en un campo minado por la violencia, pudiendo funcionar los mensajes vertidos insistentemente como desencadenantes de enfermedad psíquica, al encontrar sujetos que los escuchan como órdenes, como voces imperativas que conducen al pasaje al acto.

En el estado hipnótico o enceguecido se debilitan las facultades cognitivas, los individuos cumplen órdenes subordinándose sin conciencia a distintos mandatos comunicacionales. La argumentación racional resulta insuficiente para desinstalar estas creencias que funcionan al modo de certezas.

Esta práctica va dando sustento a la táctica de la construcción del enemigo interno “aportada” por el nazismo, que provoca sentimientos persecutorios, conductas racistas y de cancelación del semejante: Cristina, el peronista, militante o dirigente sindical, es atacado, concebido como un enemigo o un objeto hostil al que se lo puede humillar, degradar, maltratar, etc. La lideresa del pueblo es blanco de permanentes ataques y odios, la quieren presa o muerta porque encarna un proyecto que toca intereses y jerarquías.

El derecho a la libre expresión se confunde con la libertad de agresión verbal o de odio en la escena pública. ¿Quién se hace responsable de los efectos patológicos que se constatan en la subjetividad y en los lazos sociales? Si nadie es responsable, estamos habitando en la banalidad del mal, como decía Hanna Arendt.

En estos desquiciados días, a pleno lawfare y atentado a la vida, quedó visibilizado cuál es el sector que alimenta el odio: así como no hubo dos demonios, tampoco hay dos odios. El odio es la continuación del demonio por otros medios.

Cuando comenzaron a televisar el lawfare, el “show de la obra pública” con el fiscal Luciani, el pueblo, el cuerpo vivo de la democracia participativa, salió a la calle y puso un límite porque “la tocaron a Cristina”. Luego del intento de magnicidio perpetrado el jueves a la noche, la movilización se intensificó. 

Con el objetivo de proteger la salud de la población, los representantes del pueblo, que encarnan una función simbólica, escucharon la demanda popular que expresa “Nunca más odio”. Es de esperar que los diputados o el presidente por decreto reactiven la ley de medios y busquen institucionalmente soluciones que satisfagan las voces de la calle, que piden que disminuya la hostilidad en los medios de comunicación. No se trata aquí de una práctica de censura, sino de asumir una decisión responsable a favor de limitar el odio para preservar la democracia, interpretada como un espacio donde se dirimen las diferencias sin violencia ni agresión de ninguna clase. 

Lo que sucedió el jueves 1° fue un aviso que traumatizó y movilizó al campo popular. No siempre la vida avisa… esperemos que tenga valor de acontecimiento, un punto de inflexión fundante de una nueva realidad.