La democracia puede definirse de distintas maneras, entre ellas como un procedimiento de elección de representantes, o como un régimen político opuesto a las formas de gobierno y de vida totalitarias, absolutistas o fascistas. Luego de la caída del muro de Berlín y la disolución de la URSS, se anunció a nivel global no sólo la victoria del capitalismo sino también el triunfo de la democracia, planteado como un sistema que prometía un glorioso tiempo por venir, compuesto por sociedades completamente libres e igualitarias.
A contramano de lo anunciado y esperado, la libertad sin límites agitada por el ideario neoliberal produjo efectos devastadores que alteraron el orden mundial: una excesiva concentración de la riqueza produjo una creciente e inmoral desigualdad. El lazo social devino en grieta en casi todos los países; en la Argentina, a esta altura, es más adecuado hablar de abismo entre dos partes que sostienen modelos opuestos.
En resumen, con el triunfo neoliberal la concentración jamás derramó, sino que, al contrario, el desequilibrio global fue tan acelerado y profundo que en la actualidad está poniendo en peligro la vida del planeta.
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El dispositivo tanático caracterizado por lo ilimitado ganó el gobierno en 2015 en la Argentina. Como era de esperarse, esa gestión volvió al endeudamiento con el FMI, debilitó las barreras económicas y simbólicas de la sociedad, produciendo una subjetividad enloquecida en la que todo vale: el que quiera ir armado, vender órganos, poner guillotinas en Plaza de Mayo, simular cadáveres en bolsas negras con los nombres de dirigentes sociales o políticos…que lo haga. Encontramos en ese mismo registro las violentas palabras de José Luis Espert: “a los ladrones hay que agujerearlos como un queso gruyere”, “es cárcel o balas, pero primero balas”, "bala contra sindicalistas”, sólo por mencionar un ejemplo entre tantas expresiones semejantes.
Esa clase de palabras y acciones sin filtro emitidas por dirigentes políticos de la derecha y algunos “periodistas” constituyen, sin duda, discursos de odio atravesados y justificados por la libertad ilimitada que siembran la semilla y son el caldo de cultivo del pasaje al acto: “el que quiera matar que mate”.
El odio es un afecto antipolítico y, si bien su emergencia es inevitable entre los humanos, la vida democrática, que tiene como uno de sus pilares la fraternidad, resulta incompatible con él. La democracia tiene como problema inventar, producir pactos legales a los efectos de debilitar los discursos de odio y terror.
La transición democrática argentina se basó en los derechos humanos: el “Nunca más terrorismo” fue una barrera social que se inscribió en la memoria colectiva, producto de un ideario común a favor de la democracia que se plasmó en las luchas políticas del pueblo. Esa breve frase es una condensación de cadenas de palabras y múltiples sentidos que no precisan explicitación, porque forman parte del código social compartido.
A partir de los hechos recientemente acontecidos en nuestro país, constatamos que el odio virulento o el terror se infiltró en la democracia. Aparece renovado y dirigido directamente al peronismo, en particular al kirchnerismo –“que desaparezca el kirchnerismo” se dice– y específicamente contra la figura de Cristina.
El poder tiene fobia a lo popular, a la igualdad y a la ampliación de derechos. Considera que sus privilegios son naturales e indiscutibles y que las formas de reparto o las fronteras que configuran lo sensible no son susceptibles de ser disputadas.
El odio ilimitado, un signo de fascismo antidemocrático, es estimulado por las operaciones de lawfare de la casta judicial con la complicidad de los medios de comunicación concentrados, que constituyen un eslabón privilegiado en la reproducción ideológica del poder.
El lawfare se enfoca en mantener la impunidad de quienes saquearon el país y pretenden regresar al gobierno en el 2023, siendo Cristina el obstáculo más importante que enfrentan. Para la derecha misógina y violenta la lideresa del pueblo resulta una amenaza insoportable, por tratarse de una mujer que representa un límite al poder.
Resulta urgente problematizar ese núcleo de odio sedimentado en la subjetividad que dio lugar a lazos sociales profundamente antidemocráticos, plagados de ataques violentos que van erosionando los vínculos comunitarios, llegando al extremo de pretender aniquilar al oponente político.
Las consignas populares no se congelan para siempre, sino que se actualizan y resignifican cuando es necesario. Si el querido dique “Nunca más terrorismo” se quebró porque el infiltrado de odio invadió el espacio común, para sostener la democracia en su afirmación radical a favor de la vida se impone agregar un nuevo enunciado que exprese “Nunca más odio”.